Que el olvido es un artificio liberador, en virtud
del cual conseguimos oxigenarnos del oprobio del mundo, lo sabe muy bien el
valenciano Rafael Chirbes. Pero también sabe que se trata, en todo caso, de un
engaño cruel y de un insulto a la integridad personal. Con la amnesia, lo único
que logramos es desbaratar el dolor espurio y apagar las llamas más pequeñas de
nuestro propio infierno, pero no alcanzamos la depuración del auténtico dolor,
que nos seguirá lacerando el alma, hagamos lo que hagamos con él. Por eso, y
porque sabe con Horacio que sólo lo escrito permanece sin recibir la mancilla
del tiempo, Chirbes nos entregó esta novela, titulada La larga marcha, donde pretendía realizar su especial ajuste de
cuentas con la más reciente historia de España.
Para conseguirlo, se acerca hasta las existencias
de unos cuantos españoles-tipo, a los que persigue con delicadeza y constancia
a través de dos generaciones, desde sus diferentes lugares de origen (Galicia,
Valencia, etc) hasta la llegada compulsiva de sus hijos a Madrid (“rompeolas de
todas las Españas”, como dijo el poeta), donde quizá encontrarán su destino. En
la primera parte de este volumen, titulada El
ejército del Ebro, encontramos al campesino Manuel Amado, al ferroviario Raúl
Vidal, al limpiabotas Pedro del Moral, al médico don Vicente Tabarca, al
cigarrero Luis Coronado, a la rica heredera Gloria Seseña, al contrabandista
José Pulido y a tantos otros que van conformando, con las sabias pinceladas que
Chirbes insinúa, una densa malla de pobrezas y mezquindades, que ilustran a la
perfección ese estrato de lágrimas al que llamamos postguerra.
Luego, siguiendo el hilo de estas vidas, salpicadas
por el ultraje o el miedo, entramos en la segunda parte del tomo, titulada La joven guardia, donde Chirbes aborda
el relato de un territorio distinto, tejido con chicos y chicas que luchan
contra el franquismo, que se rebelan contra la insulsa mediocridad del silencio
y que esgrimen su protesta estudiantil, exaltada y digna (tal vez ingenua), a
espaldas de sus padres. Frente a las miradas abatidas de sus progenitores,
frente a la asunción muda del conformismo, esta joven promoción ha decidido
emprender su particular y larga marcha contra el Régimen, discutiendo nuevas
ideas, organizando manifestaciones de repulsa contra las ejecuciones sumarísimas
y confeccionando folletos revolucionarios que reparten en la universidad. En
suma, La larga marcha viene a ser la
crónica completa de un país en años difíciles, en décadas atroces dominadas por
la pasividad y el miedo.
Desde el punto de vista argumental, esta magnífica
novela viene a suponer una mixtura satisfactoria entre La colmena, de Camilo José Cela (por cuanto se encarga de
mostrarnos espléndidamente la vida en la España de los últimos años cuarenta),
y Quemados sin arder, de Fernando
Martín Iniesta (por lo que se refiere a pintarnos, con prodigiosa gama de
matices, las ideas de una juventud que se desgañitó contra las miserias del Régimen).
Es verdad que ya teníamos ambas cosas, tanto en novela como en teatro, pero lo
que no teníamos era un bloque conjunto, donde al miedo vapuleado de los padres
se uniera la lenguaraz rebeldía de los hijos, en agónico e inútil desfile.
Al cabo, Chirbes nos abate con un final
desesperanzado y frustrante, donde parece querer recordarnos con languidez y
con melancolía que la vida no es justa; y que la Historia no puede ser dirigida
con una batuta, como dijo Camilo José Cela en otra de sus producciones. La
Historia es cruel como la vida. O viceversa, quién sabe.
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