Hay quienes, odiando la monotonía, frecuentan
siempre a escritores nuevos que les permitan hallar, libro a libro, propuestas
distintas, refrescantes, llenas de asombro y de sorpresas; hay quienes, por el
contrario, prefieren visitar de modo fiel a los mismos escritores de siempre,
por haberse habituado a su dicción y sus temas, y encontrarse cómodos en el
territorio que les dibujan en sus páginas. Para ambas categorías, aparentemente
disyuntivas, puede servir la lectura del último volumen de relatos de Ángel
Olgoso. Y es que el granadino, a pesar de haber dado ya a la imprenta un número
amplio de obras, consigue en cada una de ellas parecerse a esa ave Fénix de la
mitología que, cada quinientos años, se adentraba en el fuego y, tras
consumirse, emergía intacta y distinta.
Lo único que en el caso de Ángel Olgoso se mantiene
inamovible es la calidad literaria, circunstancia que nos mueve a sus lectores
a seguir su trayectoria con inquebrantable devoción. El escritor se aplica como
un orfebre (y es una de sus características principales) para que sus relatos
ostenten una inmaculada riqueza de lenguaje, frente a la austeridad menesterosa
o rácana que otros fabuladores se empeñan en adoptar. De hecho, buena parte de
las historias que contiene este libro son, más que otra cosa, cuadros de
lenguaje, estampas enjoyadas de vocabulario, en las que poco hay de argumento y
mucho de preocupación formal y léxica. Puede servir como ejemplo Águila de sangre, unas de las primeras
narraciones del volumen, o la prosa lírica, estática, giratoria, de Aramundos. Pero también hay otros
relatos donde Ángel Olgoso apuesta con más intensidad por el argumento,
adoptando esquemas narrativos de asombrosa factura. En Contraviaje nos describe un mundo desmontable, que los silentes y
eficaces Tibor y Ferenc desguazan metafóricamente; en Suero (una de mis narraciones favoritas) observamos una cotidiana
cadena de mujeres que se relacionan por un singular cordón unitivo familiar:
los goteros y los sueros que las mantienen alimentadas durante diferentes
episodios sanitarios de sus vidas; en Materia
oscura nos pone ante los ojos una alegoría de sonriente modernidad
preocupante: el chantaje al que una Compañía Eléctrica somete a la humanidad,
gracias a que surte energía a todo el planeta y cuenta con la bovina
resignación de sus clientes («La mansedumbre de los clavos nunca dejará de
sorprender al martillo», p.113), quienes por fin son exhortados a cumplir un
sacrificio de insospechadas proporciones; y en Dybbuk, por no mencionar sino unos pocos relatos del volumen, se
decanta por el relato-epístola, donde un escritor llamado Ángel, granadino y
autor de obras que llevan títulos como Los
demonios del lugar o Cuentos de otro
mundo, advierte con estupor que alguien lo ha suplantado, con elegancia y
aplomo, en una lectura de cuentos a la que por timidez no se atrevió a acudir.
El único relato en el que, a mi juicio, el narrador
no ha andado tan fino (y no se trata desde luego de un reproche, sino de una
apreciación tan subjetiva como discutible) es en El síndrome de Lugrís, donde el abuso de cursivas galleguistas y el
amontonamiento de calles, tradiciones o lugares, más que dar color a la
historia que nos traslada produce un efecto de atosigamiento sobre los
lectores, a quienes no era necesario demostrar, me parece, que alguien del sur
puede ambientar sus relatos con eficacia en el mundo galaico. El bombardeo de
pinceladas se torna, por adición, brochazo. Y fatiga y aburre.
Pero decía (y lo reitero) que el magnífico narrador
que es Ángel Olgoso consigue en este libro, una vez más, el difícil propósito
de retar a los lectores, asaetearlos con propuestas muy variadas, intrigarlos y
finalmente seducirlos. Es una tarea que siempre ha bordado y que vuelve a
bordar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario