Es curioso que, sin haber leído ninguna novela de
Miguel Sánchez-Ostiz (no lo digo con orgullo, ni con vergüenza: es una simple
constatación literaria), me haya animado a leer su extenso diario de los años
1995-1998: casi medio millar de páginas. El tomo se titula La casa del rojo y me lo regaló hace tiempo mi gran amigo Pepe
Colomer, que es un fino degustador de buenos escritores. Diré, como conclusión
general, que el volumen me ha gustado, y que seguramente me llevará a
adentrarme en algunos otros libros de Sánchez-Ostiz, a corto, medio o largo
plazo. De hecho, ha despertado mi curiosidad el conjunto de inquinas que le
deparó la edición de su novela Las
pirañas, por la que algunas gentes de Pamplona le juraron odio eterno y lo
convirtieron en enemigo público número 1. El escritor, en parte para aislarse
de esa corriente de odio, se instaló en una vieja casa desvencijada en la zona
norte de Navarra, en el valle del Baztán. La casa se llamaba Gorritxenea (cuya
traducción al castellano es, precisamente “La casa del rojo”) y en estas
páginas nos cuenta cómo fue su vida durante esos años, en los que vivió
estrecheces económicas (colaboraciones de prensa que escaseaban o eran mal
pagadas; conferencias que lo requerían con cuentagotas), arreglos domésticos
constantes (la casa amenazaba ruina cuando la adquirió), lecturas de todo tipo
(de las que va dejando constancia inteligencia en sus entradas), etc.
Sánchez-Ostiz nos deja, además, sus reflexiones
sobre el choque agrio entre la forma de pensar de los vascos radicales y
quienes no piensan del mismo modo que ellos; sobre las componendas mezquinas
que atraviesan y determinan el mundillo literario; sobre las amistades que se
destruyen; sobre el amor y las difíciles relaciones familiares; sobre
gastronomía y sentir de los pueblos... Es un libro donde jamás me he aburrido,
aunque el autor hablase del clima, del paisaje de los alrededores, de los
platos que había comido en una taberna, de sus paseos por el monte o de la
época más adecuada para plantar un determinado tipo de árboles o flores. Su
prosa es tan fluida, tan elegante, tan seductora, que incluso lo más banal
queda teñido de hermosura.
Anoto, de paso, algunas de las frases que he
subrayado en el volumen: “No me gusta la gente que cree demasiado en nada”
(p.16). “La capacidad de disfrutar de las cosas es algo que exige un ejercicio,
una actitud positiva” (p.21). “El temor no a dejar una obra inacabada, sino una
vida inacabada” (p.45). “Es asombrosa la facilidad con la que el impertinente
da en tonto del culo” (p.77). “Nada más peligroso que no querer pertenecer a
tribu alguna, nada más peligroso que el ir por libre” (p.147). “Hay cosas que
sólo pueden verse con la niebla” (p.439)
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