domingo, 29 de diciembre de 2013

La segunda Lady Chatterley



Clifford Chatterley (paralizado de cintura para abajo como consecuencia de una grave herida de guerra) y su joven esposa Constance viven en un pequeño pueblo minero, más bien aislados de sus congéneres. Reciben pocas visitas. La mujer intenta mentalizarse como puede acerca de su vida sin sexo («Vivía con él como una monja casada, convertida de nuevo en virgen por falta de práctica», p.24). Su propio padre le recomienda que busque un alivio fuera de casa, a la vez que insinúa a Clifford que ella no es feliz. Tras muchas reflexiones y circunloquios, el marido se aviene a una forzada liberalidad («La mujer parece ser incapaz de vivir no solamente sin pan, sino ni siquiera sin pastel. Yo no puedo proporcionarte ese pastel: ésa es mi desgracia. Pero si alguien puede hacerlo, tómalo sin dudarlo», p.47). Por considerarlo un desahogo terapéutico que le evitará tensiones nerviosas, Clifford aceptará que su mujer tenga amantes... e incluso que engendre hijos. «Creo que temo perderte», concluye en la página 49.
Justo entonces aparece en escena el guardabosques Parkin, un hombre fuerte y huraño al que su esposa abandonó un tiempo atrás. Y la inexperta Constance, paulatinamente, se va fijando en él, con una mezcla de sorpresa y sensualidad creciente. No es el prototipo de hombre en el que hubiera reparado nunca, pero he aquí que la imagen de Parkin se convertirá en una fijación para ella, en una ola que irá empapando su vida inexorablemente.
Así arranca la conocida novela de D. H. Lawrence que, editada y conocida en todo el mundo y generadora de agrias polémicas, conoció hasta tres versiones (como se señala en el epílogo de este volumen). La que aquí nos entrega el sello Funambulista es La segunda Lady Chatterley, traducida por Gonzalo Gómez Montoro y Max Lacruz y editada con exquisitez digna de aplauso. En ella, aparte de las imágenes sexuales más perturbadoras, se nos ofrecen otros elementos que demuestran la brillantez novelística de Lawrence: la fina penetración psicológica en algunos de los componentes de las clases más humildes, la cuidada ambientación escénica de sus secuencias e incluso inteligentes reflexiones sobre la vida y el destino del ser humano, que aquí resulta diseccionado con elegancia y contundencia. Quizá incurra el autor de Eastwood en algunos chirridos formales (se pueden contar casi noventa adverbios en –mente en los tres primeros capítulos de la obra, lo que supone una enfadosa proliferación), pero su fluidez narrativa es envidiable y hace olvidar pronto esas minucias técnicas, regalándole al lector una historia densa, firma y que avanza con inquebrantable galanura.
La obra, que fue tildada de obscena en su día y que sufrió no pocas persecuciones, censuras y tijeretazos, se suma al largo catálogo de monumentos literarios que han sufrido la obcecación y los remilgos de su época: Las flores del mal, de Charles Baudelaire; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Historia de O, de Dominique Aury; Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley; o Los versos satánicos, de Salman Rushdie.

Si no conocen esta sorprendente propuesta de D. H. Lawrence (o la conocen, pero desean añadirle matices con la lectura de una narración alternativa), les recomiendo que se acerquen a este volumen de Funambulista: les conmocionará y les hará sumergirse en un caudal de aguas turbulentas del que saldrán con la piel erizada.

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