Nadie sabe qué pensarán de nosotros, de nuestras actitudes y de nuestros valores, las generaciones futuras. Y es que si alguna lección se puede extraer del devenir de la Historia es que nada resulta eterno o perfecto en las conductas humanas. Quienes creían que la esclavitud era legítima chapotean hoy en el descrédito; quienes pregonaban la necesidad de que los religiosos gobernasen el pensamiento social hoy son fósiles risibles; y quienes se sumaban a la idea de que la mujer era criatura inferior al hombre y que, por tanto, le debía obediencia y sumisión no se nos antojan sino tarugos anticuados, retrógrados y dignos de mofa.
En este último bloque habría que incluir al William Shakespeare que escribió La doma de la fiera, un divertimento cómico de larga tradición medieval (recordemos al infante don Juan Manuel y su obra El conde Lucanor) en el que se nos presenta la operación de "adiestramiento" que Petrucho ejercita sobre la bella pero temperamental Catalina, hasta "suavizarla" y reconducirla al redil canónico. La que comenzó como dama lenguaraz, misándrica y violenta, acaba por encontrar en el veronés Petrucho la horma de su zapato, hasta el punto de que en la escena V del cuarto acto accederá a admitir que es la luna lo que está viendo brillar (siendo el sol) o que tiene ante sus ojos a una linda señorita (cuando se trata de un anciano), sólo porque su esposo así lo afirma. Y de sus labios se escucha al final de la obra uno de los discursos más bovinamente machistas que el cisne de Stratford-upon-Avon urdiese.
Es muy complicado leer hoy en día esta pieza sin sentir la enorme carga del prejuicio sobre los hombros. Quizá sea imposible pedirle más a un drama de finales del siglo XVI que, además, debía ganarse el favor del público de la época.
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