En ocasiones, una buena película puede provocar en
cierto sector del público el descubrimiento de una obra literaria de
envergadura, que estaba dormida detrás y que experimenta una especie de grata
resurrección gracias al mundo del celuloide. Ocurrió con El sur, de Víctor Erice (inspirada en una novela de Adelaida García
Morales); ocurrió con Mucho ruido y pocas
nueces, de Kenneth Branagh (sobre la comedia de William Shakespeare); y ha
ocurrido también —por sólo citar un tercer ejemplo, bien significativo— con El abuelo, de José Luis Garci (historia basada
en una curiosa novela dialogada del isleño Benito Pérez Galdós).
Ahora, la editorial Cátedra nos ofrece, en un
manejable formato con notas de Rosa Amor del Olmo, esta producción del más
importante narrador de nuestro siglo XIX, que nos muestra a un protagonista tan
carismático como irritante y obsoleto: don Rodrigo de Arista-Potestad, conde de
Albrit y señor de Polan, que vuelve en la vejez a sus antiguas posesiones
(ahora, que se encuentra ya arruinado y desprovisto de todos sus privilegios
sobre vidas y haciendas) con un objetivo singular: aproximarse a sus nietas
(Nell y Dolly), observarlas con atención y determinar cuál de las dos comparte
sangre con él. Porque, y esto lo sabe con seguridad, una de las chiquillas es
fruto de los amores adulterinos de su madre, Lucrecia Richmond, que desdeñó a
su esposo legítimo para ayuntarse con un pintor. Descubrir cuál es la heredera
legítima de su apellido y cuál es una simple bastarda lo tendrá ocupado y desasosegado
durante toda la obra, hasta que en las postrimerías del volumen consiga que la
luz lo invada, con grandes dosis de estupor.
Sin duda, hay varios elementos de esta historia que
llaman la atención y que seducen a los lectores, como no podía ser menos
tratándose de don Benito: unos diálogos de gran viveza, unos personajes que
quedan retratados de modo insuperable gracias a las pinceladas impresionistas
del autor canario, unas gratas ambientaciones escénicas y un ritmo narrativo al
que resulta difícil poner reparos. Pero es probable que sobre todos ellos
domine la figura de don Rodrigo, un anciano irritable, clasista y de enfadosa
arrogancia que, tratando a todo el mundo con una altanería y una prepotencia
difícilmente entendibles o admisibles en la actualidad, queda retratado con las
palabras que sobre él pronuncia don Salvador Angulo, el médico de Jerusa, en la
página 231 de la novela: «A la exaltación del orgullo aristocrático, añade
nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida,
en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas».
En efecto, don Rodrigo se convierte pronto en un anciano soberbio y engreído
que, lejos de agradecer el trato deferente que le siguen tributando sus
antiguos criados (que ahora son ricos y dueños de su propio destino), estima
que le deben sin vacilación esa pleitesía, que les exige con iracundos modales
y que en ningún instante sabe agradecerles de corazón.
Retrato de un modo de pensamiento y también de una
época, El abuelo pone ante nosotros
una historia antigua sobre la dignidad del ser humano, las estirpes, la
genética y las relaciones de vasallaje, que sorprenderá a más de uno de los
lectores que, en estos albores del siglo XXI, la coja con curiosidad entre sus
manos.
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