Se llamaba Natalia Levi, pero la conocemos en el
mundo de la literatura como Natalia Ginzburg desde que contrajera matrimonio
con Leone Ginzburg, un intelectual de izquierdas que sufrió destierro y
torturas hasta que lo mataron en 1944. Fue una escritora magnífica, de la que
hoy traigo a esta página su volumen Las
pequeñas virtudes, traducido por Celia Filipetto para el sello Acantilado.
Se trata de una colección de escritos autobiográficos donde la novelista y
dramaturga italiana nos habla del tiempo que pasó exiliada con su marido en una
localidad rural (“Invierno en los Abruzos”), de la poca atención que siempre le
prestó a las cosas no esenciales de la vida (“Los zapatos rotos”), de ciertas
personas singulares de las que se rodeó (“Retrato de un amigo”), de las
curiosas costumbres y rasgos de los británicos (“Elogio y lamento de
Inglaterra”) o del modo en que afrontaba su tarea como escritora (“Mi oficio”).
Dentro de este volumen, delicioso en su conjunto,
me han seducido de una forma especial los escritos “Él y yo” (un precioso
relato contrapuntístico de su marido y ella, tan diferentes, tan compenetrados)
y “Las relaciones humanas” (que es un análisis del modo en que los seres
humanos nos sentimos solos o acompañados, comprendidos o vilipendiados... basándose
en situaciones presuntamente personales).
Mención aparte hay que dedicar al escrito que da
título al volumen, donde nos habla maravillosamente de la necesidad de inculcar
a los hijos las grandes virtudes, y no las pequeñas (“No el ahorro, sino la generosidad
y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el
desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la
verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo
del éxito, sino el deseo de saber y de saber”, p.145). Afirma que debemos
educarlos en el valor inmediato del dinero, y no en su condición sucia,
acumulativa o “premiatoria”; educarlos en los ideales puros, aunque no puedan
ser justificados (“Es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el
bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es
preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible dar una explicación lógica
de esto”, p.157); y, sobre todo, hacerles saber de nuestra plena disponibilidad
amorosa (“Nuestros hijos deben saber que no nos pertenecen, pero que nosotros
sí les pertenecemos, siempre disponibles”, pp.162-163).
Un libro que me ha encantado conocer y leer.
1 comentario:
Me ha emocionado el comentario.Quiero leer este libro, lo antes posible, pues en esas virtudes, me autoeduqué (o lo intenté, al menos), y aunque no tengo hijos, he tenido alumnos, a los que, mal o bien, traté de hacer entender los mismos valores, de los que habla esta, hasta hoy, desconocida autora para mí. Muchas gracias por compartir este tesoro.
Publicar un comentario