Clifford Chatterley (paralizado de
cintura para abajo como consecuencia de una grave herida de guerra) y su joven
esposa Constance viven en un pequeño pueblo minero, más bien aislados de sus
congéneres. Reciben pocas visitas. La mujer intenta mentalizarse como puede
acerca de su vida sin sexo («Vivía con él como una monja casada, convertida de
nuevo en virgen por falta de práctica», p.24). Su propio padre le recomienda
que busque un alivio fuera de casa, a la vez que insinúa a Clifford que ella no
es feliz. Tras muchas reflexiones y circunloquios, el marido se aviene a una
forzada liberalidad («La mujer parece ser incapaz de vivir no solamente sin
pan, sino ni siquiera sin pastel. Yo no puedo proporcionarte ese pastel: ésa es
mi desgracia. Pero si alguien puede hacerlo, tómalo sin dudarlo», p.47). Por
considerarlo un desahogo terapéutico que le evitará tensiones nerviosas,
Clifford aceptará que su mujer tenga amantes... e incluso que engendre hijos.
«Creo que temo perderte», concluye en la página 49.
Justo entonces aparece en escena el
guardabosques Parkin, un hombre fuerte y huraño al que su esposa abandonó un
tiempo atrás. Y la inexperta Constance, paulatinamente, se va fijando en él,
con una mezcla de sorpresa y sensualidad creciente. No es el prototipo de
hombre en el que hubiera reparado nunca, pero he aquí que la imagen de Parkin
se convertirá en una fijación para ella, en una ola que irá empapando su vida
inexorablemente.
Así arranca la conocida novela de D. H.
Lawrence que, editada y conocida en todo el mundo y generadora de agrias
polémicas, conoció hasta tres versiones (como se señala en el epílogo de este
volumen). La que aquí nos entrega el sello Funambulista es La segunda Lady Chatterley, traducida por Gonzalo Gómez Montoro y
Max Lacruz y editada con exquisitez digna de aplauso. En ella, aparte de las
imágenes sexuales más perturbadoras, se nos ofrecen otros elementos que
demuestran la brillantez novelística de Lawrence: la fina penetración
psicológica en algunos de los componentes de las clases más humildes, la
cuidada ambientación escénica de sus secuencias e incluso inteligentes
reflexiones sobre la vida y el destino del ser humano, que aquí resulta
diseccionado con elegancia y contundencia. Quizá incurra el autor de Eastwood
en algunos chirridos formales (se pueden contar casi noventa adverbios en –mente en los tres primeros capítulos de
la obra, lo que supone una enfadosa proliferación), pero su fluidez narrativa
es envidiable y hace olvidar pronto esas minucias técnicas, regalándole al
lector una historia densa, firma y que avanza con inquebrantable galanura.
La obra, que fue tildada de obscena en
su día y que sufrió no pocas persecuciones, censuras y tijeretazos, se suma al
largo catálogo de monumentos literarios que han sufrido la obcecación y los
remilgos de su época: Las flores del mal,
de Charles Baudelaire; Madame Bovary,
de Gustave Flaubert; Historia de O,
de Dominique Aury; Las puertas de la
percepción, de Aldous Huxley; o Los
versos satánicos, de Salman Rushdie.
Si no conocen esta sorprendente
propuesta de D. H. Lawrence (o la conocen, pero desean añadirle matices con la
lectura de una narración alternativa),
les recomiendo que se acerquen a este volumen de Funambulista: les conmocionará
y les hará sumergirse en un caudal de aguas turbulentas del que saldrán con la
piel erizada.
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