Desde el
origen de los tiempos, los pensadores más ecuánimes han sido conscientes de que
el mundo, tal y como lo ha vertebrado la especie humana, es injusto y
perfectible. De tal manera que, en algunos casos, se hayan aplicado a la labor
teórica de idear un modelo más armonioso, compensado y razonable para la
organización social de sus miembros. Esta tradición intelectual, que arrancó
con Arístocles y aún no se ha detenido, es analizada por Lewis Mumford en su
volumen Historia de las utopías, que
el sello riojano Pepitas de calabaza acaba de poner en las librerías, con la
traducción de Diego Luis Sanromán.
Las tres
primeras aproximaciones del ensayista tienen como objeto de estudio la República de Platón
(que propugna la distribución social de sus habitantes en función de sus
inclinaciones naturales y donde se tolera y aun se estimula la eugenesia: “La
gente que era demasiado deforme en términos físicos o espirituales debía ser
eliminada”, p.58), la Utopía de Tomás
Moro (en la cual se fomenta la vida alternativa entre campo y ciudad, además de
solucionar el problema de la falta de mano de obra agrícola “recurriendo a los
servicios de las clases que, en los tiempos de Moro, vivían mayoritariamente
ociosas: los príncipes, los ricos y los mendigos”, p.74) y la Cristianópolis de Johann
Valentin Andreae (una democracia de artesanos en la que, por ejemplo, los
maestros de primaria son reclutados entre “lo más selecto de los ciudadanos”,
p.98).
Repasa luego
la utopía asociacionista de Fourier, más industrial que ideológica, la cual no
produce entusiasmo en el autor del libro (“Confieso que resulta difícil tomarse
en serio a este patético hombrecillo”, p.122); el proyecto de ciudad industrial
ejemplar de Robert Owen (“Un noble personaje, incluso cuando su actitud resulta
forzada y su tono, estridente”, p.123); las ideas de Theodor Hertzka, el
economista austriaco (“indescriptiblemente insulsas”, p.142); la excesiva
reglamentación gubernamental de la utopía diseñada por Étienne Cabet (“Comer, trabajar,
vestirse, dormir… no hay manera de escapar a las reglamentaciones estatales”,
p.148)… Pero también nos habla de otros proyectos encauzados en la misma línea,
aunque no atribuibles a un solo autor, como el ideal de la Casa Solariega (un reducto
armónico a pequeña escala, adaptado a su gusto por creadores tan diferentes
como Rabelais, Pope, H. G. Wells, Bernard Shaw o Chéjov), la dickensiana
propuesta de Coketown (que se construye sobre un modelo fabril donde las calles
son rectas, la comodidad está supeditada a la eficacia y donde se persigue de
forma obsesiva la producción, con consecuencias visionarias que luego la
realidad suscribiría: “Solo fabricando cosas de una calidad lo suficientemente
baja para que se hagan pedazos cuanto antes, o bien cambiando la moda lo
suficientemente a menudo, puede mantenerse la mayor parte de su maquinaria en
funcionamiento”, p.204) o la fría estructura de Megalópolis (donde prima lo
artificial, la uniformidad y la estandarización burocrática, tan desangelada
como espeluznante).
Con una
prosa amena, una lucidez encomiable y una gran densidad de datos, Mumford
construye un trabajo de enorme interés, en el que conocemos cómo las mentes más
preclaras –y también algunas fanáticas o locoides– han intentado resolver uno
de los enigmas más prolongados y oscuros de la historia humana: por qué, a
despecho de nuestro desarrollo cerebral, hemos sido incapaces de organizar
justa y racionalmente nuestra vida.
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