En un poema que escribió a mediados de los 60 y que
vio la luz en su libro No me preguntes
cómo pasa el tiempo, el mexicano José Emilio Pacheco anotaba: “Los
murciélagos no saben una palabra de su prestigio literario”. El tinerfeño
Alberto Vázquez-Figueroa, deseando usarlos en una novela, ha colocado a estos
quirópteros como núcleo de El señor de
las tinieblas.
Esta obra trata (y no desvelo nada importante, pues
la contraportada del tomo se encarga de pregonarlo) de una recreación del mito
de Fausto, centrándolo en la figura de Bruno Guinea, un médico obsesionado con
la idea de curar el cáncer, a quien el Diablo tentará con disfraces varios
(periodista, prostituta, anciano, ciego, etc). Es una versión muy light del
mito, en la que las referencias literarias explícitas (Rómulo Gallegos, Goethe,
Robert Graves) no ocultan ni por un instante la intención del autor de elaborar
una novela de consumo rápido y fácil, con parlamentos pseudoteológicos,
filosofías baratuchas de bachiller y una prosa que, en el mejor de los casos,
se instala en la simple corrección.
Más vistosas son, a no dudarlo, las pinceladas
autobiográficas que la obra contiene. Así, cuando dice en la página 190 que el
protagonista lee, en plena selva amazónica, la novela Yo, Claudio, no podemos olvidar aquel apunte aventurero que
Vázquez-Figueroa publicó en el Catálogo
Booket de 1998 y que, bajo el título de “Un libro en el Amazonas”,
explicaba cómo el novelista devoró esa obra de Robert Graves mientras descendía
en piragua por el río Tena (un poderoso afluente del Amazonas).
En resumen, una novela que se vendió bien pero que
no llegará a ningún sitio en la
Historia de la Literatura.
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