La vida de Isabel Arriaga discurre por
unos cauces de tediosa banalidad: dirige una consulta psicológica con Aurora,
en un exclusivo barrio de Madrid; se encuentra separada de su marido, con el
que comparte un problemático hijo adolescente (Gonzalo); atiende a una
clientela estable de mujeres ricas con falsos problemas absurdos (a las que
bautiza con el irónico nombre de “languidecientes”); y tiene una edad que aún
la mantiene deseable a los ojos de los hombres. Pero basta un chispazo para
alterar esa calma aparente y falsaria: un tipo llamado Ricardo Alvear, culto,
rico, programador informático, que solicita sus servicios como terapeuta
después de espetarle, en la primera sesión, un resumen autobiográfico tan
tentador como abrupto: “No necesita saber mucho de mí. Vivo en un buen chalet,
viajo con frecuencia a Londres, a Nueva York o a Tokio si dispongo de más días,
me gusta estar solo, me tomo mis copas por la noche, no entiendo las canciones
de amor, apuesto en Bolsa desde mi casa. Ah, he matado a un hombre” (p.35).
Desde ese instante, el dique emocional
de Isabel comienza a agrietarse: no consigue conectar con su hijo, rebelde,
arisco y que cuida en su dormitorio a una inquietante boa imperator, que cada
día crece más; descubre que tal vez sigue amando a su exmarido Luis (lo que no
le impide mantener una extenuante sesión sexual con Adrián Siles, un reconocido
experto al que ha pedido directrices para afrontar el caso de Alvear); se ve
impotente para marcar unas fronteras claras en el caso de su paciente (no sabe
si le gusta, le atrae o lo odia)... Es como si, de pronto, innumerables
vectores de tensión la desgarraran de una forma meticulosa. El suelo tiembla.
Su cerebro tiembla. Su corazón tiembla. Algo turbio parece zarandearla en todas
las direcciones y la sacude el vértigo. Ricardo Alvear se ha transformado,
sigilosa pero férreamente, en el elemento que modula su vida (“Era el diapasón
de mi semana”, p.293). Con él mantiene una intensa esgrima psicológica, que la
agota durante mucho tiempo y que provocará cambios radicales en su forma de
pensar. Poco a poco irá retirando capas protectoras de su paciente y accederá a
pasillos oscuros en los que él sigue deambulando desde la infancia: una madre
atrapada por la náusea de las drogas; un tío con el que mantendrá una relación
desasosegante y confusa; el paso por diversos centros de acogida y
“re-educación”; la presencia reconfortante de Bernardo Ruiz, tal vez la única
persona que veló por la felicidad del joven Ricardo... y, por fin, sus
revelaciones sobre el ruido, el ruido del mundo, ese estruendo cacofónico que
“nos envuelve, se cierne sobre nosotros” (p.298) y nos aleja de la calma, del
sosiego, de la paz interior. Isabel, desbordada por la enorme envergadura de su
dolor, no puede detener la derrota inevitable de Ricardo Alvear, pero sí que
descubrirá a su lado los mecanismos para salvarse a sí misma, para enderezar el
rumbo, para no hundirse en el légamo. Paciente y psicóloga intercambian
silenciosamente sus funciones y ultiman, alterados, sus destinos.
Todos —es la lección que Ignacio
García-Valiño nos sugiere y traslada en sus páginas— estamos acechados por
hondas heridas invisibles y por fisuras que un día, sin plan previo, se alían
para desmoronarnos. Todos tenemos el corazón erizado de túneles, como un
termitero. Y a veces se produce una detonación que borra los tabiques. Isabel
lo descubre gracias a su educadísimo y hermético paciente.
Desplegando una vez más su prosa
diáfana, elegante y armónica, en la que belleza y precisión se distribuyen en
los dos platillos de la balanza, el autor maño nos entrega una turbadora
indagación (o un cúmulo de turbadoras preguntas) sobre el espíritu humano,
sobre sus flaquezas y meandros, sobre sus puntos ciegos y sus ráfagas de luz,
sobre la zozobra y sobre la esperanza.
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