Más de una vez, a lo largo de su carrera literaria,
el argentino Julio Cortázar suspiró por lo que él llamaba un “lector-cómplice”.
Y Umberto Eco, con esta novela, lo que parece estar reclamando es un
“lector-santo Job”. No porque la obra sea mala, que no lo es, sino porque lo
realmente atractivo de su argumento no se inicia hasta bien cruzada la página
300; y esa demora no todos los lectores están dispuestos a soportarla. Pero si
lo hicieran (y mi recomendación es que lo hagan) descubrirían que, a partir de
ahí, comienza un fabuloso viaje que tiene como objetivo descubrir el mítico
reino del Preste Juan.
En esa fabulosa aventura, Umberto Eco hará que sus
héroes (encabezados por ese avispado y locuaz farsante llamado Baudolino, dueño
de una inmoderada desfachatez) encuentren basiliscos, selvas donde no penetra
ni un solo rayo de luz, ríos de piedras movientes, unicornios mansísimos,
doncellas con pies de cabra y otros mil prodigios que incluyen esciápodos
(criaturas humanoides sostenidas sobre una pierna), blemias (homúnculos sin
cabeza) y hasta hombres con testículos “que les llegan hasta las rodillas”
(p.335).
Por lo que respecta a las huellas literarias, las
hay muchas y de muy variada condición, como es normal en la prosa del cultísimo
semiólogo italiano. Véase, si no, ese homenaje a Jonathan Swift que se
encuentra en la página 398, cuando los blemias llaman a los caballos
“Houyhmhnm” (que es precisamente como se llamaba a los humanos en uno de los Viajes de Gulliver); o esas burlas
dirigidas en la página 393 contra Jorge Luis Borges (al que, por cierto, ya
había satirizado con el nombre de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa).
¿Conclusión? Pues que paciencia, porque la segunda
mitad de la obra compensa del esfuerzo de haber recorrido sin apenas alegrías
la primera parte.
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