Ángela Carballino, una criatura que vino al mundo
en la pequeña aldea de Valverde de Lucerna y que salió de allí durante unos
años con la intención de estudiar en un colegio de monjas (“Pensando en un
principio hacerme en él maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía”),
vuelve a su pequeño hogar, donde conoce en profundidad al cura del pueblo, don
Manuel Bueno. Ahora, casi cuatro décadas después, nos deja un memorial donde
intenta reconstruir el pensamiento, las torturas interiores y el devenir de este
hombre atribulado, en el que descubrió una verdad terrible: don Manuel carecía
de fe. Seguía ejerciendo su trabajo con la ilusión de que los habitantes del
pueblo sí que creyeran “en todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica,
Apostólica, Romana”, pero él mismo ignoraba las mieles de la esperanza.
Ángela y su hermano Lázaro, testigos directos y
privilegiados de esta zozobra, no conseguirán reducir la angustia anímica del
párroco, que sus conciudadanos desconocen. Y cuando fallece (emotiva decisión
la de hacerse enterrar envuelto en unas tablas hechas con la madera del nogal a
cuya sombra pasó su infancia), los dos hermanos quedan tan confusos como
huérfanos.
Temáticamente, esta obra de Unamuno se ha ido
empapando de un cierto olor a rancio, que desde luego no ayuda nada a su
valoración actual. Alejados los lectores de esta especie de bucolismo
arcangélico y ñoño que rodea a Valverde de Lucerna, resulta que sus personajes
y su trama (aparte de poco originales ya de por sí) se tornan tediosos y de
cartón piedra, como estampitas de Espigas
y azucenas iluminadas por un rompimiento de gloria. De ahí que la obra
ingrese en algunos instantes en la peligrosa zona del bostezo. No obstante,
desde el punto de vista estilístico (si aceptamos perdonar su notorio abuso de
referencias bíblicas), la novela sigue siendo agradable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario