martes, 15 de julio de 2025

El verano de Cervantes

 


Hay libros que se recorren y se olvidan. Son la mayoría y, desde luego, no lo digo con desprecio o burla. Me he pasado la vida leyéndolos y les tributo una enorme gratitud. No pertenezco (nunca lo he hecho) a la cofradía de quienes postulan que solamente hay que leer los libros egregios o sancionados por el aplauso de las generaciones. En modo alguno. Qué esnobismo. Leo con infinito agrado a muchos de mis contemporáneos y a todo tipo de escritores de siglos pretéritos, sin importarme el idioma en que codificaron sus obras, su ideología política o sus opiniones sexuales. Llevo medio siglo leyendo y cruzo los dedos anhelando que aún me queden un par de décadas de seguir con esa misma inquietud vital.

Pero sé que también hay libros que se recorren y se quedan en la memoria. Y que esa memoria (contra lo que pudiera pensarse) no es firme, sino que va variando conforme volvemos a ellos y les descubrimos nuevos perfiles, nuevas aristas, nuevos esplendores: ese adjetivo que se nos pasó hace años, esa frase que quizá no supimos entender del todo (por juventud o por excesiva velocidad lectora), ese personaje por el que de pronto experimentamos mayor ternura o hacia el que nos volcamos con más admiración. No se trata de que tú elijas qué libros van a gozar de esa vida poliédrica dentro de tu corazón: es, probablemente, al contrario. Quizá cada libro elige a quién impregnar, a quién invadir, a quién retener.

Para Antonio Muñoz Molina, una de esas obras es Don Quijote de la Mancha; y en este reciente libro, que se titula El verano de Cervantes y que ha aparecido en el sello Seix Barral, explica los pormenores de su amor: primero, contándonos de qué manera descubrió la novela en su infancia; luego, glosando los detalles que ha ido descubriendo en cada nueva visita, en épocas y países distintos; al fin, explorando la influencia que la obra cervantina ejerció sobre escritores de todo tipo (Faulkner, Mann, Twain, Joyce). En ese juego polifónico, Antonio Muñoz Molina nos conduce por un camino que ocupa 444 páginas, lleno de brillantez y de magia, en el que descubrimos con fascinación que, a pesar de que hayamos leído la obra de Cervantes, la mirada afiladísima del ubetense nos invita a descubrir multitud de detalles que se nos escaparon y que, mirados con sus pupilas, nos revelan importantes detalles estilísticos. Aportaré un único ejemplo, que se encuentra en la página 187: “En las más de mil páginas de Don Quijote siempre es verano y llueve una sola vez”. Yo, que he leído dos veces la obra (y creo que no de forma desatenta), jamás había reparado en esos detalles.

En la brillantez estilística de Muñoz Molina, en su fascinante poder de seducción y en el embobamiento que su lectura me depara no será preciso que me detenga, porque son sabidos. A ningún escritor, vivo o muerto, admiro más que a él.

viernes, 27 de junio de 2025

Las hojas verdes


 

Entro en Las hojas verdes, de Juan Ramón Jiménez, una obra que está fechada en 1909 y que nos invita a olvidarnos del mundo real para caminar por un espacio de jardines, ríos de cristal, lunas resplandecientes y amores anhelados. Aconsejo vivamente que el libro se lea despacio y en voz alta: yo lo he hecho así y juzgo que se impregna uno mejor de las sonoridades juanrramonianas. Es un volumen muy breve, donde llaman la atención los encabalgamientos léxicos que el autor asperja por la obra, los cuales imprimen a los poemas una saltarina musicalidad (“Luna blanca, pon / le el rosal abierto / de tu compasión!”). Unida a esa condición juguetona se encuentra también la zigzagueante polimetría que el poeta de Moguer maneja, para imprimir a sus versos un ritmo marcadísimo.

En sus páginas nos explica que se encuentra solo, sin un amor que enjoye su vida (véase, por ejemplo, el poema VI, titulado “Pastoral romántica”), pero que sigue buscando a esa persona especial, única, que “me ayude a subir la colina”. Apenas le faltaban cuatro años para conocer a la persona que mejor lo entendió y lo acompañó, Zenobia Camprubí. Y nos sorprende también (es otro de los grandes hallazgos del volumen) con formulaciones sencillísimas para problemas hondos (“Qué pondrá fin a esta melancolía / de un día y otro día y otro día?”).

Un libro delicado, de transición, que se lee todavía con placer.

jueves, 26 de junio de 2025

Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya

 


Resulta imposible escribir sobre uno mismo sin escribir sobre los demás, porque incluso las personas más alejadas del trato con sus semejantes son seres poliédricos, que tienen amigos y enemigos, admiradores y detractores, paisaje humano a su alrededor. Y también resulta imposible escribir sobre uno mismo sin dibujar el alrededor, lo que Ortega y Gasset llama las circunstancias: la política, las costumbres, la sociedad. Ni somos burbujas ni vivimos en el éter. El periodista Patricio Peñalver (Espinardo, 1953), testigo y protagonista de tantos acontecimientos, publica ahora su libro Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya, que incide en esas ideas y que nos muestra el retrato personal y social de quien ha conocido la segunda mitad del siglo XX entre libros, películas, cervezas, luchas sindicales, canciones y viajes. Y la obra se lee, como no podía ser menos, con enorme agrado.

En primer lugar, porque descubrimos bastantes caras del poliedro Patricio que no conocíamos (esa plétora de trabajos juveniles, que lo llevaron a vivir experiencias como pintor, en una fábrica de hilaturas, elaborando ejes para motos, reparando ballestas de camiones, siendo dependiente en unos grandes almacenes, operario en la industria conservera del tomate, vendedor del Círculo de Lectores, falso electricista en las obras de construcción de El Corte Inglés, temporero en la vendimia francesa, empleado en la fábrica de cerveza Estrella de Levante, en una fábrica de globos… y les aseguro que la nómina no termina ahí). En segundo lugar, porque nos va indicando las rutas culturales que fueron horadando su alma: la música, la pintura, el cante de las minas o la literatura (donde los nombres de Miguel Hernández, García Lorca, Peter Handke o Julio Cortázar adquieren una dimensión especialmente significativa).

Pero también porque Patricio nos va dejando en los ojos sus amores, sus viajes por Europa, su afición a escribir en servilletas de los bares, los guateques a los que asistió, las películas que fueron llegando hasta sus retinas en cines de verano o pantallas de ordenadores, su servicio militar en Lorca, sus publicaciones en la prensa o los amigos con quienes va coincidiendo en cafeterías o presentaciones de libros: Diego Sánchez Aguilar, Manuel Moyano, Pedro García Montalvo, Eloy Sánchez Rosillo, Soren Peñalver…

El resultado es una vida que, tras palpitar bajo el sol, palpita ahora en forma de tinta; y, aunque a veces tienda a ser observada con cierta melancolía derrotada (“Siempre había gritado ¡Yo soy Espartaco! y por supuesto siempre había perdido”, p.145), se convierte en un texto luminoso y revelador, al que conviene acercarse.

martes, 24 de junio de 2025

Dos tardes con Franz Kafka


 

“Yo no soy un lector de Franz Kafka, yo soy su enamorado”. Es la primera frase de este libro. Es la frase con la que, también, se abre el texto de contraportada. Eso significa muchas cosas, pero sobre todo una: que no estamos a punto de leer una obra de ensayo, ni una reflexión intelectual, sino una declaración de amor. Parece una bobada y desde luego no lo es, porque establece las normas esenciales del volumen: que no es discutible, que no es razonable. Si un amigo te habla con éxtasis de su amada no cabe señalarle después, ni siquiera con una sonrisa, que sus labios son inferiores a los de Angelina Jolie, que su pecho desmerece frente al de Mónica Bellucci o que sus ojos no admiten comparación con los de Elisabeth Taylor. Sus palabras de enamorado invalidan cualquier discrepancia y suspenden toda tu capacidad crítica. Lo tomas o lo dejas. Fin del asunto.

Manuel Vilas nos propone una confesión idéntica, que se vertebra sobre su amor hiperbólico por el checo Franz Kafka, al que define como “dueño de la literatura universal”, como “singularidad cósmica”, como “droga”, como creador de la única obra literaria que no sufre la oxidación del tiempo y, por supuesto, como el mejor escritor de la historia. Se permite además ciertas miradas condescendientes hacia quienes no compartan su éxtasis (“A mí me deprimen los lectores de Kafka que solo han leído La metamorfosis”) e incluso formula algunas profecías no menos arrebatadas (“La universalidad de Kafka solo acaba de comenzar. Tiene cien años. Será una universalidad más poderosa que la de Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Flaubert o Tolstói”).

No hay que irritarse con estas aseveraciones, derivadas (insisto) del amor. Vilas es muy dueño de esmaltarlas en un libro y, limándoles algunos excesos, tampoco habría demasiados problemas para admitirlas como verdades, porque somos ciertamente muchos quienes hemos leído al atribulado escritor checo con fervor y sentimos “el consuelo de que Franz Kafka estuvo aquí, en la vida, y escribió”. Comparto también con Manuel Vilas la simpatía que experimenta por Max Brod, y coincido en las dimensiones de la gratitud que todos los kafkianos deberíamos tributarle (“Sin él, todos esos expertos no tendrían nada de qué ocuparse, estarían en el paro […]. Los lectores de Kafka somos todos descendientes de Max Brod. Descendientes de una fe, de una perseverancia, de una fuerte convulsión personal, de una admiración que va más allá de la admiración”).

Libro visceral, luminoso, dionisíaco y fértil, donde se nos ofrecen reflexiones de gran calado (“El mundo ofrece anestesia. Hay muchas: el sexo y el amor, por ejemplo. El alcohol. La familia. El café. El deporte. La vida es ir probando la anestesia que más te convenga. Franz Kafka encontró una que le aliviaba: escribir”) y donde, sobre todo, titila una continua invitación para que volvamos a las páginas del checo y busquemos en ellas otro ángulo, otro pliegue, que no advertimos en las lecturas anteriores. Hagámoslo.

lunes, 23 de junio de 2025

Cantos de sirena

 


Todos los relatos que conforman el volumen Cantos de sirena, de Faustino Lara Ibáñez, de quien ya reseñé en 2019 su libro Especies en extinción, ganador del premio Manuel Llano (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/08/especies-en-extincion.html), han recibido reconocimientos en certámenes de cuento de toda España. Ese detalle, que no resulta desde luego menor, nos indica claramente que la prosa del autor es tan eficaz como exitosa. Y, en efecto, las trece narraciones que integran el tomo van consiguiendo que, de forma firme, nos encandilemos con el estilo del toledano.

El sugerente abanico de temas y emociones que se nos sirve en estas páginas es enorme: la extraña obsesión de un hombre por las sirenas, en cuya existencia cree de manera firme, tras escuchar las historias del viejo François; las tensiones que se viven en el hogar de una pareja que se encuentra en crisis y que tienen una hija de tres años, convencida de estar acompañada por un amigo invisible; el afán de una mujer de cuarenta años por conseguir quedarse embarazada, pese a las reticencias (y aun la oposición) de su marido; el inquietante juego de indios y vaqueros que debe protagonizar un hombre, para purgar un viejo pecado de su niñez; la mujer maltratada que descubre en una novela de Stephen King el mecanismo de venganza que la liberará de su pesadilla; el pintor que encuentra el amor de la forma más insospechada… Podría seguir y seguir, pero me estaría limitando a darles un telegrama de cada relato, y mi objetivo desde luego es otro: que ustedes se sientan impulsados a buscar el tomo y leérselos.

Se lo plantearé entonces de otra forma: acudan al libro, ábranlo por el cuento “Respirar amor, aunque duela” y recorran sus hojas en silencio, conteniendo (no es fácil) las lágrimas. Después, cuando conozcan esa conmovedora historia de esperanza y literatura (pueden creerme), no vacilarán ni un segundo: querrán leer los demás de un tirón. Háganlo y ya me contarán.

sábado, 21 de junio de 2025

Johnny Cash no es para niños

 


Lo digo mucho, pero jamás temo repetirme cuando expreso una convicción que he madurado durante años: un buen narrador es quien cuenta bien una buena historia. Los experimentos formales, las piruetas coyunturales y las zarandajas de moda pueden distraernos durante unos meses, e incluso durante años, pero terminan por sucumbir a la realidad: sobrevive lo que nos emociona. Y pocas cosas hay en literatura que emocionen tanto como una buena historia bien contada.

Ahora acabo de descubrir a otra persona que cumple el requisito básico: se llama Elena Prieto y es la autora de Johnny Cash no es para niños, una colección de siete relatos que crujen de bien hechos que están. Qué maravilla. Qué forma tan honda y tan convincente de presentarnos a protagonistas rotos, a seres heridos, a víctimas de esa hecatombe a la que llamamos la vida. Algunos llevan galletas en los bolsillos y grietas en el corazón, por culpa de las inmundicias que han tenido que soportar; otros arrastran la culpa de haber destrozado un muñeco que era más que un muñeco, porque representaba la metáfora de un alma lastimada y sola; otros han dejado que la ira los impulse a coger un cenicero de cristal y dar muerte con él a una persona que no ha sabido entender el río de hiel que los estaba ahogando; otros han abandonado su pequeño pueblo y han dirigido sus pasos hacia Madrid, cuyos colores parecían más luminosos desde lejos; otros han optado por acometer varios crímenes, para rodearse de una paz quizá ficticia, pero apaciguadora.

Todos intentan sobrevivir en medio del oleaje, porque nadie dijo que la vida fuera un camino sencillo: deberán enfrentarse a drogas, canciones tristes de Johnny Cash, entornos hostiles, mensajes lascivos, lágrimas reprimidas y toneladas de soledad, que les caen encima cuando llega la noche y cesa la mentira del sol.

Con pulso firme y con un estupendo dominio de los resortes narrativos, Elena Prieto convierte todos esos desgarros y todas esas orfandades cordiales en un magnífico territorio literario. Entren ustedes en él. Sufrirán y disfrutarán.

jueves, 19 de junio de 2025

Cada Lunes de Aguas



La paciencia, en el mundo de la literatura, constituye una virtud no siempre lo bastante aplaudida. Por regla general, la tentación de la prisa suele obnubilar a los creadores, que se dejan embaucar por los brillos de la inmediatez. En el caso de Cada Lunes de Aguas, en cuyas páginas finales se indica que estamos ante el primer libro publicado por el autor (nacido en 1973), el aplauso debe adquirir rango mayúsculo, porque Juan Montiel demuestra que la vanidad o la urgencia no han logrado distraerlo, y que se ha aplicado a la confección de un volumen sólido, reflexivo y maduro, en el que la creación de atmósferas y el primor del vocabulario se aúnan para convertir la lectura en una experiencia única.

Relatos que huelen y saben a tierra y sudor, en una línea casi rulfiana (“Ardides de Caín”); electricidades de inquietante erotismo (“Jarandina”); retratos terribles sobre un mundo donde la mujer queda rebajada a una bochornosa condición casi animal (“El costado blanco de mi amor”); amores imposibles, surgidos en una época aciaga (“Amical”); vidas que se van deslizando pendiente abajo y que nos remiten a unas Alpujarras que esconden crímenes (“Todas las tardes había fiesta”); o Nocheviejas que derivan hacia el horror, por culpa de un juego macabro (“Sintra [343]”). En todos los ámbitos (la descripción paisajística, el trazado de argumentos envolventes, la pintura psicológica, los finales mágicos), el talento de Juan Montiel despliega su musculatura.

Pocas veces el premio Ignacio Aldecoa de cuentos habrá sido concedido con tanta justicia.

miércoles, 18 de junio de 2025

La mala hija

 


Un profesor que siente algo más que cariño por una de sus alumnas; adolescentes que no pueden evitar miradas lascivas hacia el cuerpo desnudo de sus amigos, en las duchas; chicas con TEA que se refugian en un mundo de dibujos manga y hackeos informáticos; estudiantes drogadas y luego sometidas a vejaciones sexuales inmundas; zapatillas manchadas de sangre; hermanas que rivalizan y se aman/odian desde la niñez; hombres poderosos y prepotentes que ven cómo su mundo se resquebraja tras el asesinato de su hija preferida; interrogatorios tensos, que bordean el acantilado de la explosión; enigmáticos motoristas con cascos integrales negros; disputas juveniles muy subidas de tono; vídeos que se difunden de manera bochornosa y que contienen imágenes inesperadas; móviles que desaparecen oportunamente; un buen número de falsedades y obstrucciones a la justicia (“Parece que mentir es el deporte local”, p.388)… La investigación sobre el caso de Belén Villalba no va a resultar, desde luego, sencilla; y mucho menos para la capitán Alma Ortega, que vuelve desde Madrid a su Almansa natal, enviada por sus superiores de la UCO. En esa localidad la espera un mundo que quiso dejar muy lejos de su corazón: una casa familiar que le trae malos recuerdos, una agria relación con su hermana mayor Paula (que también es guardia civil, aunque con graduación de teniente) y, en general, una atmósfera de frío y cotilleo que le resulta desagradable desde el primer minuto. Y el caso que debe investigar, aparte de cenagoso, se complica con sus propios dolores personales: su pareja acaba de morir, víctima de un cáncer.

Habilidoso y firme, como un director de orquesta que manejase la batuta siempre de la forma más adecuada, Pedro Martí mantiene en pie un circo de veinte pistas, que se mezclan sin perder sus perfiles. Y créanme que la envergadura del proyecto no era precisamente pequeña: sus retratos psicológicos o sus puntos de inflexión en la trama son pura orfebrería. En este blog ya he dejado noticia de novelas suyas como Donde lloran los demonios (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/01/donde-lloran-los-demonios.html) o La pieza invisible (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/07/la-pieza-invisible.html). Pero en esta ocasión, y qué alegría me da decirlo, ha superado la brillantez ya incuestionable de esas primeras producciones, y ha logrado una novela contundente y bien desarrollada, llena de momentos inolvidables y de páginas espléndidas (incluso aquellas que, por sus revelaciones, llegan a provocar un estremecimiento, casi vómito, en la persona que está leyendo). Yo les sugeriría que se fijasen especialmente en la exploración que el autor realiza sobre la capitán Alma Ortega y que nos muestra todas las luces y todas las sombras de un personaje complejísimo, embriagador e inolvidable. Y también les sugeriría que disfruten de la técnica de cajas chinas que el autor maneja a la perfección: cuando ya crees haber resuelto el enigma, un elemento inexplicado te hace dudar y surge otro pliegue; y, desvelado este, otro; y así sucesivamente, creando una atmósfera de continuas sorpresas (y también de un asco que crece hasta la asfixia en las últimas páginas y que llega a su clímax en la 612). No hay tregua hasta el final.

Dice la RAE que “impetrador” es quien solicita algo con encarecimiento y ahínco. Bien, pues yo, aprovechando que “impetrador” es un anagrama de “Pedro Martí”, les solicito con encarecimiento y ahínco que se dejen llevar por la propuesta de esta obra y se den un paseo largo y profundo por la Almansa más novelesca: van a pasar unos días muy entretenidos. Palabra.

lunes, 16 de junio de 2025

María Cayuela

 


Estamos habituados (por los libros de historia, sobre todo) a los heroísmos conocidos, resplandecientes y hasta estruendosos, pero qué poco se nos habla de los heroísmos pequeños, de los heroísmos que realizan personas diminutas, a quienes el tiempo deja en sus márgenes y sepulta con el polvo del anonimato. Menos mal que están ahí el cine, las canciones y la literatura, para ayudarnos a subsanar esa injusticia. El último ejemplo lo acabo de descubrir en el monólogo dramático María Cayuela, obra de Rosa Campos publicada por el sello Almadenes.

En ella descubrimos a la anciana protagonista, que ha encontrado en la joven Rocío un oído atento sobre el que depositar los pormenores de su vida, llena de sinsabores y amarguras, aunque también de enterezas y determinación. Nacida “cuando se estaba cerrando un siglo y llamando a la puerta el nuevo”, en el seno de una familia “de agricultores medieros de tierras de secano, tierras cagitaneras, de buena molla, que se regaban solo con la lluvia y hacían crecer la sementera con gracia”, María se acostumbró desde niña a la dureza de las faenas agrícolas (no había segador que la aventajara durante el trabajo). Más adelante, casada con Francisco y pronto viuda (tras la guerra civil, un encarcelamiento inicuo erosionó la salud de su esposo y lo condujo a la tumba), se vio forzada a un luto exigido por el entorno social, acre e inflexible (“¡Ah, las mujeres, cuánta tradición sin fuste cargada a nuestras espaldas!”). Y, cuando el amor volvió a visitarla en la persona de Antonio (“Estaba descubriendo que podía seguir amando a Francisco desde el recuerdo, desde el ayer, y a Antonio desde el ahora”), las insidias malbarataron la relación.

Ahora, en el delta de la senectud, la vigorosa anciana charla con la adolescente Rocío para compartir sus vivencias, para enseñarle la dureza y también la luz que presentan los caminos de la vida, “porque pertenecemos a esa clase de gente que queremos mantener la lámpara encendida para no dejar de descubrir que tanto la pasión como la templanza nos pertenecen, que estamos habitadas por la energía que nos hace poderosas”.

Una pieza breve, densa, vitalista y de hondo calado humano, que nos invita a conocer el temple íntimo de muchas mujeres que, contra viento y marea, alzaron su mirada y pidieron voz. Búsquenla.

sábado, 14 de junio de 2025

U.N.I.

 


Gracias a libros como Yo, robot, a películas como Terminator o Descifrando Enigma y, sobre todo, a la aceleración geométrica que está protagonizando la tecnología en los últimos años, el tema de la inteligencia artificial se ha convertido en ingrediente ineludible en nuestras vidas. El proceso, que para Alan Turing o Isaac Asimov pertenecía al ámbito del futuro, ya se ha instalado en el presente, y nos lanza una pregunta que, lejos de todo oropel retórico y de toda condición jocosa, adquiere unos tintes removedores: ¿puede una IA estar viva? ¿Puede experimentar emociones como la amistad, el miedo o el desamparo? ¿Puede plantearse dilemas éticos?

Antonio Garber nos invita a reflexionar sobre estos asuntos en su reciente novela U.N.I.. En ella encontramos a Daniel Pérez, un estudiante de 17 años que alterna los estudios en el instituto con un trabajo como repartidor de comida a domicilio ("Yo, un robot de carne a las órdenes de un algoritmo millonario", p.21) y que, en sus horas libres, se refugia dentro de su ordenador, en el juego Radical Shockers, donde suele coincidir con otra jugadora que responde al nombre de Uni. El aburrimiento, la falta de horizontes, la pertenencia a una familia que vive anclada ante el televisor y la distancia que su antigua amiga Elena lleva marcando con él desde hace años constituyen los elementos más destacados de su día a día. Pero, de pronto, una circunstancia inquietante dará un vuelco a la grisura de su vivir: tras sospechar que Uni no es una persona, sino una IA, Daniel comprobará que alguien empieza a controlar todos sus movimientos, a acosarlo, a perseguirlo. Llega a sentir el miedo. Y, desde luego, sus temores no son infundados, porque una corporación casi omnipotente lo ha convertido en centro de sus sospechas.

Nace así una acción trepidante, cuyos pormenores descubrirá la persona que abra sus páginas y que la conducirán por un laberinto de intereses económicos, control social y manipulaciones psicológicas, que pondrá la vida de Daniel (y, de rebote, la de su amiga Elena) al borde del abismo.

Eso sí (todo hay que decirlo, porque los lectores se lo merecen): si te resultan más bien ininteligibles palabras como exploit, Rubber Ducky, mods, meatspace, estática parasitaria, FPS o NPC, sería conveniente leer este libro junto a un ordenador, para consultar la terminología y no perderte. Es el único problema que le encuentro a una novela bien armada y de desarrollo convincente, que obtuvo el XVII premio Tristana y que ahora está disponible en las librerías gracias al sello palentino Menoscuarto.

jueves, 12 de junio de 2025

La flecha invertida

 


John Rambo se ha ocultado en una vieja mina abandonada, intentando que lo dejen en paz; pero los lugareños, que han acudido hasta el monte con armas de todo tipo, han logrado acorralarlo. Su respiración es afanosa, y mucho más lo será cuando uno de esos imbéciles provoque el derrumbamiento de la mina. A Rambo no le queda más solución que adentrarse en la oscuridad, descender por galerías tenebrosas, fabricarse una antorcha rudimentaria, avanzar con agua hasta las rodillas, sentir el ataque de las ratas y soportar con entereza la sofocación de la claustrofobia. Después de mucho tiempo, cuando la esperanza se está diluyendo en su corazón, vislumbra una luz y sabe que podrá salir de nuevo al aire libre.

No estoy contando todo esto porque me haya vuelto loco, sino porque acabo de terminar la novela La flecha invertida, de Castro Lago, y las imágenes de esa película de Ted Kotcheff me venían constantemente a la memoria mientras iba avanzando por sus páginas. En ellas, la atribulada Johanne, una mujer que ronda el medio siglo, que sufrió un terrible episodio de abuso sexual en su familia (a su padre lo llama desde entonces El Lobo) y que después vivió una experiencia de pareja realmente desastrosa (“Había huido de un agresor para marcharme con un maltratador”, p.32), ha decidido avanzar por las tinieblas de su mina interior y vaciarse contando su atroz experiencia; y para ello recurre al más íntimo de los desahogos: las cartas. Así, se dirige por escrito a su primer gran amigo, Alain; a su hermano Didier, que la acogió cuando ella necesitó su apoyo; a sus hermanas Claudine y Sophie, a las cuales necesita sentir cerca en estos instantes de confesión y catarsis (“Me parece tan injusto hablarlo con una psicóloga y no ser capaz de hablarlo con mis hermanas”, p.47); a su sobrino Louis (que se suicidó a los veintisiete años y por quien sintió un amor casi maternal); a su madre, a quien señala como cómplice silenciosa del marido, en aquellos años tristísimos; a sus padres (al Lobo y al que luego descubrió que era su auténtico progenitor); y, finalmente, al autor de estas páginas, a quien le encomienda la misión de convertir su angustia, su zozobra, su desgarro, en un libro.

El resultado es un documento espléndido y sobrecogedor sobre el alma, un devastador análisis de las miserias y de las grandezas del ser humano, que se lee con el estómago encogido y con los ojos húmedos.

Otro gran acierto editorial del sello Talentura, que les recomiendo de corazón.

miércoles, 11 de junio de 2025

Don Juan Tenorio



Sí, he vuelto a releer el drama romántico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Y lo he hecho porque, revisando libros que, siendo de mi padre, ahora están en mis estanterías, he recordado lo mucho que le agradaba la sonoridad de estos versos. Y con toda la razón. Ese monólogo del protagonista, en la hostería del Laurel, pavoneándose ante sus oyentes de sus proezas amatorias; ese don Luis Mejía, replicando con no menor jactancia; esas ostentaciones de “honor” y espadas nerviosas; esa doña Inés, que se quiebra de puro lilial; esos don Gonzalo y don Diego, tan calderonianos; esa escena en el cementerio… Sí, la música de Zorrilla es incuestionable, y quizá por eso mismo he leído la obra en voz alta (por si mi padre me estaba escuchando desde Allá): gana mucho.

Obviamente, hay que leerla mientras se dejan de lado todas nuestras ideas sobre comportamientos machistas o clasistas, porque de lo contrario nos pasaremos el tiempo enarcando las cejas de disgusto: no en vano hablamos de un tipo que actúa como un insensible coleccionista de trofeos amorosos, y resulta deleznable el modo en que afronta su relación con las mujeres. Sirva como ejemplo ese instante en que don Luis, mirando la asombrosa lista de mujeres que Tenorio asegura haber enamorado, le pregunta cuántas jornadas emplea en cada conquista y don Juan, fatuo, responde con presteza: “Partid los días del año / entre las que ahí encontráis. / Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas, / otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas”. Imposible no sonreír ante la hipérbole. E imposible aceptar su actitud, en nuestros tiempos.

También hay que mostrarse flexibles ante la rapidísima evolución de don Juan en lo referente a sus creencias religiosas. Durante todo el drama se ha pronunciado de forma irreverente, afirmando que no cree en nada más allá de la vida, pero la convención dramática nos obligará a aceptar su rapidísima conversión. En el verso 3221 aún dice que “jamás” ha creído en esa vida ultraterrena; en el 3619 ya asegura que “vacila”; y en el 3766, genuflexo, le dice a Dios: “Creo en Ti”. En las cercanías del abismo, conviene abdicar de las rebeldías y de las convicciones. Por si acaso.

Pero lo importante es sin duda otra cosa: el vuelo airoso del drama, su seductor aparato verbal, su avance aguerrido, que no pierden brillantez, aunque hayan pasado tantos años (181) desde su estreno. ¿De cuántas obras teatrales se puede decir lo mismo? Ha ido por ti, papá.

lunes, 9 de junio de 2025

El hombre gris

 


Si les digo que El hombre gris es una novela que tiene 345 páginas y, justo después, aseguro que es corta, ustedes pensarán que mis nociones sobre el mundo de la literatura son algo precarias o que, directamente, les tomo el pelo. Pero les puedo asegurar que las dos afirmaciones son compatibles, porque lo que un texto literario “es” proviene en realidad de la forma en que incide sobre el ánimo de quienes leen la obra. Y, en ese sentido, las 345 páginas de este volumen se hacen cortas: tanta es la fascinación, la seducción, el gancho que despliegan sobre los ojos de quien se acerca y abre el tomo. En realidad (y lo saben quienes tienen la amabilidad de leer mis reseñas), esto no constituye una sorpresa de ningún tipo: pertenezco al grupo de lectores que considera a José Antonio Jiménez-Barbero un narrador de primer orden, un narrador excepcional. De lo mejor. Tiene el don de construir ficciones y de contarlas magistralmente. Un fuera de serie.

Esta vez, nos llevará hasta el mundo de Galicia, donde un juez que se encuentra al borde de la muerte por un cáncer pulmonar (Samuel Ermida) recibe paquetes que contienen dedos amputados a niñas cuyos cadáveres aparecen poco después. En la investigación de tan macabro caso conoceremos a la capitana Teresa Rull (una mujer de gran envergadura física y de férreo carácter), al teniente Orestes Padilla (cuya homosexualidad es mal vista en ciertos sectores de la guardia civil, donde sirve), al capitán Goyo Fábregas (que mantiene una actitud hostil hacia Teresa Rull por sucesos del pasado), al profesor Gualberto Casal (que ayuda a la policía en la resolución de casos complejos), a un periodista llamado Roque (al que le aguarda un destino terrible) e incluso a un perro, al que Samuel Ermida bautiza como Ulises, pese a que su nombre original es otro. Todos ellos (y algunos protagonistas más) irán enredándose en una malla diabólica, con personalidades nauseabundas escondidas, asesinatos inmisericordes, incendios sospechosos, disparos a quemarropa, secuestros, asaltos bajo la lluvia y venganzas dilatadas durante décadas.

¿Y cómo se sostiene una trama tan enrevesada? Pues gracias a la pluma del autor, tan dotada para la acción como para la introspección, tan convincente en los momentos truculentos como en las escenas amorosas. El nombre de José Antonio Jiménez-Barbero tiene que ser apuntado y subrayado en la agenda lectora de cualquiera que quiera conocer lo mejor que se está haciendo en la literatura actual. En mi blog, ya lo saben, figura en primerísimo plano.

domingo, 8 de junio de 2025

A la orilla del río de los sucesos

 


He leído varias veces (pero nunca he podido localizar tales palabras en ninguno de sus libros) que José Ortega y Gasset consideraba a Salvador de Madariaga un “tonto en cinco idiomas”. Si la cita es auténtica, me permitiré la cortesía de no opinar sobre ella. Pero sí que comentaré la buenísima impresión que me ha dejado la lectura del volumen A la orilla del río de los sucesos, donde se reúnen artículos periodísticos y ensayos del diplomático y escritor coruñés. Siguiendo un método que, paradójicamente, se acerca al sugerido en El espectador, Madariaga se aproxima a los hechos que fueron acaeciendo en el mundo y nos traslada sus reflexiones sobre ellos.  “¿Yo? Aquí, en la orilla. ¿Los sucesos? En su cauce. ¿El tiempo? Corriendo, sin exagerar. Todo en regla. A escribir…”, nos dice en la página 7 del tomo. Y ciertamente que lo hace con sensatez y buen juicio, hasta conformar un libro inteligente, sosegado, respetuoso y de gran valor, que nos invita a reflexionar sobre algunas cuestiones cruciales, como el colonialismo, que mantiene todavía demasiados tentáculos sobre África; sobre el racismo, auténtica lacra que le horroriza; sobre el necesario diálogo entre los pueblos; sobre el respeto a todas las lenguas del país (insiste en que se fomente el estudio y manejo de catalán, gallego y vasco en todas las universidades de España); sobre la pugna terrible entre fascismo y comunismo (en medio de la cual “el hombre que piensa por cuenta propia es el enemigo de ambos”, como anota en la página 127); sobre la ceguera que supone seguir idolatrando a la Unión Soviética, una vez conocidos sus atroces, continuos e impunes crímenes, no comparables a los de ningún otro país (“Una cosa es el mal que se comete por infracción del sistema y otra el mal que se comete por aplicación del sistema”); sobre la medicina de su tiempo (sin eludir su opinión sobre la homeopatía); y sobre varios temas igualmente curiosos e interesantes, como los premios Nobel o los ordenadores (en los que advierte, de forma temprana, su condición de elementos revolucionarios).

¿Tonto en cinco idiomas? No me lo ha parecido, en verdad. Antes bien, creo que se trata de una mente lúcida, cuyas ideas he seguido con interés.

viernes, 6 de junio de 2025

Mis páginas mejores

 


Hay que tener cuidado (mucho cuidado, en realidad) con la forma en que leemos a Julio Camba porque, si nos dejamos guiar por el sentido literal de sus palabras, concluiremos que se trataba de una persona sexista, racista, clasista y desdeñosa, a la que todo desagrada y en la que todo sirve como motivo de burla. Obviamente, se trata de una impresión equivocada, porque el humor irónico del gallego (o, si lo prefieren, el humor gallego del irónico) hay que entenderlo desde el principio. Así que (prepárense) piensa que las inglesas feas son “malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino” (p.97); que los ingleses, tan tiesos, tan formales, tan cumplidores, funcionarían muy bien como postes telegráficos (p.108); que los usos culinarios europeos están muy bien definidos (“Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita; Francia es un pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que necesita. Inglaterra está ágil. Francia está gorda. España está en los huesos”, p.126); que Alemania “es como si la hubieran amasado con levadura de cerveza. El cielo, las nubes parecen vapores de cerveza. Yo creo que la cerveza regula en Múnich la temperatura, así como en otros lados la regula el mar” (p.150); que, dada la obsesión de los yanquis por estar siempre mascando chicle, habría que conocerlos como los Estados Engomados (p.190); que el sistema político republicano falla en su base (“La República tiene mala suerte. La mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones”, p.366); o que resulta muy curioso observar las barbas que hay en la judería de Nueva York (“Barbas vegetales de esparto, de rafia, de cáñamo, de maíz, de algodón en rama, y barbas animales de cabrón, de búho, de puerco espín. Barbas en forma de escoba y barbas en forma de zorros”, p.215).

Pero, insisto, seamos flexibles. No nos enfademos ni le adhiramos etiquetas demasiado agresivas. Camba es así. Hay que aceptar la condición alígera, liviana, casi frívola de muchos de los textos (sin que esto suponga menoscabo de su calidad narrativa). Hay que aceptar que él juguetea, ironiza, centra su mirada en fruslerías paradójicas o en flancos útiles para desplegar su ingenio. Y, entonces, aceptadas las reglas del juego, nos dejará en los ojos su cargamento de reflexiones sobre el colegio (“De la escuela se sale con un odio terrible al estudio”, p. 85), sobre el futuro (“El día en que la minoría quiera, la mayoría desaparecerá. Entonces se verá clara la bárbara monstruosidad de las grandes ciudades, y la humanidad volverá a congregarse en pequeños núcleos bajo climas benignos”, p.258), sobre la abulia (“Si yo tengo una verdadera afición en el mundo es la afición a la pereza. La pereza constituye mi vicio central, mi pasión única”, p.388) o sobre la bohemia (“No hay en el mundo mentalidad más rutinaria que la mentalidad bohemia. Una cosa es no tener convencionalismos y otra tener el convencionalismo de no tenerlos. Una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no debe quebrantarse nunca”, p.405).

Magnífica edición del profesor Francisco Fuster y, desde luego, magnífica idea la de Cátedra de recuperar estos textos del emblemático periodista. Memorable.

jueves, 5 de junio de 2025

El sendero

 


Me atrapa la novela El sendero, de Naguib Mahfuz, que leo en la traducción de María Luisa Prieto. Y cuando utilizo el verbo “atrapar” me refiero a que el autor, perversamente, nos coloca a los lectores en una posición de incómodo privilegio: la de “comprender” lo que el protagonista se niega a advertir, en una ceguera que lo lleva a la perdición. Resumamos un poco los hechos narrados, para que pueda comprenderse.

Sabir es un joven que, tras morir su madre (antigua reina de la prostitución en Alejandría, que ha pasado sus últimos tiempos en la cárcel), descubre que su padre no está en realidad muerto, sino que vive. Se llama Sayid Sayid Al Rahimi y es un hombre poderoso y adinerado, al cual Sabir tiene que localizar. Huérfano sin recursos, la protección de ese hombre garantizará su porvenir. Pero como la búsqueda en Alejandría no surte efecto, Sabir se desplaza a El Cairo. Y justo en esa ciudad conocerá a las dos mujeres que escindirán su corazón: de un lado está Ilham, que trabaja en un periódico; del otro, Karima, esposa del dueño del hotel donde se ha instalado Sabir. La primera es dulce, cariñosa, envolvente, abnegada; la segunda, sensual, maquiavélica y manipuladora. Para perfeccionar el drama, el corazón de Sabir se inclina por Ilham, pero el resto de su cuerpo, encendido de pasión erótica, se abandona en las manos de Karima. O, dicho con las palabras exactas del premio Nobel egipcio, “Ilham era un cielo puro sobre una tierra de serenidad y Karima un cielo cargado de nubes amenazadoras de truenos, relámpagos y lluvia” (p.115). Cuando la segunda le plantee matar al marido para quedarse con el hotel y comenzar una vida juntos, Sabir asentirá.

Astuto hasta la perversidad, Naguib Mahfuz nos convertirá en espectadores de una deriva que no seremos capaces de detener, y eso acelerará nuestro pulso: nos decepcionará el modo en que Sabir se mantiene impermeable ante la ternura liberadora de Ilham; nos enojará la manera en que el protagonista deja que sus genitales piensen por él, llevándolo por el sendero del crimen. Y, sobre todo, nos asombrará la manera laxa en que abandona todas las soluciones de su futuro en manos de su hipotético padre, como si él no tuviera que hacer nada por sí mismo, ni siquiera trabajar. El resultado es una novela irritante y de difícil olvido, en cuyas últimas páginas descubriremos si el protagonista ha aprendido algo (o no) durante su experiencia cairota.

martes, 3 de junio de 2025

Cuando era feliz e indocumentado

 


Gabriel García Márquez nos resume, con gracejo y amenidad (la mezcla de sucesos memorables y bagatelas irónicas es altamente divertida), el año 1957:  nos ofrece una crónica sobre la fuga carcelaria de Patricio Kelly, líder de la Alianza Revolucionaria Argentina; nos realiza un resumen de las intervenciones que los religiosos llevaron a cabo para contribuir al derrocamiento del dictador Pérez Jiménez; nos suministra un buen número de datos sociológicos, económicos, migratorios y políticos sobre la Venezuela de finales de los años 50; nos relata la angustiosa situación que tuvo que vivir Carmelo Martín Reverón cuando su hijo de 18 meses fue mordido por un perro rabioso y debió emprender una carrera contrarreloj en busca de un medicamento que lo librase de la muerte; nos reseca el gaznate cuando nos recuerda la feroz sequía que asoló Caracas y que puso a su población al borde de la muerte por deshidratación; nos ofrece un retrato del juvenil e impetuoso revolucionario Fidel Castro, justo en los días en que comenzó su lucha en la Sierra Maestra; nos habla del célebre caballo de carreras Senegal; y, en fin, dice en voz alta que sus ojos horrorizados vieron en cierta ocasión siete sicilianos muertos.

Son historias periodísticas que nos informan de sucesos y personajes a los que el tiempo, en su mayor parte, se ha tragado y oscurecido, pero que se mantienen en pie gracias a la escritura habilidosa y convincente del narrador colombiano, que las exonera de su caducidad inevitable.

Un libro menor, pero de lectura amena.

domingo, 1 de junio de 2025

Retratos


 

Vuelvo (siempre es una delicia) hasta las páginas de Andrés Amorós, que ahora me permite leer estos Retratos (Historias verdaderas y fingidas) que le publica el sello Fórcola. Y resulta difícil, y por eso mismo estimulante, definir qué hay en el espíritu de estas viñetas. Porque “retratos”, desde luego, son: vemos el rostro, el temperamento, la peripecia de algunos personajes, que son dibujados con pinceladas breves y elegantes. Pero también son “relatos”, porque la voluntad del autor es claramente narrativa: quedan conformados como diminutos cuadros, al modo de cuentos breves, cuyo aroma cautiva. Y también son “recatos”, porque el pudor modera el exceso de revelaciones nominales y tiñe de acertijo muchas de las páginas del volumen. Creemos descubrir aquí y allá ciertas hebras, de las que tiramos para llegar hasta la revelación final, pero nunca se nos facilita esta: quizá porque el hecho estético es, como decía Borges, la inminencia de una revelación que nunca llega a producirse. “Parece que habla de o que se refiere a”. Eso es todo. El anzuelo, que no duele, pero que encandila, se clava en nuestra cabeza y nos permite el juego de aventurar.

Andrés Amorós nos dice que ha encontrado durante su vida muchas personas ante las cuales “yo miraba, escuchaba, callaba y aprendía: ese era mi papel” (p.62). Y ahora, seductor, nos ofrece estos retratos para que nosotros también miremos, escuchemos, callemos y aprendamos con las enseñanzas de don José, del “guesentido”, del psiquiatra judío, del hombre que se enamoró de la chica que salió de una tarta, del teórico sobre la forma craneal de los vascos o del consigliere. Una delicia, créanme.

viernes, 30 de mayo de 2025

El Aleph

 


Creo que es la tercera vez (quizá la cuarta) que leo El Aleph, de Jorge Luis Borges. No guardo anotación escrupulosa de la cronología de todas esas lecturas, pero sé que la primera fue durante el curso universitario 1988-89 y que la “culpa” directa hay que achacársela sin vacilación a Vicente Cervera Salinas, que entonces me explicaba Literatura Hispanoamericana y que, con un par de comentarios elogiosos y un par de citas provocó mi curiosidad por el autor argentino. Ahora, mucho tiempo después, vuelvo a fondear con idéntico placer y con idéntico fervor en la playa de antaño.

Me sabía de memoria (o casi) los “argumentos” de estas historias, pero en Borges ese detalle es ocioso, porque lo deslumbrante, lo que no se oxida ni erosiona, es su forma de contar, el léxico inaudito, el vuelo de la frase. Acompañas a Marco Flaminio Rufo en su viaje para descubrir el río cuyas aguas otorgan la rareza de la inmortalidad; recuerdas cómo muere Benjamín Otálora (“un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje”); te deslumbra la feroz polémica que se establece durante años entre Aureliano y Juan de Panonia; admiras el arrojo visionario de Tadeo Isidoro Cruz, que en los minutos finales de su vida descubre el esplendor noble de la traición; comprendes la laboriosa maquinación de Emma Zunz para ultimar su venganza; consultas el bol de monedas que tienes encima de la mesa del despacho, por si alguna de ellas recordara los perfiles del Zahir; te comienzas a fijar en la piel de todos los animales, como hizo el sacerdote Tzinacán dentro de su sofocante celda; te dejas seducir por la luminosa posibilidad de que otro Carlos Argentino Daneri te revele la ubicación exacta de un aleph; o pestañeas incrédulo ante el crimen de los Nielsen, que aúna barbarie y fraternidad.

Pero, como indiqué al principio, lo más asombroso, lo que embriaga y siempre encandila, es el decir borgiano, que nos transmite verdades quizá impensadas (“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”); que nos ilumina sobre ciertas paradojas sentimentales (“Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella”) o sobre el sentido de nuestra existencia (“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”); que define a filósofos como Aristóteles de la manera más increíble y reverencial (“Había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber”); o que nos retrata a una bella dama de forma inmejorable (“Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis”).

Les traslado una última sugerencia: fíjense siempre en los adjetivos y en los verbos que Borges elige para construir sus frases. Raro serán que los descubran mejores (o más singulares, o más inesperados) en ningún otro autor.

Fue un maestro. Es un maestro. Sus libros quedarán.

miércoles, 28 de mayo de 2025

El caso Saint-Fiacre

 


Maigret, que tiene al comenzar la novela cuarenta y dos años y que reconoce estar algo pasado de peso, vuelve a su localidad natal de Saint-Fiacre, porque la policía ha recibido una inquietante nota donde se indica que va a cometerse un crimen en la primera misa del Día de Difuntos. Tal afirmación provoca en el comisario un evidente interés profesional, que se troca en pasmo cuando, sin que nadie parezca intervenir, la vieja condesa caiga muerta después de haber tomado la comunión. A partir de ese instante, como resulta fácil comprender, Maigret abre los ojos y comienza su investigación. ¿Quién puede haber cometido ese crimen invisible?

Todos los actores del drama comienzan a tomar cuerpo ante el investigador: el joven Jean Métayer, quien oficialmente era el secretario de la condesa… y de forma oficiosa es su amante; el irresponsable Maurice, que lleva un buen número de años esquilmando las finanzas de su difunta madre, pidiéndole dinero para cubrir sus estropicios (borracheras, viajes, cheques sin fondos); el administrador Gautier, que se ocupa de ir salvando la situación económica de la condesa como puede; el médico Bouchardon, que se encarga de los detalles forenses (aunque no era el galeno habitual de la condesa); el cura de la localidad, que asegura saber algo, que no puede revelar por haberlo escuchado durante una confesión… Todos ellos tienen motivos para ser considerados culpables, pero no resulta posible determinar la culpabilidad de ninguno. Porque, entre otras cosas, ¿cómo culpar de un crimen donde nadie ha rozado siquiera a la víctima?

Con una solución final a la vieja usanza (todos son convocados para una cena, en la que se analizarán los detalles y se dilucidará la identidad del asesino), El caso Saint-Fiacre, que leo en la traducción de Lluís Maria Todó, regala un par de tardes de entretenimiento policial, que siempre es bienvenido.

martes, 27 de mayo de 2025

Canción de cuna

 


Decido añadir otro nombre de mujer en mi blog y me adentro por las páginas de la obra dramática Canción de cuna, de Gregorio Martínez Sierra. Quienes ahora, tras releer mi primera frase y fruncir el ceño, tecleen el nombre en un buscador de internet y echen un vistazo al alopécico y bigotudo escritor madrileño sin duda pensarán que me estoy burlando. Pero bastará que lean su biografía para descubrir que, tras una gran parte de su obra, se escondía la mano creativa de su esposa, María de la O Lejárraga.

Nos encontramos aquí en un convento de religiosas, en el que la Vicaria, bastante estricta, se muestra indignada con el comportamiento relajado de sus jóvenes pupilas, las cuales, pese a su fe, actúan con la ligereza esperable de la juventud: ríen, bromean, se sacan la lengua, recuerdan la vida hogareña que dejaron atrás... e incluso sueñan con tener alas y volar, como si fueran pájaros. El médico que las visita periódicamente (don José) es un hombre de 60 años que despliega en todo momento un humor irónico, en apariencia descreído, pero bonachón. Al iniciarse la obra se está celebrando el santo de la madre superiora y, cuando una mano sin identificar deja una cesta en el torno, las encargadas de vigilarlo piensan que se trata de un regalo con motivo de esa onomástica. No obstante, las paraliza la sorpresa cuando, al destapar el paño que lo cubre, advierten que “el regalo” es, en realidad, una niña recién nacida, acompañada de una nota donde se ruega que no abandonen a la criatura en la inclusa, y que la críen con cariño, para que pueda disfrutar de un futuro más halagüeño. Tras vacilaciones de todo tipo, don José se presta a adoptar legalmente a la niña, dejándola en las manos de las religiosas para que se ocupen de su crianza. Teresa, humilde, agradecida y modosa, se convertirá un tiempo después en una bella muchacha a la que sus protectoras tendrán que entregar en matrimonio al no menos humilde, atractivo y religioso Antonio, quien se la llevará hasta América para emprender allí una nueva vida.

Resulta innegable que Canción de cuna, argumentalmente, se anticipa cuarenta y cuatro años al drama cinematográfico de Marcelino, pan y vino (1955) y que se vertebra sobre la premisa algo ternurista de que toda mujer "dentro del corazón lleva a un hijo dormido".

Un drama agradable, pero que quizá se excede en la dosis de azúcar religioso y en la santidad ñoña de todos sus protagonistas, tanto masculinos como femeninos.

lunes, 26 de mayo de 2025

La destrucción de Kreshev


 

Kreshev es una diminuta aldea judía donde nada altera la paz cotidiana: todos sus habitantes son pobres, todos son devotos. De tal forma que “toparse allí con un auténtico pecado resulta francamente difícil” (p.11). Pero como el Diablo quiere enredar las cosas (y, además, es el narrador de esta historia), he aquí que se instala en la localidad el rico Búnim Shor, acompañado por su esposa Shifre (que no goza de demasiada salud) y por su bella hija Lise, quien no se interesa por las naderías juveniles, sino por la lectura del Talmud y otros libros de sabiduría. Las aguas de Kreshev no se alteran demasiado con esa llegada, aunque sí lo harán en el momento en que el padre decida que ha llegado el momento de elegir esposo para su hija. El afortunado es Shlóimele, que viene de muy lejos con fama de ser hombre virtuoso, culto y de estricto comportamiento religioso. Las cosas, no obstante, cambiarán cuando se celebre el matrimonio y el marido, a mitad de camino entre lo lúbrico y lo transgresor, comience a sugerirle a su esposa que lo secunde en ciertos juegos eróticos; y ella (“sabido es que mi gente tiene una elocuencia extraordinaria”, dice el Diablo en la página 79) se deje seducir por sus palabras y acceda a cumplir sus deseos.

Isaac Bashevis Singer nos presenta en La destrucción de Kreshev (que leo en la traducción efectuada por Rhoda Henelde y Jacob Abecassis para el sello Acantilado) un relato tan encantador como inquietante, donde se exploran los misterios del deseo, el poder brujo de la palabra y las hogueras de lo prohibido.

Muy recomendable.

sábado, 24 de mayo de 2025

El día del lobo

 


Copio unas palabras que aparecen en la página 125 de este estremecedor libro del andaluz Antonio Soler: “El 7 de febrero de 1937 comienza uno de los episodios más dramáticos y oscuros de la Guerra Civil. Si quienes lo padecieron fueron ochenta mil o ciento cincuenta mil personas no cambia la dimensión del suceso ni su brutalidad. Ni la acción del ejército franquista o de su Marina. Ni la responsabilidad de la aviación alemana o de la italiana”. El episodio al que se está refiriendo (y que funciona como núcleo terrible de este tomo) fue la forma inicua en que fueron masacradas, desde el mar y desde el aire, las personas que huían de Málaga por temor a la llegada de las tropas enemigas. Bombardeadas desde los buques de guerra Almirante Cervera, Baleares y Canarias, y ametralladas por los aviones de la Legión Cóndor y de la escuadrilla aportada a la causa por Mussolini, miles de personas hambrientas, asustadas, enfermas y arañadas por el frío (entre las que se encontraban mujeres, embarazadas, ancianos y niños), que conocían perfectamente las alocuciones de Queipo de Llano desde su radio sevillana (barra libre para matar y humillar a los hombres, barra libre para violar a las mujeres) trataban de llegar a Almería y ponerse a salvo. Pero ni la huida se les permitió.

En ese grupo de derrotados famélicos se encontraba la familia de Antonio Soler, quien, en los años posteriores, tras unir todos los recuerdos familiares y leer documentos sobre aquellos días (los nombres de Largo Caballero, Negrín, Azaña o Arias Navarro, alias Carnicerito de Málaga, aparecen continuamente), reconstruye los pasos que dio aquel lobo sanguinario que los acechaba. Un lobo que convirtió la persecución en una actividad meticulosa, inmisericorde, sañuda; un lobo que quería asustar, morder, desgarrar; un lobo que por fin, desde 1939 y durante varias décadas, se convirtió en el único dueño del bosque.

“Sé lo que ocurrió. Pero no sé cómo ocurrió. Y sé, eso sí, que el cómo es lo esencial en cualquier historia, en cualquier relato o suceso que se cuente”, nos dice Soler en la página 67. Eso lo impulsa a charlar con su abuela (que tiene párkinson), la cual, con la mirada perdida, le pregunta que para qué quiere saber tanto. Es, creo, un punto neurálgico del libro. En efecto, ¿por qué quiere Antonio “saber tanto”? Es la gran pregunta, cuya respuesta es sencillísima, en mi opinión: quiere saber (necesita saber) porque aquello ocurrió, y porque olvidarlo o dejar que sus detalles se desdibujen o se manipulen no es admisible: supone ser derrotado dos veces. La primera derrota fue la inquina impiadosa de los asesinos. La segunda derrota sería dejarles a ellos que narren y fabriquen la “realidad” a su gusto, subrayando lo que desean y ocultando lo que no les conviene recordar, porque (ese discurso sí que saben esclafarlo con tenacidad) quienes recuerdan son unos rencorosos, que se empeñan en vivir en el pasado.

“Ningún miembro de mi familia regresó del todo de aquel extravío que duró poco menos de una semana, pero que anidó dentro de ellos como un germen que durante décadas fue expeliendo una sustancia oscura y sombríamente renovada” (p.337). Ahora, aquel niño que nació en 1956, en medio del silencio obligatorio y amenazante, toma la palabra para contarnos la otra parte de la verdad.

Un libro terrible, tristísimo e imprescindible.

jueves, 22 de mayo de 2025

La cuarta persona del singular

 


Después de muchos años (no especificaré cuántos, porque ciertas aritméticas empujan eficazmente hacia la depresión), recupero los versos de Andrés García Cerdán, que desde mi primera aproximación me parecieron muy atractivos, con su infrecuente mezcla de juventud, sabiduría, desparpajo, aplomo y multiculturalismo, que me hacía gastar lápices rojos, subrayando en los márgenes y poniendo crucecitas, signos de exclamación o asteriscos.

Abramos el libro y leamos el arranque: “¿Escribir? Sé que no importa cuanto escribo / y juego, sin embargo, apostando el corazón”. Acudamos a la última página y leamos el cierre: “En la carretera de los días”. En medio, un hermoso búcaro donde junto a las flores reposan músicas (Smashing Pumpkins, Rosendo, Janis Joplin, Joey Ramone) o literatura (Catulo, Garcilaso, Pound, Breton, Borges, Cortázar), pero también aventuras llenas de imaginación en las que se riega los geranios con ginebra, se nos habla de la felicidad “de las monjas y los maniquíes”, se aquilatan con palabras nuevas los viejos tópicos antiguos (“Aprovecha las horas y deja que las horas / se aprovechen de ti. Como un pájaro, canta”), caracolea poemas en los que todos los versos terminan con la misma palabra (“Como una flor”), juega con personajes shakespeareanos para titular con gracejo una composición (“Yorickeando”), rinde homenaje al autor del Quijote (“Me encomiendo al licenciado Vidriera”) o nos sorprende con un poema, que titula “Avaricia” y que cobija un solo verso: “Lo guardo todo para ti”.

Andrés García Cerdán, versátil, convincente y maduro (por este libro recibió el XVI premio de poesía Antonio Oliver Belmás), me recuerda que tengo que visitar otra vez sus obras anteriores, que me esperan en la estantería.

martes, 20 de mayo de 2025

Lugares

 


Un día, el chispeante e imaginativo narrador Georges Perec tuvo una idea, tan sorprendente como casi todas las suyas: escoger doce lugares de París que estuvieran relacionados con algún aspecto de su vida y reunirlos en un proyecto, que consistía en escribir todos los meses dos textos sobre uno de esos lugares, repitiendo la experiencia durante doce años. Cada mes, los dos escritos quedarían protegidos en un sobre lacrado por el propio autor. Esta singular experiencia comenzó en 1969. Y calibró que, cuando por fin se abriesen los sobres en 1980, el mosaico mostraría un detallado mapa mental y emocional, un laberinto y un retrato. Obviamente, hablamos de una aventura, hablamos de un juego, hablamos de un experimento. Pero es que hablamos de Georges Perec, quien hizo de la aventura, del juego y del experimento unas herramientas imprescindibles para entender su entorno y entenderse a sí mismo.

Alguien, guiado por un sentido trascendente de la literatura o de la vida, podrá argumentar que el volumen está construido enteramente con fruslerías. Concedido: es así. Nada que objetar. El parisino nos habla de lugares diminutos donde toma un café o come salchichas, de amigos anónimos que acabaron trabajando en profesiones pequeñas, de calles con basura, de conversaciones de barra que duraron un par de minutos y que estuvieron impregnadas de banalidad, de paseos silenciosos por calles solitarias, de amigos y amigas a quienes se tragó el olvido, de habitaciones donde durmió o escribió, de aquella vez que estuvo escuchando el canto de miles de pájaros, de cuando lo sorprendió el ruido de los furgones antidisturbios en Mabillon, de cuando constató que habían renovado la escalera mecánica en la estación Monge, e incluso de pequeñas mezquindades literarias (“Soy envidioso, soy mala persona; la gloria de Sollers (o de Le Clézio) me quita el sueño”, p.233)… Sí, desde luego, no será necesario seguir enumerando más pequeñeces: admitido. Totalmente admitido. Pero convendría recordar que nuestra vida (digamos que, al menos, el 90% de nuestra vida) es eso: cosas diminutas, seres diminutos, charlas diminutas, alegrías y penas diminutas. Horas o días sin pena ni gloria. Con su anotación meticulosa, Perec está consignándose. Y lo hace por una razón muy contundente, que el autor nos deja anotada en la página 268: “No quiero olvidar. Tal vez ese sea el eje central de este libro”. Con esa clave debemos leer el tomo.

En este descomunal trabajo editorial, que traduce Pablo Martín Sánchez y que incluye un preámbulo de Sylvia Richardson y un prólogo de Claude Burgelin, amén de la espectacular introducción y las notas de Jean-Luc Joly, el imprevisible Perec anota miles de detalles de su propia vida, miles de anécdotas, miles de recuerdos, miles de pormenores topográficos o espirituales. Y el proyecto resulta tan inaudito como seductor. Mención aparte (y un enorme aplauso) suscitan las fotografías y las notas que enriquecen esta fastuosa entrega editorial: un prolijo y esclarecedor esfuerzo donde se nos suministran muchos detalles sobre las personas mencionadas o los avatares vitales del autor. Impagable luz que nos sirve para entender esta vidriera literaria, esta playa llena de guijarros coloreados a la que ahora con admiración llamamos Georges Perec.

No lo duden los amantes de sus libros: Lugares debe estar en sus bibliotecas.