La figura de Séneca suele estar
asociada en nuestra mente con la imagen de una persona inteligente y culta que,
al modo de un emperador Marco Aurelio, nos ha dejado una buena provisión de
sentencias, máximas o aforismos que se pueden aplicar con provecho a muchos
aspectos diferentes de la vida. De hecho, ahí están sus Cartas a Lucilio (que reseñaré dentro de pocas semanas) para
demostrar la solidez de su temperamento, lo sagaz de sus análisis y lo atinado
de sus conclusiones. El hombre que hizo lo posible por educar al desequilibrado
Nerón, que viajó por varios países para completar su formación filosófica
(Italia, Egipto, Grecia), que sufrió de asma durante toda su vida y que
sobrevivió a penas de muerte, destierros, envidias y acusaciones relacionadas
con el elevado número de sus riquezas, acabaría suicidándose para evitar la ira
del emperador tras una conjura en la que algunas voces le implicaban.
Pero hay una faceta literaria de Séneca
que es mucho menos conocida: su labor como dramaturgo. Por suerte, ya
disponemos de una edición completa, monumental y quizá insuperable de las
tragedias de este autor, elaborada por la profesora Leonor Pérez Gómez. Sus
1244 páginas forman un bloque al que sólo se le hace justicia con la
utilización de un adjetivo: excepcional. Nunca (y les puedo asegurar que he
manejado muchas ediciones eruditas, por obligación o por gusto, en las dos últimas
décadas) me había encontrado con un despliegue tan apabullante como el que se
puede encontrar en este volumen: un prólogo completísimo, una traducción en la
que se cotejan escrupulosamente todas las variantes textuales e interpretativas
que las diferentes piezas han merecido en manos de los estudiosos y, como
guinda, centenares y centenares de notas a pie de página donde se abordan datos
biográficos del autor, aclaraciones mitológicas, analogías con otros escritores
y un sinfín de detalles que arrojan luz sobre cada matiz de las obras de Séneca.
En este conjunto maravilloso de
tragedias que ahora tenemos reunidas en nuestras manos, el pensador nos dejó
algunas reflexiones memorables sobre la condición humana, sobre el Destino y
sobre la vida y la muerte, a la vez que esmaltó sentencias que harán las
delicias de los más exigentes lectores: algunas nos hablan del goce de vivir
(«Mientras los Hados lo permiten, vivid felices: en veloz curso la vida se
apresura y con días alados gira la rueda del año que se precipita», p.198),
sobre la necesidad de que observemos nuestro entorno y denunciemos sus vilezas
(«Quien cuando puede no impide cometer un delito, lo ordena», p.332), sobre la
eutanasia («Quien obliga a morir al que no quiere es igual que quien se lo
impide al que tiene prisa», p.422), sobre la ambición sin límites («El que
tiene demasiado poder quiere poder lo que no puede», p.593) o sobre la
conveniencia de que la reflexión prime sobre la condición perruna («A veces es
un crimen la lealtad», p.1000). Lean este libro con un lápiz en la mano. Me
agradecerán el consejo.
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