jueves, 18 de septiembre de 2025

Las malas películas

 


No es verdad, pese al tópico que quieren pregonar ciertos espíritus románticos, que los profesores influyamos de forma decisiva en la vida de nuestros alumnos: son tan variados, y tan diferentes, y tan enérgicos los estímulos que reciben (familia, amigos, medios de comunicación, redes sociales, ídolos deportivos o musicales) que afirmar de forma categórica que los profesores brillan de forma especial en ese entorno es tan aventurado como improbable. Pero sí es verdad que ciertos profesores dejan una huella muy profunda en ciertos alumnos, por razones tan variadas que resultaría una pérdida de tiempo detenerse en ellas.

En esta interesante novela de Pedro Ramos (Madrid, 1973) se nos cuenta una de esas historias de magia conectiva. De un lado, tenemos a Alfonso, un profesor con un presente normal (está en trámites de separación de su esposa, trabaja como interino de Lengua y Literatura, vive en un “piso de soltero”, es un lector apasionado), pero con un pasado más impregnado de nieblas, sobre todo por culpa de un padre alcohólico, que determinó su infancia. Del otro, tenemos a Marcos, un chico conflictivo que parece obstinado en comprar todas las papeletas para que le toque en la lotería un futuro turbulento: abusa de la velocidad en su moto, despliega una actitud provocadora en el instituto, coquetea con la amistad de ciertas personas poco recomendables, emplea un vocabulario soez… Como es lógico, esa actitud desafiante y macarra provoca que las expulsiones y la mala fama sean las etiquetas que más fácilmente se adhieren a su piel. Por fortuna, la llegada de Alfonso al instituto supondrá un cambio en su vida, porque este joven profesor cree advertir algo valioso dentro de Marcos, y comienza a prestarle libros para pulir su alma.

Añadamos a la hermosa adolescente Laura, que aspira a convertirse en bailarina de ballet y triunfar en Nueva York. Añadamos a la madre de Marcos, que se rebela contra las palizas que le propina el borracho de su marido. Añadamos una obra teatral que se está montando en el instituto. Añadamos a la profesora de música, Candela, con la que Alfonso parece que comienza a relacionarse de una forma más íntima. Y ahora, a todos esos ingredientes, añadan el buen hacer narrativo de un autor como Pedro Ramos. Seguro que les apetece probar ese cóctel. Si lo hacen, créanme, apurarán la copa.

martes, 16 de septiembre de 2025

A pedazos

 


Hay circunstancias en la vida que no estamos preparados para encajar. Podemos encajar (qué remedio) la muerte de un familiar o de un amigo, porque aunque resulte dolorosa forma parte de la sustancia de nuestra existencia. Pero ante el accidente nos encontramos desarmados, paralizados, perplejos: esa riada que nos deja sin hogar o, como en el caso del escritor Hanif Kureishi, ese golpe fortuito que te deja convertido en un ser tetrapléjico, incapaz de mover brazos o piernas. De ser una persona que puede realizar sin más reflexión y sin más esfuerzo todas las actividades cotidianas, ahora te resulta imposible caminar, comer, ir al aseo, ducharte, cepillar tus dientes, coger la taza de café, subir una simple escalera, rascarte cuando te pica. A él le ocurrió en una ciudad alejada de su Inglaterra natal (en Roma, concretamente), y eso complicó todavía más sus primeras semanas de atención hospitalaria, que debió cursarse entre personas con las que no se podía comunicar. El escritor de éxito (comenzó a alcanzar fama cuando escribió el guion de la película Mi hermosa lavandería, dirigida por Stephen Frears), de pronto, se convierte en un animalillo desvalido, al que deben asear, al que pinchan heparina, al que ayudan a evacuar mediante digitaciones anales y al que no pueden facilitar ningún tipo de esperanza sobre su recuperación futura. “Mis mecanismos de defensa, el buen ánimo y mi talente bromista no son suficientes para digerir todo esto: el olor a hospital, la desesperación, la incapacidad de aceptar mi situación, la permanente constatación de que soy un inválido. Me hundo en una desesperanza que jamás había sentido en mi vida”, dice con desgarro en la página 94 de estas memorias, que fue dictando a distintos familiares durante el año siguiente a su infortunio.

Ahora, traducido por Mauricio Bach, este volumen terrible es publicado por el sello Anagrama con el título de A pedazos y contiene, además de fragmentos de enorme amargura (“Estoy sufriendo más de lo que merezco”, p.153), otro tipo de anotaciones: aquellas en las que Kureishi reflexiona sobre el estado de la sanidad pública en el Reino Unido, sobre los cambios que ha observado en Europa durante las últimas décadas (“Por desgracia, la batalla por las libertades conquistadas en la década de los sesenta tiene que volver a librarse una y otra vez. A veces tengo la sensación de que hemos retrocedido”, p.102) e incluso líneas en las que advierte la bondad que emana de muchas personas de nuestro entorno, que parecen estar esperando la ocasión propicia para mostrar su cara más admirable (“La historia completa también incluye momentos de armonía, felicidad y la delicia de disfrutar de la compañía de otras personas. La gente desea entregarse a los demás; puede llegar a ser muy altruista. La amabilidad y la bondad no son muy espectaculares, pero están por todas partes”, p.122).

Una lectura intensa y nada angelical, donde Hanif Kureishi nos habla de drogas, de sexo, de mierda, de ideas suicidas, de egoísmo, de dependencia, de ira y de reconstitución, con una dureza que nos obliga a formularnos la más terrible de las preguntas: “¿Qué haría yo, en sus circunstancias?”.

domingo, 14 de septiembre de 2025

El color de los días

 



Siempre he sentido una especial fascinación por los héroes invisibles. Es decir, por aquellas personas a las que, pese a la importancia de su vivir o a la condición egregia de sus logros, rodea un aura de anonimato. Se llaman Juan, Carmen, Pepe, Rosa, Aquilino, Mercedes o José Ignacio. Y rara vez salen en la tele (si es que alguna vez lo hacen), porque no juegan en el Real Madrid, no trabajan como tertulianos sabelotodo, no protagonizan escándalos mediáticos y no posan en la prensa afirmando ser expertos en nada. Son la pura discreción; y eso, hoy, no se aplaude. Son médicos que salvan vidas en el quirófano; son veterinarios que emplean sus días, y a veces sus noches, en la tarea de cuidar a los animales; son barrenderos que cumplen con pundonor y orgullo su tarea higiénica; son policías que no quieren multar, sino ayudar y proteger. Los hay. Son más de los que parece.

Hoy quería hablarles de un tipo especial de esas personas: los viejos sindicalistas que, durante la dictadura, lucharon por libertades que ahora disfrutamos sin que, la mayor parte de las veces, les hayamos agradecido su entrega. La democracia no la trajo a España el rey Juan Carlos, ni la UCD. Previamente, hubo una lucha muy larga, muy ingrata, muy peligrosa, muy silenciada, de gentes que organizaron manifestaciones, recibieron porrazos de los grises, aguantaron bofetadas en la cárcel, imprimieron pasquines que tuvieron que proteger como si fueran alijos de droga, conformaron comités, protagonizaron huelgas terribles, discutieron sobre libros prohibidos y, en general, tuvieron que vivir (ellos y sus familias) mucho peor de lo que merecían. Esa vieja estirpe de luchadores es la que protagoniza las memorias que Juan Serrano publica bajo el título de El color de los días. En estas páginas, explicando su experiencia, el yeclano (que fue sacerdote, y luego pintor, y luego educador, y siempre sindicalista) nos retrata varias décadas de entrega, de amarguras, de oposición al franquismo, de lucha por las mejoras salariales de los trabajadores. Nos habla de su pertenencia a la USO (1970); de aquella breve manifestación en la que apenas pudieron caminar medio centenar de metros, antes de que cargara la policía (1972); de cómo celebró la muerte del dictador bebiendo vino y comiendo acelgas fritas (1975); y, en fin, de las mil asambleas, documentos, charlas y reivindicaciones en las que invirtió su tiempo, pensando siempre en cómo mejorar la vida de sus compañeros.

En ocasiones, el desánimo parece que está a punto de derrotarlo (“Hoy al ver tanto arribismo y cambio de chaquetas, me pregunto si mereció la pena tanto esfuerzo”, p.91); pero pronto se rehace, porque considera que algo quedará de su esfuerzo (“Como el granizo y la helada, que en un instante echan a perder el sudor del labriego, así tengo la sensación de que se han desperdiciado parte de aquellos esfuerzos de nuestra clandestinidad militante”, p.124). Sí, parte de aquello se perdió. Es lógico. Nunca hay victorias absolutas. Pero las personas como Juan Serrano y los amigos que cita en este libro dejaron plantadas unas semillas de luz que, quizá, no les hemos agradecido bastante. Una buena forma de hacerlo puede ser dedicar unos días a leer este libro, donde tantos esfuerzos, tantas lágrimas, tantas horas de entrega se resumen.

Como muestra, me voy a permitir recomendarles de forma especialmente intensa la anotación del 4 de marzo de 2012, donde Juan Serrano reflexiona (con fondo musical de “Te recuerdo, Amanda”) sobre la necesidad de no perder la memoria, de no dejar que nos arrebaten lo que sabemos que sucedió, y quiénes fueron los responsables, y cómo se humilló a quienes estaban en el “lado equivocado”. Si sienten la conmoción de ese texto (raro será que no sea así), acudan al resto del tomo.

Mi aplauso, puesto en pie, lo tiene.

sábado, 13 de septiembre de 2025

La reliquia olvidada

 


Desplacémonos hacia atrás en el tiempo. Muy, muy atrás. No tengamos miedo, porque el viaje será tan mágico como fascinante. Concretamente, vayamos hasta el año 1105. Bajo las ruinas del templo de Jerusalén, los monjes Hugo de Payens y Juan de Vézelay han sido capaces de encontrar dos asombrosas reliquias del cristianismo: la lanza con la que Longinus atravesó el costado de Jesús de Nazaret cuando estaba siendo martirizado en la cruz y el Santo Grial. Esos dos objetos de incalculable poder religioso no podían caer en las manos equivocadas, sino que debían ser protegidos, custodiados, escondidos de nuevo. La copa sagrada fue enviada a un remoto paraje de Escocia; y la lanza, para poder trasladarla mejor, sufrió su fragmentación en dos partes. Una de ellas fue trasladada hasta una isla. La otra terminó siendo escondida en una iglesia de Molina de Segura (Murcia).

Así arranca la trepidante novela La reliquia olvidada, que el escritor Alberto Vicente Fernández nos propone desde las páginas del sello Malbec, y en la cual los lectores tienen garantizadas una buena porción de misterios, sorpresas y aventuras, que incluyen la traición (la forma inicua en que Jacques de Molay es eliminado como cabeza visible de la Orden del Temple en 1307), el soborno (ese pago que garantiza que cierta nave se desvíe de su plan marítimo inicial para que unos monjes puedan desembarcar en una isla misteriosa), el asesinato sacrílego (esa emboscada que nos espera en el interior de una iglesia, y que nos pondrá los pelos de punta), la navegación extrema (para llegar hasta un misterioso punto situado en medio del mar, que los cartógrafos no coinciden en identificar como auténtico), las tumbas que esconden secretos espeluznantes, la espeleología (esa inquietante gruta por la que tienen que adentrarse los protagonistas en el tramo final del libro) o los enfrentamientos contra fuerzas oscuras, tenebrosas, sobrenaturales.

En este viaje terrible, que Alberto Vicente Fernández dibuja con precisión de geómetra y que se desarrolla por tierra, por mar y por el subsuelo, nos las vemos con viejas profecías, con manuscritos polvorientos, con personajes que esconden pliegues inesperados y con algunas (con bastantes) sorpresas. Así que preparen bien sus mochilas, llenen sus cantimploras con agua fresquita, cálcense buenas botas y, sin tardanza, abran la primera página de la novela. Van a pasar unas horas muy entretenidas, zarandeados por una historia absorbente.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La profecía del abad negro

 


Ada Boyle es profesora de literatura y, cuando recibe una invitación para que se incorpore al claustro del Hampton College de Stoney, no se imagina la cadena de acontecimientos que van a confabularse para convertir su estancia en una terrible pesadilla: primero, porque la lluvia y los malos olores que rodean al centro de enseñanza (el cual se encuentra junto a un cementerio) son continuos; segundo, porque su directora (Mrs. Nora Gregson) no es precisamente la persona más simpática del mundo; y tercero, porque la casa donde tendrá que hospedarse es tan antigua como precaria. Pero lo peor no es nada de eso, sino las leyendas que circulan, en voz baja, sobre el misterioso abad negro que hubo en la localidad durante el siglo XIX y que, obsesionado con la idea de vencer a la muerte, se vio envuelto en oscuras ceremonias satánicas.

En principio, Ada no tendría por qué verse influida por esas viejas historias, pero cuando empieza a ver sombras en su jardín durante la noche, cuando descubre con zozobra que el armario de su dormitorio se abre solo mientras intenta conciliar el sueño o cuando depositan en el umbral de su puerta una biblia, su ánimo empezará a flaquear. El miedo empieza a erosionar su corazón. Y mucho más lo hará cuando empiecen a aparecer personas asesinadas, a quienes han arrancado los ojos y han dejado, en apariencia, sin sangre. Con la ayuda de dos enigmáticos chicos de la vecindad (los hermanos Fenton), Ada Boyle comprende que es necesario penetrar en las ruinas de la vieja abadía y bajar al más profundo de sus sótanos, con el fin de neutralizar esa fuerza oscura que amenaza la vida de Stoney.

Aunque se abusa de un cierto rango de vocabulario (palabras como “lúgubre”, “tétrico, “oscuro”, “lluvia” o “niebla” se repiten de forma más bien sofocante), el zaragozano José María Latorre despliega en estas páginas su habitual poderío narrativo, del que ya hemos dado cuenta en esta página con títulos como Codex nigrum (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/09/codex-nigrum.html) o la espeluznante Después de muertos (https://rubencastillo.blogspot.com/2008/02/despus-de-muertos.html). La profecía del abad negro, publicada en 2012, sigue siendo una novela juvenil muy recomendable para quienes amen el terror.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El rento

 


En El rento se nos presenta al matrimonio formado por Josefa y Antón, padres de Santa, que deben casi dos años de rento al Mayorajo, circunstancia inhabitual que este tolera porque quiere conseguir la mano de la chica, en una volición que tiene más de posesiva que de amatoria. Antón, atrapado en esta celada más bien angustiosa, de la que ignora los detalles, acata el fatalismo feudal climático, porque no le queda más remedio (“La mesmica puesta e sol c’ayer; mañana, aire, lo mesmo que hoy; y la tierra secándose más ca día… ca ves más dura”, acto I, escena I), pero se rebela orgullosamente contra el fatalismo feudal social, porque considera que este sí se puede subvertir (“¡He nacío emasiäo pronto pa mi manera e pensar! Pero otros vienen a la zaga que se encargarán d’apañarlo”, acto I, escena II). No obstante, la furia incontenida de su rebelión oral se diluye cuando Andrés, el Mayorajo, le pregunta con sequedad altanera si tiene quejas sobre él, porque entonces quien habla ya no es el revolucionario, sino el marido atemorizado, el padre responsable, que vela por su hogar y se traga el acíbar de la humillación: “Yo… yo no”, dice entonces (Acto I, escena IX).

Ese mismo espíritu rebelde es el que Santa, espoleada por el amor, exhibe sin recato para galvanizar a José, con vocablos heredados de su padre: “Que no es bajando la frente y aguantando sin rechistar la carga como el hombre s’indurta; pa argo lleva su arrojo y su coraje drento del pecho” (acto II, escena III). No es, pues, El rento una obra que podamos definir como conformista, sino que más bien es trazadora de nuevos senderos ideológicos, porque los personajes (y bastará un solo ejemplo para entender la cuestión), al contemplar el paraíso de la huerta en las lomas de La Arboleja, con su aluvión de colores y aromas, son conscientes de que tal prodigio ubérrimo tiene muy poco de divino y bastante de laboral: “Anque páece cosa de milagro, ¡es na más que obra de los hombres aquella maravilla de la güerta!” (Acto I, escena II).

Es verdad que durante la mayor parte de sus páginas se produce en la obra una acumulación de electricidad sentimental y social, cuajada de resignaciones y llanto, pero es forzoso reconocer que el auténtico mensaje se revela en las dos escenas últimas, con la descarga catártica de esa electricidad, que se ejecuta a través de las manos de José.

Una pieza dramática que se sigue leyendo con interés, pese al siglo largo que ha transcurrido desde su composición.

martes, 9 de septiembre de 2025

Manual de instrucciones para el fin del mundo

 


Se me acerca mi hijo Álvaro y me invita a subir a un avión, para realizar un vuelo. Yo, que confío en su criterio, subo las escalerillas de forma decidida y, antes de sentarme en mi butaca, descubro que el piloto de la nave es un hombre altísimo que se llama César Mallorquí. Pregunto entonces a la azafata qué nombre tiene el aparato y me dice que Manual de instrucciones para el fin del mundo. La miro con asombro: “¿La segunda parte de La estrategia del parásito?". Ella asiente y me ruega que me abroche el cinturón, porque el viaje va a comenzar. Tragando saliva, y mientras descubro a mi hijo saludándome desde la pista, lo hago.

En ese vuelo descubro millones de cosas, que resultaría imposible resumir aquí, pero de las que puedo darles algunas pistas (sin destripar nada): un grupo de hackers informáticos que se unen para luchar contra la amenaza que supone Miyazaki para la humanidad; un japonés que descubre su parte de culpa en el surgimiento del monstruo; la mafia rusa, que opta por sumarse al combate contra el parásito; refugios perdidos en mitad de bosques; misteriosas instalaciones en las que se almacenan peligros cuidadosamente embalados en cajas de cartón; un laboratorio donde se trabaja con una bacteria apocalíptica; sustos y disparos en mitad de la noche; persecuciones a toda velocidad por carreteras secundarias; y, por si todo eso les resultara insuficiente, el propio César Mallorquí y su esposa Pepa aparecen como personajes protagonistas en la novela… En serio, ¿necesitan más detalles para reservar un asiento junto al mío, en este avión?

Me perdonarán si continúo con mi fijación (y si no me perdonan me da lo mismo: soy terco como una mula): César es el Amo. El Jefe. El Rey. Narra como nadie. Atrapa como nadie. Así que cuando he llegado al aeropuerto y me he bajado de la aeronave, he telefoneado a mi hijo Álvaro y le he preguntado, con la respiración aún alterada, si hay continuación de esta historia. “Sí, papi”, me ha dicho. “Se titula La hora zulú”. He apuntado el título en mi moleskine. Ya tengo mi próxima compra decidida.

domingo, 7 de septiembre de 2025

La agonía de Proserpina

 


“No soy de los que se enrollan con cualquier cosa y no me gusta hablar de lo que suele hablar la gente. No soy como esos tipos que son capaces de pasarse todo el día pegando la hebra sin comprometerse, es decir, sin descubrirnos qué es lo que realmente piensan”. Así se expresa Juan en la página 73 de la novela La agonía de Proserpina, de Javier Tomeo. Y extraigo esa cita porque, en realidad, lo que el personaje parece estar haciendo durante toda la obra es hablar, hablar y hablar, saltando de tema en tema, por más absurdos que parezcan: el número de ventanas del edificio de enfrente, la hidrocefalia de los niños pobres, los números que se resfrían, la forma en que se deshuesa un cordero, la relación entre calvicie y potencia sexual, las cestas de mimbre, el simbolismo cromático de las flores, los sueños, los teléfonos que suenan de madrugada, los francotiradores… Anita, que lo escucha con desconcierto (mientras bebe ron, le hace insinuaciones sexuales o se lía un porro), no sabe muy bien por dónde van los tiros, pero esta novela de madrugada (se desarrolla desde la hora de cenar hasta el amanecer) va poco a poco entregándonos su secreto: Juan está convencido de que ella le ha sido infiel y ha decidido castigarla. Quiere, no obstante, que la mujer lo admita. Quiere oírlo de sus labios. Y todo el juego de las conversaciones absurdas va conduciendo con lentitud hasta ese delta confesional.

¿Forma parte de las novelas espléndidas de Javier Tomeo o, por el contrario, se encuentra entre esos libros que, para decirlo con las palabras de su amigo Ignacio Martínez de Pisón, “se podía haber ahorrado”? Como es lógico, ese detalle tendrá que decidirlo cada persona que lea la obra. Tomeo produce irritaciones y aplausos a partes iguales. Hay que leer la novela para decidir en qué platillo de la balanza nos situamos esta vez.

viernes, 5 de septiembre de 2025

La investigación

 


Todo parece muy claro cuando se inicia la novela La investigación, de Philippe Claudel (que leo en la traducción de José Antonio Soriano para el sello barcelonés Salamandra): un personaje llega hasta una lejana localidad con la delicada misión administrativa de averiguar qué está pasando en la Empresa, donde una veintena de trabajadores han optado por el suicidio. Ese arranque parece situarnos ante un planteamiento policial, pero pronto el relato se va oscureciendo, porque el Investigador comienza a verse sometido a todo tipo de situaciones extrañas: el guardia de vigilancia no le deja pasar, porque carece de una “Autorización Excepcional”; en el hotel donde se hospeda le requisan sus documentos y lo instalan en un cuarto lamentable (es diminuto, no funcionan los grifos, carece de suministro eléctrico); lo importunan con llamadas telefónicas angustiosas… Aturdido con estas trabas, pronto lo estará mucho más, cuando todos los tipos con los que se cruza (un Policía, un Responsable de la Empresa, un Guía) parezcan tener una única misión en la vida: someterlo a interrogatorios absurdos, amedrentarlo, provocarle todo tipo de desorientaciones. En suma, impedirle que cumpla con su misión. En un crescendo delirante (que no detallaré, para que cada lector pueda disfrutar y sufrir personalmente con el trayecto de la novela), el Investigador terminará por dudar de todo y de todos; incluso de sí mismo.

Estas atmósferas de pesadilla, que adquieren ropajes y formulaciones variadas a lo largo de la obra, se van sucediendo con implacable sofoco y se desarrollan de noche o a la luz del día, en el cuarto del hotel o en la oficina donde lo han dejado solo, ante la garita del guardia bajo la lluvia o rodeado por un desierto asfixiante al final, en el comedor o en un cuarto de baño tan fastuoso como demencial. El Investigador es sometido, de forma continua, a una auténtica tortura medieval, que va cambiando de modos y de estrategias. Ahora bien, ¿por qué? ¿Quién o qué está empeñándose en perturbarlo y amargarle la vida? ¿Se trata de una vigilancia consciente o responde a supuestos más delirantes y surrealistas? “Todo lo que le estaba pasando desde que había llegado a aquella ciudad era una absoluta pesadilla. Sólo podía ser eso. ¿Qué si no? Nada. Una pesadilla. Una pesadilla que parecía no terminar y de un realismo diabólicamente refinado, complejo y retorcido”, se lee en el capítulo 24. Quizá por eso los comentaristas que se han ocupado de esta obra han hablado insistentemente de Kafka, de Alfred Jarry o de Jean-Paul Sartre. Son referencias bien fundadas. Pero igualmente podríamos recordar las geometrías desoladas de Giorgio de Chirico o ciertas narraciones claustrofóbicas de Javier Tomeo.

Me convence mi segunda aproximación a Philippe Claudel. Volveré.

jueves, 4 de septiembre de 2025

No sabe del amor quien vuelve vivo

 


Vuelvo (como siempre he hecho, como siempre haré) a la literatura de Miguel Sánchez Robles, que esta vez nos entrega un bodegón de relatos que, en su mayor parte, obtuvieron premios en concursos de toda España. Como intuía, esta feliz navegación por sus páginas me produce embriaguez, sobre todo por la forma que el autor tiene de mirar a los personajes periféricos: aquellos que no encajan en la existencia, que se formulan preguntas y que brillan por su anomalía extravagante. Miguel observa con infinita atención a esos seres marginales, puros, cuyo corazón y cuyo cerebro no pertenecen a la “normalidad” (entendida esta como el estado de sopor en que viven quienes nunca levantan el dedo, o deciden estar tristes, o circulan por carriles prohibidos, o pasean llorando bajo la lluvia).

Frente a la grisácea planicie de lo cotidiano, los personajes que le gustan a Miguel jamás son ortopédicos ni banales: miran lo que no mira nadie, escuchan lo que nadie escucha, buscan el imposible. Han sido arrojados a la existencia, como seres imaginados por Emil Cioran o Jean-Paul Sartre, y son señalados por los demás, que temen su herejía lúcida y la luz de sus iris nunca narcotizados. Son criaturas que se atreven, que rondan las cosas desde el otro lado (como decía García Lorca del poeta); y que, quizá por eso mismo, reciben el desprecio, la burla o, en el mejor de los casos, la conmiseración de sus semejantes.

Dueño de un universo poderoso y particular, el caravaqueño vuelve a invitarnos para que entremos en él y conozcamos a Elena María Débora, quien sospecha que el mundo es un lugar siniestro que se encuentra al borde del colapso; a Celia Narboni, cuyo infierno doméstico no es sospechado ni siquiera por su mejor amigo; a Rosa, que colorea el sinsentido de su vida acudiendo al zoo, donde ansía volver a encontrar al desconocido que le regaló el beso más hermoso del mundo; a Helia, que parecía un ángel pálido; o a la Espartaca, que parece vivir siempre en el misterioso país de las lágrimas. Seres vulnerables, heridos, que caminan por los bordes de acantilados vertiginosos y que sienten la atracción desgarradora del oleaje que ruge abajo. En esos paisajes de infortunio y de inadaptación burbujean las criaturas de Miguel Sánchez Robles, quien las mira con una oceánica ternura inútil. Cómo no quedar prendado de sus relatos. Es único.

martes, 2 de septiembre de 2025

Tres cucharadas de lentejas

 


Hace medio millón de años, leí un libro de Camilo José Cela (juraría que fue su Tobogán de hambrientos: lo tendría que releer para asegurarme) que se basaba en un procedimiento muy curioso: el narrador se fijaba en un personaje de la calle, lo describía, lo iba siguiendo y, cuando se cruzaba con otro, cambiaba de objetivo y se ponía a describir y seguir a esa nueva figura. El resultado era un zigzagueo ágil, simpático y que, a la postre, configuraba una estupenda metáfora de la ciudad. Ahora, el mercero y escritor Paco López Mengual se acerca a ese procedimiento en su último libro, titulado Tres cucharadas de lentejas, porque comienza a hablar de un tema, ese lo lleva a otro, que a su vez lo conduce a otro, y así sucesivamente, enhebrando un discurso seductor, autobiográfico, lleno de chispa y anécdotas, que entiendo que retrata de forma fabulosa al Paco íntimo, coloquial, dicharachero y cercanísimo, al que tanto gusto da escuchar en las distancias cortas.

Avanzando por sus páginas, entre sonrisas y asombros, descubrimos quién fue para él el mejor escritor español del siglo XX (lo dictamina en la página 47); que se inició en el mundo de la escritura ya pasados los cuarenta años; que prefiere los libros en papel frente a los modernos ebooks; que, siendo agnóstico, siente auténtico interés por la liturgia católica y por la vida y milagros de algunos santos (en especial, Ramón Nonato, Pascual Bailón y el insospechado san Genarín); que un conejo puede ser confundido con un fantasma, en la Noche de Ánimas; que su devoción por la sangre frita es absoluta (y que su menú preferido consiste en un pastel de carne, olivas de Cieza y una cerveza); que las Lagunas de Campotéjar contienen más secretos (literarios y ecológicos) de lo que parece; que conoció a Diego López, el artista que pintó una montaña de color azul para combatir al Maligno; que muy cerca de su casa vive Ángel Valero, vecino de Lorquí que llegó a ser rey entre los miembros de una tribu de caníbales en América del Sur; y que una vecina de Molina se quedó embarazada de un extraterrestre. Como se puede ver, todo un espectáculo de anécdotas, sonrisas y perplejidades, que brillan con la gracia oral insuperable que siempre exhibe el autor.

¿Qué es, entonces, Tres cucharadas de lentejas? Un crítico especialmente meticuloso podría vacilar a la hora de adherirle una etiqueta al tomo, que participa de muchos géneros a la vez. Pero el lector no experimentará dudas de ningún tipo: este libro es Paco. Pura y simplemente Paco. Ya está dicho todo. Y, por supuesto, al terminar la obra descubrimos con asombro que nos hemos terminado hasta la última lenteja del plato. Como debe ser.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Misión Estambul

 


Ninguno de los libros que he leído del yeclano José Luis Castillo-Puche ha tenido la enojosa idea de defraudarme; y tampoco lo ha hecho Misión Estambul, pese a que la temática de la obra se apartaba mucho (muchísimo) de los territorios en los que el novelista solía concentrar su atención narrativa: los problemas de la fe, el autobiografismo, la guerra civil, las reflexiones existenciales. En esta obra, un agente secreto (cuya procedencia geográfica es murciana, según se nos desliza en el capítulo III, y cuyo apellido no conocemos hasta que faltan un par de páginas para que la obra concluya: Castillo) es enviado a Turquía con un objetivo tan claro como nebuloso: debe permitir que le quiten el cinturón que lleva puesto en los pantalones y que contiene… algo. No se le informa de qué. No pertenece al ámbito de sus incumbencias. Simplemente tiene que permanecer en Estambul durante dos, tres o las semanas que sean necesarias, hasta que alguien le arrebate esa prenda.

El viaje llega a su primera escala en Roma, donde Castillo encuentra al pintor murciano Carpe (el guiño del autor es clarísimo: Antonio Hernández Carpe, gran artista plástico de Espinardo, se encontraba viviendo en Roma justamente en 1954, fecha de composición de la novela), que lo acompaña en una serie de viajes en coche y fiestas estrafalarias, junto a otros pintores y escultores (“Los seres más tercos y mandones del mundo son los artistas”, cap. II). Logra escabullirse y se sube al avión que lo llevará a Estambul. A partir de ese momento, todo son a su alrededor nieblas, sospechas e incertidumbres: personas que se sientan junto a él y que le dan conversación; siluetas que lo siguen por las calles; taxistas más bien enigmáticos, que lo conducen por las callejuelas de la ciudad. Y Castillo no sabe muy bien qué pensar o cómo actuar. ¿Cómo descubrir, a ciencia cierta, quién es el contacto que se ocupará de llevar a buen término su misión? “Llegué a pensar, viendo como toda la ciudad se agitaba indiferente a mi agobio, que acaso con el tiempo tendría que ir con el cinturón en la mano exhibiéndolo escandalosamente por si alguien quería cogerlo”, nos dice con desconcierto en el capítulo V.

Añadamos un simpático lapsus de impresión: en la edición que utilizo (Emiliano Escolar, 1982), la página 88 nos informa de un personaje que, tras pasar una mala noche, “tenía aspecto poco saludable y las orejas se le marcaban profundas”.

He aquí un Castillo-Puche anómalo desde el punto de vista temático, pero tan convincente y sólido como acostumbra. Siempre es un placer leerlo.

domingo, 31 de agosto de 2025

El sabor de los sueños

 


El punto de arranque de esta novela de Santa Cruz García Piqueras llamará sin duda la atención de sus lectores desde la primera página. ¿Por qué? Permítanme que les resuma el inicio, para que lo entiendan: Teresa es una profesora que acaba de jubilarse y que, con el objeto de conmemorar ese feliz día, decide reunir a los seis componentes de la Peña, las seis personas (tres hombres y tres mujeres) que desde la infancia han sido como los mosqueteros de Dumas: Todos para uno y uno para todos. Entre ellos se formaron vínculos de amistad, de compañerismo e incluso de amor, que prometían consolidar tres futuros matrimonios. Pero la muerte de don Julián, un profesor interino de matemáticas que les dio clase en bachillerato, marcó un punto de inflexión en la trayectoria del grupo: a partir de esa jornada se inició el alejamiento. Uno de ellos se dedicó, como aficionado, a la escritura (Félix); otra, que pensaba estudiar medicina, se convirtió al fin en ATS (Ángela); otro se decantó por el mundo del ladrillo, y llegó a ser un constructor famoso (Aurelio); otro optó por montar una clínica veterinaria (Alberto); y la última trabaja en el Servicio de Ayuda a Domicilio (Gloria).

Ahora, ustedes me preguntarán que dónde está la extrañeza o el asombro de este planteamiento, tan habitual en cualquier grupo de amigos de la infancia, al que la vida va conduciendo por derroteros divergentes. Les responderé: cuando acaba la comida de jubilación, Teresa se aclara la voz y, mirándolos seria, formula una pregunta terrible: “¿Quién mató a don Julián la noche que intentó violarme?”. Ya tienen ahí la semilla del relato, sobre todo porque cuando Félix está a punto de confesar que fue él quien empujó el coche del profesor (con él dentro) al río, se alzan las voces de Ángela, Aurelio, Alberto y Gloria, quienes de forma individual manifiestan ser los autores del crimen.

De ese modo se inicia una narración que, como es comprensible, tiene por objeto descubrir qué pasó en verdad. En esa catarsis colectiva, todos tienen algo que decir, todos arrastran culpas, todos cobijan remordimientos; y consideran que es la ocasión perfecta para sincerarse y descubrir lo que realmente ocurrió aquella noche que, aunque quieran, no pueden olvidar. Avanzando por el pantano de las confesiones (pasadas y presentes), los seis amigos van dejando sobre la mesa sus frustraciones, sus miedos, sus amarguras, sus lágrimas.

Como detalle gracioso (para quitarle un poco de negrura a este panorama), les aconsejo que acudan a la página 168, en la que Félix, mientras habla por teléfono con Ángela, le dice: “Tengo ganas de veros, de darte un brazo”. Pocas veces un error tipográfico fomentó con tanta energía la automutilación.

El sabor de los sueños insiste (quizá demasiado, en mi opinión, para tratarse de una novela y no de un ensayo) en los conceptos básicos del feminismo, el cambio climático, el respeto a la naturaleza, el lenguaje inclusivo, la fe en la Madre Creadora, la lucha contra el androcentrismo y el patriarcado testosterónico, los recortes sanitarios o la crítica a la educación judeocristiana, que impregnan el texto en sus líneas argumental y verbal de un modo, a veces, sofocante. Pero la almendra del misterio te va llegando por sus páginas de manera eficaz, así que yo les aconsejo que prueben.

viernes, 29 de agosto de 2025

Misterio en la cueva

 


Cuando Antón organiza una caminata de senderismo por la sierra de la Pila con algunos adolescentes (entre ellos, su sobrina María, que necesita perder algunos kilos) no puede ni imaginarse el terremoto que van a sufrir. Al principio, todo transcurre con normalidad (bromas, sudor, algún chubasco leve, conversaciones intrascendentes); pero, de pronto, el panorama se enturbia cuando Pablo, uno de los chicos, desaparece. Como es revoltoso e inquieto como un rabo de lagartija, nadie se altera durante los primeros minutos, porque suponen que anda saltando por las peñas o recolectando hierbajos curiosos (su gran afición). Pero conforme transcurre el tiempo, la inquietud los va ganando. ¿Por qué no vuelve a reunirse con el grupo? ¿Por qué no responde a los gritos de reclamo? Finalmente, logran dar con él: está herido tras un resbalón y, con mucho esfuerzo, logran trasladarlo al hospital de Molina. Hasta ahí, como se puede observar, nada que escape a la relativa normalidad de una excursión adolescente. El problema surge cuando el chico, delirando, habla de la persona muerta que, según él, ha visto en una cueva de la montaña. Activadas las fuerzas de seguridad, se comprueba que en efecto hay un cadáver en la gruta, y todo conduce a deducir que se trata de Bernardo, un antiguo empleado de banca que lleva un tiempo viviendo como anacoreta en el monte.

A partir de ese instante, y gracias a los papeles que dejó escritos el anciano, vamos reconstruyendo su historia, que comienza en un seminario, continúa con su matrimonio y termina con sus trabajos: primero, en una oficina bancaria; más tarde, creando un colegio privado; por fin, eligiendo la vía ermitaña para intentar encontrarse a sí mismo, en un mundo triste, caótico e hipócrita, donde parecen haberse perdido los valores más importantes. Así, Bernardo se ve como “un viejo que abomina de la sociedad, que no tiene cabida en ella y que ha elegido, aunque un poco tarde, el retiro para encontrarse con la naturaleza en estado virginal” (p.61); y que, aficionado a formularse grandes preguntas, se juzga a sí mismo “un Unamuno contemporáneo, una mezcolanza de Camus y de Nietzsche” (p.100).

En este punto, cualquier lector se estará preguntando qué sentido tiene hablar en el título de “misterio”, cuando los hechos resultan tan cristalinos. Y la respuesta es contundente: pronto se descubrirá que el muerto no es Bernardo, porque este aparece vivo a las pocas semanas, quejándose de que le han robado sus papeles. ¿Quién es, entonces, la persona que ha sido enterrada, tras confundirla con él? Y, sobre todo, ¿quién tiene los escritos del anacoreta y por qué no los ha entregado a la policía o la familia?

Una novela que esconde muchas sorpresas argumentales y, también, muchas y valiosas reflexiones sobre el sentido de la vida.

jueves, 28 de agosto de 2025

Luces mal usadas

 


Leo, con lentitud admirativa, el poemario Luces mal usadas, de la argentina María Florencia Rua, y siento que sus páginas se comportan como fogonazos de luz por un pasillo oscuro. Tal vez ese pasillo sea la vida misma, que suele ser gris, larga e insustancial; y tal vez los destellos supongan un reflejo de la mirada poética sobre las cosas, las personas, los paisajes, las experiencias. “Todo fue para mí noche o relámpago”, escribía Neruda en uno de sus primeros libros.

Contemplamos así líneas de desamparo (“De chica jugabas / a que en la arena armabas casas / y amabas como venganza. / Pero esas casas fueron destruidas. / ¿Dónde vivirás ahora?”, p.9), líneas de supervivencia (“Como ese jueguito donde / hay que saltar adentro / del círculo de fuego. / Una lucha constante / el peligro que arde / alrededor del cuerpo”, p.14), líneas que suponen un auténtico programa de vida (“Tendremos que trepar / o caer”, p.20), líneas de zozobra (“Tengo miedo de que haya cámaras / percibiendo todos mis movimientos / la soledad no es real”, p.26), líneas donde se detalla un encuentro sexual casi furtivo (el poema Huracán) o, en fin, instrucciones que, bajo su apariencia irónica, esconden un latido negro que eriza la piel (“Algún día estarás muerto / es importante practicar”, p.35).

María Florencia Rua no nos facilita poemas complacientes, sino zarpazos que el corazón y el cerebro acusan desde el principio y que activan a ambos.

Un trabajo lírico sin duda fascinante.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Hasta que empieza a brillar

 


Cuando cursaba mis estudios universitarios, hace cuarenta años, dos diccionarios adquirieron en mis oídos categoría mítica: el Corominas y el María Moliner. Los profesores aludían a ellos, los citaban y nos animaban a manejarlos. Y aunque lo hice con profusión (de hecho, me compré ambos), jamás se me ocurrió formularme preguntas sobre la identidad o las circunstancias personales de sus autores: Corominas era el hombre que había compuesto un gran diccionario etimológico y Moliner era la mujer que había confeccionado un gran diccionario de uso. Años después, descubrí algunos detalles biográficos sobre la zaragozana: la forma en que confeccionó en su casa las fichas del diccionario, las reticencias de la RAE para admitirla en su seno, etc. Ahora, gracias a la espléndida novela Hasta que empieza a brillar, de Andrés Neuman, he podido conocer más y mejor a la excepcional lexicógrafa.

Descubro que su padre, antes de embarcarse como médico rumbo a América y no volver nunca, insistió en que María pudiera estudiar en la Institución Libre de enseñanza, donde impartían clases Menéndez Pidal, Américo Castro o el propio Giner de los Ríos. Descubro que comenzó a ganar su primer sueldo impartiendo clases particulares y que, tras culminar sus estudios, aprobó unas oposiciones para Archivos, siendo destinada a Simancas (luego pidió traslado a Murcia, en cuya universidad dio clases). Descubro sus ideas de izquierdas y su angustia durante la guerra civil de 1936, en la que vio cómo se utilizaban libros para crear barricadas cerca de la Ciudad Universitaria (“Según las estimaciones de sus colegas bibliotecarios, las balas perforaban aproximadamente hasta la página 350”, p.114). Y descubro, sobre todo, la dedicación febril, apasionada, tenaz, sobrehumana, que dedicó a la confección de ese monumento que es el Diccionario de uso del español, que le valió tantas admiraciones… y también tantas reticencias (Camilo José Cela encajó con acrimonia la “inoportunidad” de que la magna obra fuese editada casi al mismo tiempo que su Diccionario secreto, y tal vez por esa circunstancia no apoyó su candidatura para convertirse en la primera mujer académica de la Lengua).

María Moliner “anhelaba inventar el diccionario que le hubiera hecho falta, ese que le habría encantado consultar como estudiante, investigadora, bibliotecaria, madre. Trabajaba con sus huecos. Escribía desde ahí” (p.169). Y el difícil camino que emprendió (tarea de Sísifo, porque incluso cuando estuvo publicado siguió añadiéndole enmiendas y ampliaciones) está dibujado primorosamente por Andrés Neuman, que ha conseguido humanizar, colorear y dar volumen a una figura que, desde el silencio y la timidez, se convirtió en leyenda. Hasta que empieza a brillar es una obra magnífica, que recomiendo con fervor.

martes, 26 de agosto de 2025

Nada, nadie

 


Hay un cuento muy hermoso de Julio Cortázar, que se titula “No se culpe a nadie”, en el que un hombre se está poniendo un jersey azul. Es una empresa trabajosa, porque la prenda no se lo pone nada fácil y se resiste bellacamente a ser doblegada. Al final, tras un buen número de forcejeos, bastantes sudores e incontables agobios, el protagonista consigue que una de sus manos aflore de la manga, y entonces descubre con horror que sus dedos tienen uñas afiladísimas, y que estas se vuelven contra él. Para salvarse de la imprevista agresión, se arroja por la ventana. ¿No es una magnífica metáfora para definir al poeta, al ser que busca en sus tinieblas interiores aquello que los demás no nos atrevemos a perseguir, y que lo saca a la luz tras una minería dolorosa e implacable?

Por eso, este libro de José Antonio Martínez Muñoz no es poesía moderna, ni postmoderna, ni poesía de la experiencia, ni novísima, ni vanguardista. Es una poesía muy antigua y muy vieja, porque no hay nada más viejo ni más antiguo que la ansiedad de buscarse, de circular por los caminos dando gritos de angustia. Diógenes, saliendo de su tonel y alumbrándose con un fanal, insistía en buscar a un hombre y provocaba la risa de sus contemporáneos. Todos lo creían loco o filósofo; y en realidad era ambas cosas: o sea, un poeta. Porque el hombre que buscaba era él mismo. Y es que un poeta habla siempre (si es auténtico y hondo) de sí, aunque nos hable de naufragios o de dioses, de cíclopes o de genistas, de lunas o de vientos. El creador se pone en claro escribiendo, escribiéndose. No hay mejor terapia, ni tampoco mayor desgarro, que el ejercicio insobornable de la poesía.

Martínez Muñoz, que es poeta de espeleologías convulsas, se planta frente a su entorno y formula inquisiciones terribles: ¿hay un cosmos bajo el caos que nos rodea? ¿Nos mienten las brújulas? Y, como Amundsen o el capitán Scott, avanza entre los hielos, las ventiscas polares y el cuchillo carnívoro del frío, porque se niega a dejarse arrullar por las hogueras cálidas y engañosas de nuestro mundo, que nos pretende anestesiados y que nos regala distracciones envueltas en seda, para que nos creamos felices y para que nos estemos callados. Y también para que nos conformemos con el pedacito de felicidad o de azar que nos ha tocado en suerte.

Quien lea este libro comprobará que el autor (ya lo anuncia desde el título) es Odiseo negándose a las sirenas. Y Odiseo, conviene recordarlo, es un héroe que lucha buscando un camino. Pero no un camino cualquiera, no un camino hacia la victoria, sino un camino hacia el ayer, un camino de regreso. Odiseo vuelve a la patria, vuelve al hogar, buscando la ardua reconstrucción de su ser. Todo su entorno (islas, olas, navegaciones, mujeres, naufragios, combates) son peldaños para subir o bajar hacia sí mismo, asideros ardientes a los que se agarra.

Ibn Arabi, en uno de sus escritos, afirma que hay oro en el cerebro humano. Y esta aberración fisiológica tal vez no lo sea tanto si leemos la frase en sentido existencial. Sí que hay oro dentro de nosotros, pero el trabajo que lleva a encontrarlo es durísimo. Y solamente los poetas de verdad se afanan con la suficiente energía: nadie les pide que canten, pero cantan; nadie les pide que busquen, pero sienten la necesidad de buscar; nadie les pide que se desgarren, pero se desgarran. Y ese martirio nos muestra la nota moral de sus vidas. Su voz es un código ético.

domingo, 24 de agosto de 2025

La estrategia del parásito

 


Lo de César Mallorquí es increíble. No solamente es el rey de la novela juvenil en España (la enumeración de sus premios resultaría abrumadora) sino que, libro tras libro, es capaz de actualizar sus temas y de situarse en la vanguardia, sin un solo desmayo, gracias no solamente a su excelente prosa y a su humor inteligente, sino también a su proteica capacidad para absorber los intereses de los adolescentes y convertirlos en magnífica literatura. César Mallorquí sigue pensando como un joven, y por eso sus obras encandilan a los jóvenes. Ahí radica su poder y su secreto. Frente al batallón de escribidores que todo lo cifran en temas trillados (amores de instituto, tensiones domésticas o situaciones de marginación), él abre el abanico y, al agitarlo, el aire a su alrededor se renueva: caligrafías secretas, tesoros escondidos en la selva, fraternidades nazis, catedrales malditas o, como ocurre en La estrategia del parásito, situaciones angustiosas relacionadas con el mundo de la informática y del control de nuestras vidas a través de Internet.

Nada más abrir el libro conocemos a Óscar, un estudiante de Periodismo de veintidós años. Acaba de enterarse de la muerte de su antiguo compañero de colegio Mario Rocafort y, sin tiempo para asimilar la noticia, recibe una carta suya que contiene, además, un misterioso pendrive. Por lo que cuenta, Mario ha realizado un descubrimiento que puede afectar al futuro de la humanidad, y le pide a Óscar que localice a cierto profesor universitario. A partir de ahí, el vértigo adquiere unas dimensiones que cortan la respiración del lector y que incluyen asesinatos, persecuciones, intervención de cuentas bancarias, accidentes muy sospechosos y un sinfín de anomalías que convencen a Óscar de que la situación es mucho peor de lo que pensaba: alguien está empeñado en matarlo para hacerse con el pendrive y carece de todo tipo de escrúpulos y de límites. Alguien (o “Algo”) que basa su poderío en el control invisible del mundo de Internet y que puede hacer cuanto se le antoje con un simple clic. Como se dice en una novela de Philippe Claudel, “estamos vigilados constantemente, vayamos a donde vayamos y hagamos lo que hagamos”. Pues bien, aquí César Mallorquí nos explica lo que hay (lo que sonríe de forma macabra) detrás de esa vigilancia. Resulta inevitable recordar aquella frase atribuida a Kurt Cobain (aunque ignoro si es suya): que seas un paranoico no quiere decir que no te persigan.

Quien se adentre en esta primera entrega (se trata de una trilogía, de la que iré dándoles cuenta) va a encontrar emociones, sorpresas y sustos casi en cada página, pero lo más importante es que la envoltura literaria es tan primorosa, tan sólida, tan convincente, que pueden ustedes dejar el libro con toda calma en las manos de cualquier joven lector: no solamente le estarán facilitando una obra trepidante y magnética, que le encantará (de hecho, yo he leído la novela por el consejo de mi hijo Álvaro), sino también un texto musculoso que lo convertirá en un lector adulto.

Lo dicho: el rey.

sábado, 23 de agosto de 2025

Peligro extremo de incendio

 


Recorro, con un estremecimiento de admiración que se va ampliando conforme avanzan las páginas, el volumen de relatos Peligro extremo de incendio, de la madrileña Juncal Baeza. Y encuentro en su interior siete historias sobre personas que acarician los límites y reciben su daño: la joven que, tras sufrir el desprecio de todos sus conciudadanos, siente el desgarro de ver cómo su hija de tres años está a punto de morir ahogada en el río del pueblo (“Lemna”); la parturienta primeriza que ve cómo matronas y enfermeras la tratan con frialdad y la abocan hacia una cesárea que en el fondo ella no desea (“Criatura hermosa”); la anciana rumana que, tras haber salido de su país y haber vivido mil humillaciones durante años, encuentra en unos perros su única compañía reconfortante (“Corre, Vior, corre”); la niña que vive una religiosidad confusa y que es liberada del temor por su única amiga, que le abre los ojos con una explicación artística (“El naufragio”); el adolescente que vive aturdido en una familia de apariencia perfecta, en la que no se siente cómodo ni integrado, y cuya válvula de escape es su tía Ted (“Holografía familiar”); la madrileña que, tras vivir una intensa experiencia vital en El Salvador, retorna a casa con otra forma de ver las cosas (“Los tristes más tristes del mundo”); y la hija que, tras cuidar durante un año el desmoronamiento de su madre por culpa del cáncer, es devorada por el incendio de la culpa (“Peligro extremo de incendio”).

Todas estas experiencias, llenas de acantilados emocionales, de vértigos silenciosos y de erosiones terribles, están narradas por Juncal Baeza con una impresionante solidez, tanto en el plano arquitectónico (el orden narrativo jamás presenta una fisura) como en el literario (les sugiero que se fijen de forma especial en los instantes en que adjetiva utilizando sustantivos: “El insulto alacrán de los compañeros” (p.95), “Le rebotaba el corazón antílope en el pecho” (p.149)  y otros ejemplos igualmente deliciosos).

Uno de esos libros que se disfrutan sin altibajos y que se terminan entre aplausos.

viernes, 22 de agosto de 2025

Florencio Cornejo

 


Francisco Umbral, valorando los méritos literarios del “aficionado” José Gutiérrez-Solana junto a los del “profesional” Pío Baroja, escribió del primero que “presenta mayor solidez, trabajo, precisión e imaginación para lo minutísimamente monstruoso […] Solana es un escritor duro y preciso, que hace con un cuchillo carnicero finísimas disecciones anatómicas y psicológicas” (Las palabras de la tribu, p.100). En esta novela suya encontramos confirmado ese juicio en cada una de sus páginas.

Sería muy discutible, en cambio, afirmar que Florencio Cornejo es una obra primorosamente escrita, según los cánones tradicionales de la belleza literaria. Solana, desentendiéndose de la callada música de la frase, incurre en notorias cacofonías, que alteran el equilibrio sonoro del texto. Así, no tiene empacho en afirmar que observa “sobre una mesa isabelina, una vitrina”, o que tiene ante sus ojos “una caja fabricada en trabajo de paja”. Y tampoco mostrará mayor esmero en la composición rítmica de algunos párrafos. Podríamos constatarlo incluso en el que comienza el libro, donde domina el vuelo torpe de la frase, carente de gracia, fluidez y brillo. Es un primer párrafo que, compositivamente, resulta más bien palmípedo, torpón, desgualdrajado y poco airoso. Pero es que, si nos desplazamos al terreno de las figuras literarias, observaremos idéntica pobreza plebeya, apenas alterada por esos “enjambres de truchas”, que iluminan la página 36 con la fulguración de su novedad.

¿Dónde reside, pues, el atractivo de esta novela de árido cañamazo y breve arquitectura, si tan crecido es el caudal de sus insuficiencias?

Yo considero que la virtud profunda de la prosa de Solana y, por tanto, de esta novela, reside en su capacidad casi mágica (muy típica del 98) para ver en los personajes una metáfora honda, negra, fiel, atroz, mostrenca y descarnada de su país y de su tiempo. Solana mira con ojos de pincel y escribe con pluma de bisturí. Y por eso esta novela es una creación tan peculiar, tan ilustrativa y tan paradigmática. El pintor Solana mira y escribe; el escritor Solana mira y dibuja, con los negros signos del idioma, su desgarro, su fotografía anímica de España, su acta notarial, triste y emocionada, del mundo que lo rodea.

En un país sin cultura, misérrimo y dejado de la mano de Dios, es lógico que la zafiedad se convierta en canon. Y Solana, consciente de este hecho sociológico, nos lo retrata en varias escenas impactantes. Lo hace, por ejemplo, en la página 39, en un aguafuerte vitriólico y soez, casi en la línea del esperpento de Valle, donde nos describe a la criada Gila en un párrafo demoledor: “Cuando se reía era inaguantable; eran unas carcajadas histéricas, interminables, hasta que concluía por caer al suelo, meándose en las sayas o haciéndolo de pie, como una mula”. Y lo vuelve a hacer en un retrato colectivo, tan tributario de Valle-Inclán como de Quevedo, cuando describe la cena en una fonda del camino con estas palabras: “Un eructo que soltó un hombre flaco que devoraba un plato de espinacas y relamía la pata negra de un pollo, al que contestó el espolique con un gran pedo, sirvió para establecer una mayor corriente de simpatía entre los concurrentes, y se empezó a hablar, con voz más fuerte y conversación animada, sobre las cosechas, la carestía de la vida y el encarecimiento de los fletes” (p.50).

Si tenemos en cuenta la débil línea argumental del libro (el anuncio de una agonía y su triste resolución), comprenderemos que ese era en verdad el interés del autor: no el de contarnos una historia, sino el de hilvanar una serie de retratos fidelísimos (y a la vez caricaturescos) sobre ciertos personajes representativos de “su” España negra, pobre y vestida de pana.

Umbral llamó a Solana, en otra de sus obras, “pintor de entierros” (Trilogía de Madrid). Y no sería muy extravagante suponer que Florencio Cornejo también es la pintura narrativa de un doble entierro: el de un hombre consumido por la fiebre y la enfermedad, y el de un país mortecino, gárrulo y demacrado, que se extingue enfangado en su propia ordinariez. Florencio Cornejo es, en este sentido, un cuadro más de José Gutiérrez-Solana, otro óleo compungido donde busca retratar el alma de su país. Como tal, me parece, ha de ser leído.

miércoles, 20 de agosto de 2025

El ocaso de la democracia

 


Recuerdo que, cuando terminé de leer el espléndido libro Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que yo (espero que no suene a petulancia) lo hubiera titulado Todo lo que parecía sólido, porque ninguna construcción político-social es eterna o inmutable. Ahora descubro, en el libro El ocaso de la democracia, de Anne Applebaum, esa misma idea. Es verdad que en la mayor parte de los países occidentales vivimos bajo regímenes democráticos, pero esa situación (amable, aunque perfectible) puede verse subvertida en cualquier momento. “Dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia”, nos explica la autora. Y lo terrible es que, si observamos con atención, ese proceso parece haber comenzado en muchas partes del mundo, con la aparición de partidos o figuras de clara vocación totalitaria, que se sirven de las redes sociales y de la constante manipulación psicológica para crear atmósferas adecuadas a sus intereses. Anne Applebaum lo va analizando en los casos de Polonia, Hungría, Inglaterra, Estados Unidos, Italia o España.

Partiendo de las inseguridades, los miedos o las equivocaciones de los gobiernos democráticos, las termitas del autoritarismo comienzan su trabajo de forma lenta, eficaz e implacable, convenciendo a un número creciente de ciudadanos de la necesidad de dinamitar el Estado y construir otro modelo rector, basado en la Patria, la Raza, la Religión o cualquier otra mayúscula por el estilo. Esa operación se urde meticulosa y orgánicamente, a través de un conjunto de actuaciones muy bien sincronizadas (“Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto. Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el descontento, canalice la ira y el miedo e imagine un futuro distinto”); y también a través de la repetición de amenazas conspiratorias o fantasmales, que sean capaces de convencer mediante la repetición a las mentes menos analíticas o menos informadas (“El atractivo emocional de una teoría conspiranoica reside en su simplicidad. Explica fenómenos complejos, da razón del azar y los accidentes, ofrece al creyente la satisfactoria sensación de tener un acceso especial y privilegiado a la verdad”). Basta con buscar a alguien a quien atribuir todos los males de la nación (Soros, los comunistas, los musulmanes, los ateos, los fascistas, los judíos) y proyectar sobre esas personas todos los odios, todos los rencores, todas las incapacidades propias. El cóctel no puede ser más eficaz ni más peligroso.

¿Se trata de un proceso irreversible? Posible y tristemente, sí. Primero, porque el grito resulta para la mayoría de la población más convincente que el análisis; y la pirotecnia es más llamativa que los trajes grises. Y segundo porque la unidad es “lo que constituye una anomalía: la polarización es normal. También el escepticismo con respecto a la democracia liberal es normal. Y el atractivo del autoritarismo es eterno”. Una larga y aburrida negociación no dispone del mismo fulgor que un puñetazo en la mesa; una sonrisa o un apretón de manos no puede competir “espectacularmente” con el mentón elevado de Mussolini, los ladridos histéricos de Hitler o el rictus soberbio de Trump.

De todos modos, Applebaum prefiere cerrar su ensayo con un párrafo donde deja abierta la puerta a la esperanza: “Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que la historia puede volver a irrumpir en nuestra vida privada y reorganizarla. Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que ciertas visiones alternativas de nuestras naciones intentarían arrastrarnos consigo. Pero puede que, al abrirnos camino a través de la oscuridad, descubramos que juntos podemos oponerles resistencia”. Es hora de elegir.

lunes, 18 de agosto de 2025

La nieta del señor Linh

 


Cantaba el maravilloso Joan Manuel Serrat que, de vez en cuando, la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas. También sucede con el mundo de los libros. Algunos son como los días negros del calendario: normales. Otros están teñidos de rojo, y te provocan una gran alegría, convirtiéndote en devoto de ese autor o autora. Y un pequeñísimo porcentaje (los milagros no pueden ser tumultuosos) se convierten en hitos mágicos: te emocionan, te llenan el corazón y subrayan de lágrimas tus ojos (no por tristeza, sino por una enorme gratitud, por una inabarcable felicidad). Me acaba de ocurrir con esta novela de Philippe Claudel, que traduce José Antonio Soriano Marco y que publica el sello Salamandra bajo el título de La nieta del señor Linh. ¿Experimentará la misma embriaguez cualquier persona que se acerque a este libro? Indudablemente, no, porque el mundo de la lectura está sujeto a infinidad de variables subjetivas: lo que para una persona es prodigioso, para otra ingresa en el fastidio más insufrible. Creo que está bien que así sea.

Conocemos desde el principio al anciano señor Linh, quien tras haber sido testigo de la muerte de su esposa, su hijo y su nuera coge en brazos a su pequeña nieta Sang Diu y abandona para siempre su triste país destrozado por la guerra. Está aturdido. Está confuso. Pero sabe que tiene que seguir luchando por la pequeña. De ahí que, cuando desembarca en un país cuyo idioma no conoce y se le ubica en un centro de refugiados, sigue esforzándose por sacarla adelante. Apenas come, apenas le quedan fuerzas, pero “la lleva en brazos como se lleva un tesoro” (p.61). Un día, se sienta junto a él en un banco público un hombre gordo, que fuma muchísimo y que le habla con amabilidad, recordando sobre todo a su esposa. El señor Linh no lo entiende. El señor Bark tampoco lo entiende a él. Pero sus soledades se acompasan y van fraguando una deliciosa relación. Gracias a los gestos, a las fotos que se enseñan el uno al otro, al tono pausado en que se hablan, ambos sienten que se han convertido en amigos, hasta el punto de que el señor Linh, pensando en la esposa de Bark, se plantea una hermosa hipótesis: “Puede que haya muerto. Está en el país de los muertos, como la suya, y quizá, se dice, quizá en ese lejano país su mujer y la mujer del hombre gordo se han encontrado, como se han encontrado ellos. La idea lo emociona. Lo reconforta. Espera que haya ocurrido así”, pp.63-64). El señor Bark, agradecido por la forma amable en que el señor Linh escucha sus penas, le regala un pequeño vestido para su nieta. Pero esa felicidad se torcerá cuando las autoridades decidan recluir al señor Linh en otro sitio de la ciudad, sin que le dé tiempo a avisar (¿y cómo hacerlo, si no conoce su idioma?) a su amigo.

Lo dejo aquí. Busquen ustedes el libro y paseen por las páginas conmovedoras y entrañables de esta historia que a mí, honestamente, me ha tocado el corazón.

sábado, 16 de agosto de 2025

El crimen del conde Neville

 


Parece imposible que, en una novela de tan corto número de páginas, puedan cohabitar (e incluso ser llevadas al extremo) tantas emociones: la sensación de fracaso, el glamour, la dignidad, el ansia de morir, la superstición, el miedo… De la mano de Amélie Nothomb, El crimen del conde Neville (que traduce Sergi Pàmies y publica Anagrama) lo consigue de forma notable.

Imaginemos que estamos en el castillo de Pluvier (Bélgica), donde viven el conde Neville, su esposa y sus tres hijos. La ruina económica provoca que la familia deba desprenderse de esta ilustre posesión; y para abandonarla de un modo elegante y a la altura del prestigio que los Neville llevan décadas cultivando se va a celebrar una fiesta en los jardines, al que estarán invitados todos los notables del entorno. Hasta ahí, un cuadro de decadencia nobiliaria sin más aditamentos. Pero una noche, la hija pequeña del conde, Sérieuse, decide dormir a la intemperie y, tras ser rescatada al borde de la congelación por la vidente Rosalba Pontenduère, posibilita que su padre reciba una predicción macabra: matará a uno de sus invitados durante la fiesta. Incrédulo y hasta burlón, el conde acabará por sentir que esa profecía lo invade y comienza a plantearse a quién elegiría para cometer ese crimen. ¿Tal vez a Charles-Édouard van Yperstal, que cometió la grosería de decirle a su esposa que aún era bella? ¿Quizá a Cléophas de Tuynen, que nunca le ha caído bien? Viendo que ese ejercicio comienza a convertirse en obsesivo y que incluso le quita el sueño, su hija Sérieuse le propone una solución mucho más cercana: que la mate a ella. Aturdido, el conde escucha cómo su benjamina le confiesa que se encuentra harta de la vida y que, en el sentido trágico griego, qué mejor solución que sea su propio padre quien la libere de esa zozobra existencial.

A partir de ese momento, comenzará la lucha íntima, feroz y perturbadora, entre padre e hija, quienes esgrimen sus argumentos y se echan en cara sus defectos y sus virtudes en algunas páginas de inquietante densidad psicológica.

Convencida la hija de que quiere morir y convencido el padre de que quizá ella le esté pidiendo algo muy razonable llegaremos hasta la página final, donde Amélie Nothomb imprime a su relato un giro inaudito, que deberá descubrir quien lo lea.