Un escritor, a veces, se ve asaltado por la
realidad, y entonces es ésta la que le dicta lo que debe escribir. Le ocurrió
en una ocasión a Imre Kertész, premio Nobel de Literatura en 2002. Por motivos
profesionales, se vio impelido a realizar un viaje en tren en dirección a
Viena; y este detalle, que para cualquier otro escritor occidental supondría
una mera anécdota, se convirtió para el narrador húngaro en el inicio de una
pesadilla. En efecto, un aduanero puntilloso y con ganas de incordiar lo
sometió a un humillante acoso de preguntas e insidias, que terminó cuando le
requisó el dinero y el pasaporte, indicándole después que, por no llevar
documentos, debía bajarse del tren. Kertész intentó protestar educadamente,
pero lo único que consiguió fue que le extendieran un inútil recibo, y que le
permitieran subir en un viejo tren que lo devolvió a Budapest, después de pagar
una cierta cantidad de dinero suplementaria. Esa ceremonia vejatoria aniquiló
anímicamente al escritor, que llegó a sentirse como un cadáver (“He perdido mi
capacidad de aguante, ya no me pueden herir más”, p.40).
Un tiempo después, al también húngaro Péter
Esterházy le ocurrió algo de similar tono. Él no iba leyendo en el tren el Diario de un genio, de Salvador Dalí,
como hacía Kertész, sino una novela de Malamud (“No era muy buena, pero me
permitía sentir la presencia continua de un verdadero escritor”, p.67). Pero
las restantes circunstancias son prácticamente idénticas: una extorsión, una
humillación, un malestar. Y las reflexiones posteriores.
La diferencia entre ambas historias (o, mejor
dicho, entre los dos relatos de la misma historia, porque en el fondo es de lo
que se trata) es que Kertész nos describe la situación con una mayor dosis de
angustia, en tanto que Esterházy echa mano de una cierta cachaza humorística y
se planta ante los hechos con una mayor frialdad distante, con cierta ironía
digestiva. Dos maneras complementarias de ver un suceso que, si nos imaginamos
a nosotros mismos como sus protagonistas, nos provocará un escalofrío.
Es
inevitable que, en este tipo de casos, se piense en el checo Franz Kafka (como
de hecho hacen los dos), pero también que se constate que por debajo de la piel
aparentemente normal de nuestras sociedades, late siempre la inminencia del
horror, la posibilidad del caos, la sospecha de que pueda advenir el terremoto
que las perturbe. Vivimos instalados en una normalidad quebradiza, mercúrica,
que aceptamos como estable pero que se puede quebrar de un momento a otro; y
ésta puede ser la lección profunda que deberíamos extraer de estos dos relatos
que el sello Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores nos ofrece en un solo tomo
de letra muy agradable, con la traducción de Adan Kovacsics. Una lección moral que no
deberíamos dejar de leer.
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