Los ancianos —siempre lo he dicho— esconden
historias. Aunque, pensándolo bien, quizá el verbo esconder no resulte el más adecuado para definir su espíritu,
porque incorpora como ingredientes básicos las nociones de ocultación y
oscuridad cuando, realmente, lo que muchos de ellos quieren es precisamente lo
contrario: compartir, comunicar, revelar. Basta con tirarles un poco de la
lengua.
El protagonista masculino de esta novela de Hans
Magnus Enzensberger (que traduce Richard Gross para el sello Anagrama) se llama
Joachim, es un joven economista de brillante proyección y, un día, experimenta
un encuentro fortuito que marcará su vida: una anciana es zarandeada por un
motorista que pretende robarle su bolso; y él, movido por un impulso cívico,
logra desbaratar la acción. Desde ese instante acudirá todos los martes a tomar
el té a su casa e irá conociendo la intimidad intelectual y biográfica de la
corrosiva Josefine K.
Ella, excéntrica, iconoclasta, provocadora y
desinhibida, le hablará a sus anchas de deporte («¡Qué lástima que no haya modo
de prohibir esa aberración! Un hábito repugnante, si quiere que le diga la
verdad»), de la solidaridad humana («Hubo tiempos en que siempre había que
solidarizarse con algo o alguien. Pero luego reparé en que era una vía de un
solo carril. Si mal no recuerdo, nunca nadie se ha solidarizado conmigo»), del
Estado («Ese chupóptero sólo quiere cobrar. Nos extorsiona como la mafia:
siempre tenemos que pagar un impuesto»), de los diseñadores («Cualquier
botarate cree tener ideas. Y eso que la mayoría de las cosas no tienen mejora.
Es un disparate pretender retocar una cama o una bicicleta. Son objetos
perfectos [...] Lo que yo necesito es una mesa que tenga forma de mesa y no de
hamburguesa»), de los expertos en el estudio de la mente («Los psicólogos son
los únicos que se oponen al olvido. No me extraña que sean infelices»), de la
hipocresía mundial («Tengo derecho a poseer armas nucleares, pero el que tú
pretendas otro tanto es algo intolerable a lo que me opondré por todos los medios.
O fíjense en los musulmanes. Insisten en poder construir en nuestras latitudes
todas las mezquitas que les dé la gana, pero ni hablar de levantar una iglesia
cristiana en Riad o Esmirna. Desean que respetemos sus reglas, pero no
viceversa. Y así sucesivamente»), de la cultura («Es un hecho minoritario. Las
llamadas personas normales prefieren el jaleo y la diversión. Un poco de
televisión, de vez en cuando una película de terror, una discoteca
ensordecedora o, naturalmente, un partido de fútbol, que es lo que más les
gusta»), de la publicidad («Prohibiría la publicidad, porque intoxica el
espacio público y nos roba tiempo. ¿Acaso es necesario que en medio de una
película salga un señor de voz babosa para ponernos un limpiador de inodoro
delante de las narices?»), del sexo («La naturaleza nos obliga a unos esfuerzos
acrobáticos curiosísimos»), de los informativos de televisión («Es un milagro
que no terminemos en el psiquiátrico, víctimas de un ataque de esquizofrenia
causado por la avalancha de noticias con que nos bombardean cada día»), del
vínculo conyugal («Todo matrimonio por amor representa un riesgo demencial, un
riesgo que ningún jugador de ruleta asumiría») y de cualquier otro tema que, de
manera abrupta y deslenguada, le venga a la cabeza. En ocasiones, conseguirá
irritar a Joachim (o al lector); y en otras provocará una incómoda sensación de
empatía, pese a su visceralidad.
Poco a poco, soslayando sus impertinencias y
preguntando a su criada Fryda, Joachim descubrirá qué se esconde en el alma y en
el corazón de la misteriosa anciana, antigua cantante de ópera, tres veces
casada y divorciada y que, pese a su actual pobreza, fue invitada a cenar en
varias ocasiones por el jerarca nazi Joseph Goebbels. Un libro, a mi entender,
fascinante.
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