Cuando al escritor ya sólo le quedan sus recuerdos
y un previsiblemente corto bagaje de años por vivir, suele ser frecuente que
elabore un volumen de tono autobiográfico, con el que trata de justificarse
ante el mundo y en el que nos informa sobre su hacer vital, con los oportunos
retoques de maquillaje. Pero lo que ya no resulta tan frecuente es que dicho
volumen, como éste de Jesús Pardo (Santander, 1927), bruñido con una prosa
magnífica, se detenga tanto en los episodios masoquistas o aparentemente lamentables
de su existencia. Bien es verdad que las autobiografías
escabrosas abundan por doquier, pero por lo que respecta a las autobiografías autoflageladoras, quizá
las que ahora comento sólo tengan parangón con las del prosista caucasiano
Arthur Adamov, formadas por un extenso muestrario de truculencias y
humillaciones personales y sexuales que él relataba sin cortapisas. Del mismo
modo, el norteño Jesús Pardo, que ignora la templanza timorata y el pudor al
uso, nos desmonta de manera abrupta a sus progenitores (“Desde muy joven
renuncié conscientemente a mis padres físicos, a quienes no debo nada, pues el
mero acto de darme vida no me parece endeudar al que la recibe”, p.67); admite
con gran serenidad que toda su larga vida ha sido un “frenético beber y
constante búsqueda de putas” (p.358); que engañó repetidas veces a su esposa
con una amiga de la familia (p.169); que su estancia londinense fue un
reiterativo episodio de borracheras y de orgías; o que estuvo a punto de
convertirse en un servil lacayo de la censura franquista, dado que “yo tenía
madera de corrupto, lo único que me faltaba eran corruptores” (p.227). Estas
descarnadas sinceridades le permiten, eso sí, propalar de otros personajes similares
tremendismos, con la misma frialdad, y decirnos que Ricardo Gullón era un
falangista autoritario e hipócrita (p.129), que Emilio Romero era un trepa y
siempre se consideró un ministro frustrado (p.226) o que este último periodista
tenía, en los años 60 y según informaciones de primera mano, “la polla más
sucia de Madrid” (p.198).
Un libro de memorias que tuvo que levantar, seguro,
fogosas polémicas, pero que tampoco nos debe hacer olvidar otros nutrientes
literarios de primera magnitud. Por ejemplo, que el autor nos explica paso a
paso en el tomo su proteica labor periodística (fue corresponsal de diversos
diarios en Inglaterra, durante décadas, y eso le permitió conocer un mundo
europeo que al resto de los españoles, sumidos en el franquismo, parecía
estarles vedado), su fecunda trayectoria intelectual, cuajada de lecturas
tenaces y diversas (miles de libros leídos y más de cien traducidos por él), su
infinita colección de discos y su vasta cultura, ennoblecida con el inusual
dominio de hasta quince idiomas, según afirma. Satírico, señala que con ellos, “conseguiré,
si no otra cosa, que mis gusanos sean los más políglotas del cementerio”
(p.333).
En conclusión, un libro cuyo interés jamás declina,
que conduce al lector por caminos de nostalgia, de erotismo, de cultura y de
pasión y que, aunque el propio Jesús Pardo lo etiqueta como su última obra (“Remato
ahora mi vida de escritor con estas memorias”, p.73), vio su continuación en
los volúmenes Memorias de memoria
(2001) y Borrón y cuenta vieja
(2009).
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