domingo, 2 de noviembre de 2014

San Manuel Bueno, mártir



Ángela Carballino, una criatura que vino al mundo en la pequeña aldea de Valverde de Lucerna y que salió de allí durante unos años con la intención de estudiar en un colegio de monjas (“Pensando en un principio hacerme en él maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía”), vuelve a su pequeño hogar, donde conoce en profundidad al cura del pueblo, don Manuel Bueno. Ahora, casi cuatro décadas después, nos deja un memorial donde intenta reconstruir el pensamiento, las torturas interiores y el devenir de este hombre atribulado, en el que descubrió una verdad terrible: don Manuel carecía de fe. Seguía ejerciendo su trabajo con la ilusión de que los habitantes del pueblo sí que creyeran “en todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana”, pero él mismo ignoraba las mieles de la esperanza.
Ángela y su hermano Lázaro, testigos directos y privilegiados de esta zozobra, no conseguirán reducir la angustia anímica del párroco, que sus conciudadanos desconocen. Y cuando fallece (emotiva decisión la de hacerse enterrar envuelto en unas tablas hechas con la madera del nogal a cuya sombra pasó su infancia), los dos hermanos quedan tan confusos como huérfanos.

Temáticamente, esta obra de Unamuno se ha ido empapando de un cierto olor a rancio, que desde luego no ayuda nada a su valoración actual. Alejados los lectores de esta especie de bucolismo arcangélico y ñoño que rodea a Valverde de Lucerna, resulta que sus personajes y su trama (aparte de poco originales ya de por sí) se tornan tediosos y de cartón piedra, como estampitas de Espigas y azucenas iluminadas por un rompimiento de gloria. De ahí que la obra ingrese en algunos instantes en la peligrosa zona del bostezo. No obstante, desde el punto de vista estilístico (si aceptamos perdonar su notorio abuso de referencias bíblicas), la novela sigue siendo agradable.

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