jueves, 10 de abril de 2025

Mucho pasado puede matarte

 


Se dirá mil veces y siempre serán pocas: qué complicado es crear un libro de cuentos que no sea una mera recopilación. Hace falta, primero, aquilatar cada una de las narraciones, pulirla, dejarla perfecta, tanto estructural como literariamente; y después hay que conseguir que el conjunto de las narraciones sea armónico, sin altibajos, sin desequilibrios. No vale que dos o tres de las historias sean magníficas, no basta que lo sean la mitad: han de serlo todas. Por eso, cuando cae en mis manos un volumen que cumple esas características me siento tan feliz y lo recorro con tanta gratitud. Es lo que ocurre con Mucho pasado puede matarte, del malagueño José Antonio Sau, de reciente publicación.

De sorpresa en sorpresa (siempre sólidamente redactadas), vamos descubriendo a verdugos que atraviesan una crisis y sufren sus consecuencias; a periodistas que son engañados en el desempeño de su labor profesional; a muchachos que se enamoran fatalmente de la persona equivocada; a mujeres que son capaces de anticiparse a la muerte de seres cercanos; a maestros que sufren un fusilamiento anómalo durante la guerra civil de 1936; a antiguos nazis que están a punto de ser capturados, muchos años después de haber escapado de la justicia; a tías que están seguras de escuchar voces de ultratumba; a empleados que, de pronto, incurren en la convicción de estar recibiendo mensajes extraterrestres; a drogadictos que lo único que quieren es ver de nuevo a su hija; o a niños que sufren el espectáculo de la violencia doméstica de su padre…

Poderoso en las tramas y elegante en la formulación literaria, José Antonio Sau nos dibuja con sus palabras un buen muestrario de horrores y grietas que, en síntesis, representan el mundo que nos cobija. Es un atributo que solamente pueden exhibir los grandes autores. Léanlo.

martes, 8 de abril de 2025

Seguidillas del 2024

 


La autora del prólogo (Aurora Gil Bohórquez) lo dice con exactitud condensada: “Estamos, pues, ante un diario en seguidillas”. Me parece atinadísima sentencia, que captura en siete palabras el espíritu del libro. Porque lo que percibimos los lectores cuando transitamos por estos sesenta poemas es precisamente eso: su condición de álbum emocional. Gracias a sus palabras (y a la música elegante y bien pautada que los modula), estos textos nos trasladan con singular acierto la temperatura anímica que en cada instante presenta el autor: cuando se acerca hasta las Fuentes del Marqués, cuando viaja a México, cuando contempla las hojas caídas en su terraza, cuando mira con ternura los libros que se alinean en un estante de su casa playera, cuando viaja en tren, cuando pasea por la Trapería murciana, cuando visita las Hoces del Júcar, cuando se detiene ante un cuadro de Sofía Morales o de Darío de Regoyos, cuando lee durante un largo insomnio un libro espectacular de Nuccio Ordine o cuando sus pupilas y su corazón recorren las gotas de agua que salpican el cristal de la ventana un domingo de abril.

Sigamos sumando hermosura al precioso tomo: las imágenes que adornan todos los poemas. Son fotografías efectuadas por el autor, por su esposa, por su hijo Yayo, por Martha Cuanalo, por M. del Loreto o por Sonia Varó: instantáneas en las que paisajes marinos, uvas esplendorosas, balaustradas nocturnas, jardines soleados, paulonias florecidas o huertanas juncales sirven de contrapunto visual a las palabras de Santiago Delgado.

Hace años, el escritor reivindicaba su derecho a componer versos, aunque no se le pudiera etiquetar prioritariamente de poeta. Discrepo de esa humildad: sí que lo es. Y estas Seguidillas del 2024 lo demuestran con holgura y contundencia.

domingo, 6 de abril de 2025

La reina de las aguas

 


Hay autores de quienes siempre aguardo, con expectación y con fervor, cada libro que publican, porque las páginas suyas que he podido saborear me han transmutado en adepto. Con Fernando Clemot me ocurre desde 2009, en que tuve la fortuna de tropezarme con Estancos del Chiado, un volumen prodigioso de cuentos que terminaría alzándose poco después con el premio Setenil (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/03/estancos-del-chiado.html). Ahora acude hasta mis manos su obra La reina de las aguas (Un viaje eterno por Roma), que publica La línea del horizonte con una exquisita cubierta pompeyana.

¿Y qué puede encontrarse allí? “Es un itinerario que entiendo como una carta de amor a una ciudad y a un tiempo”. Con esas palabras lo define el autor en la página 13, y no puede expresarse con más tino ni con más belleza. Acompañado por su esposa Eva y por su hija Emma (en uno de los viajes) o por sus amigos Jordi Gol y Ángel Lobato (en otro), el magnífico escritor barcelonés nos ofrece un espectáculo inigualable de erudiciones históricas y arquitectónicas, de reflexiones artísticas e incluso de anécdotas personales (ese perro que estuvo a punto de clavarle los dientes, ante la mirada iracunda de la dueña; ese paseo temerario por el túnel Pettinelli, más peligroso de lo que él sospechaba; esos juegos infantiles de Emma en la fuente del Collar de Perlas, mientras él estaba observando desde un banco). Mezclando documentación y curiosidad, éxtasis y enamoramiento, vemos al autor paseándose por Santa María Maggiore; entrando en el cementerio de Verano y depositando rosas en las tumbas de Marcello Mastroianni, Elsa Morante y Vittorio Gassman; descubriendo los detalles del terrible bombardeo de San Lorenzo, en septiembre de 1943; subiendo de rodillas la Escalera Santa (y rezando un padrenuestro en cada peldaño “y hasta los retales del avemaría que recordaba”); o quedándose hechizado por los sepulcros etruscos (la secuencia que ocupa las páginas 139-143 es de una belleza cautivadora).

Una obra delicada, hermosa, casi fragante, donde Roma palpita en cada párrafo y donde el hechizo de la Ciudad Eterna se convierte en un viaje eterno, que Fernando Clemot destila con sabiduría para nosotros. Gracias sean dadas.

viernes, 4 de abril de 2025

Viaje al centro de la Tierra

 


Hay que ser un absoluto genio para, cuando inicias el capítulo XVII de tu novela y has alcanzado las cien páginas, hacer que uno de tus personajes pronuncie esta frase: “Empezaba el verdadero viaje”. Es entonces cuando, parpadeando, el lector se da cuenta de que, en efecto, ha ido avanzando hoja tras hoja, sugestionado por la atmósfera creada por el autor, pero que aún, verdaderamente, no se ha iniciado el núcleo duro de la historia. Con un par. Por eso, Julio Verne es Julio Verne, qué diablos. Y por eso Viaje al centro de la Tierra es la inmortal aventura que, generación tras generación, nos ha fascinado a miles, a millones de lectores (con la ayuda, también, del mundo del cine).

Estamos en la Koningstrasse, donde el profesor de mineralogía Otto Lidenbrock acaba de llegar a casa con un libro antiquísimo escrito en runas, del que emerge un papelito que contiene un misterioso criptograma. Auxiliado por su sobrino Axel, no tardará en descubrir que se trata de las enigmáticas instrucciones que Arne Saknussemm, un alquimista del siglo XVI, ha consignado para que cualquier otro viajero pueda repetir la proeza geológica que él dice haber ejecutado: llegar hasta el centro de la Tierra. A partir de ahí, ya se pueden imaginar: preparativos, navegaciones complicadas y, por fin, llegados a Islandia, la contratación de Hans, un expedicionario silencioso que los llevará hasta la cima del Sneffels, donde la sombra del Scartaris indicará la abertura por la que deben introducirse para que dé comienzo la aventura. Y a pesar de que “las palabras de la lengua humana no pueden bastar al que penetra en los abismos del globo” (así se pregona en el capítulo XXX), lo cierto es que Verne, exhibiendo una documentación geológica y paleontológica absolutamente deslumbrante, nos invita a que nos sumemos al viaje, en el que nos asfixiará el calor, nos agobiará la angostura de algunos pasajes, nos fascinará la presencia de un inesperado mar (“más acreedor que todos los otros al nombre de Mediterráneo”), nos aturdirán la oscuridad y los golpes, nos sorprenderán los restos óseos que encuentran y, en fin, nos obligará a soñar, a fantasear, a ser niños.

Me cautivó en mi adolescencia y ha vuelto a cautivarme en mi madurez. Quizá no sería mala idea retornar a otras novelas de este admirable novelista francés.

jueves, 3 de abril de 2025

Ángel de tierra

 


El padre. La figura del padre. Está ahí desde la infancia, protector como un árbol, invisible a veces, en la segunda fila de un palpitar que suele poner a la madre en primer término, al menos durante los primeros años. Y de pronto, sin que quizá reparemos en ese paso adelante, su figura se llena de luz; y entendemos su papel, su importancia, su impronta. Antonio Marín Albalate se concentra en esa mirada del hijo hacia el padre (mirada admirativa, extasiada, agradecida) en su poemario Ángel de tierra, en el cual el sustantivo “padre” aparece en todos los poemas, absolutamente en todos. Sesenta veces.

Nos dibuja en sus versos la imagen de un hombre que ya “peina sus cuatro pelos azules”, que representa “la ternura triste de un invierno muy delicado”, que se mantiene en ocasiones “autista en su galaxia de silencio”, que aún despliega ante el hijo “su honda paciencia de pan”, que tiene “un par de palmeras en sus ojos”, que “teme la industria del frío” y que, por desgracia, “es ya casi un ocaso”. Desde la fascinación y desde el amor más hondo, el poeta convirtió durante los años 1997 y 1998 esa figura languideciente en versos, que luego publicó en 2001, unos meses después del fallecimiento de su progenitor.

Un texto sin duda emotivo, donde infancia, madurez y senectud unen sus dedos para entregarnos unas páginas poéticas magníficas.

martes, 1 de abril de 2025

Muro de escribir cosas que me dicen que existo

 


Un terremoto. Eso supone para mí la lectura de cualquier libro de Miguel Sánchez Robles, al que conocí hace veinticinco años (o por ahí) y al que re-conozco con infinito asombro y admiración año tras año, página tras página, poema tras poema. No he conocido otra voz como la suya, capaz de inquietarme, de removerme, de descolocarme, de hacerme pensar y sentir. Cada título suyo es un cáliz de belleza y dolor, que cojo y me quema los dedos, que bebo y me abrasa la garganta, que rumio y me desconfigura el cerebro. Perdonadme que resulte tan confuso a la hora de “reseñar” sus obras (líbreme Dios de intentar tal desatino), pero es que Miguel se ha quedado con todas las palabras, con todas las emociones, con toda la luz; y a los demás solamente nos queda leer en silencio sus líneas, y sentir que eso que ha escrito lo hemos pensado nosotros sin palabras, en esa especie de nebulosa a la que llamamos melancolía, o tristeza, o desamparo. Pero, claro, él lo dice siempre mejor: usa barro, lágrimas, sueños, rompimientos de gloria, escaparates, pantallas de televisión, cielos nubosos, trigo que nace, brújulas… El resultado es estremecedor.

“No sé cómo empezar”, nos dice desde el primer verso, porque entiende que “casi todo es naufragio”. Más tarde, deja la mirada perdida y nos aclara: “No vivo de verdad. / Huyo del tiempo. / Arrastro la nostalgia / de lo que no pasó”. Luego murmura: “Me dan miedo los ojos de los galgos / y pensar muy despacio / que la luz de las estrellas ya ha ocurrido”. Y luego nos estremece con fórmulas tan contundentes como reveladoras: “Me da miedo vivir embalsamado”. Y llegas a las páginas 65-67 y las lees dos, tres, cuatro veces. En bucle. Y descubres que este autor es mágico, y lúcido, y especial. Para mí, al menos.

A este poeta no se lo puede explicar, ni resumir, ni convertir en etiquetas: hay que leerlo. Es único. Es imprescindible. Es un puto genio.

domingo, 30 de marzo de 2025

Un largo silencio

 


Ha habido muchas frases que me han impresionado en mi vida, como es natural. Pero recuerdo especialmente una, que leí en un libro de Fernando Fernán-Gómez (aunque ignoro si la autoría le pertenece): que el final de la guerra civil de 1936 no trajo la paz, sino la Victoria. Es decir, la complacencia fanfarrona, la venganza, la prepotencia, la humillación, la altanería, el desdén, el odio. Imaginar a tantas víctimas durmiendo retorcidas en las cunetas o en los campos silenciosos de Víznar produce dolor, pero aún es más amargo imaginarse a quienes tuvieron que agachar la cabeza, dejar que los raparan, que les negaran trabajos, que les exigieran sumisiones constantes o que se les señalara con gesto agrio, durante más tiempo del que el sentido común o la compasión dictaban.

En esa derrota larguísima viven las mujeres de la familia Vega, que salieron de Castrollano en octubre de 1937 y que ahora, concluidos los años brutales y atroces de la guerra, vuelven a la que fue su casa para intentar reconstruir lo que queda de sus vidas. Simbólicamente, lo primero que presencian es una larga procesión, que se está celebrando para devolver al pueblo a la Virgen de la Lluvia, patrona del lugar. La escena marcará el tono de lo que pueden esperar en Castrollano: religiosidad recuperada o impostada, miradas devotas e iracundas a la vez, mucho color negro en las ropas y una atmósfera de rechazo que demuestra que nadie está dispuesto a darles la bienvenida, porque conocen su pasado republicano y no desean que se las relacione con nadie decente.

Han pasado una larga serie de calvarios, que han tenido que apurar ellas solas, sin apoyo de nadie: María Luisa, para conseguir que su marido fuera trasladado hasta la prisión de Castrollano, tuvo que realizar tristes y humillantes concesiones sexuales al baboso director de la cárcel donde se encontraba. Nunca se lo contó a su marido. Nunca se arrepintió de hacerlo. Alegría sufrió el maltrato de su esposo, acrecentado cuando le dio una hija, en lugar del varón que él esperaba. Tuvo que volver a la casa familiar para que no la siguiera maltratando. Él terminó muriendo, cirrótico, en un hospital. Merceditas es una niña aún, pero ya oye cómo sus amigos hablan de “rojos” y de “fusilar” para referirse a ellos, los vencidos. Feda se enamoró de un señorito de buena familia, llamado Simón, que ahora es un triunfador franquista que vive en Madrid y que le escribe diciéndole que rehaga su vida, como él está haciendo. Y que se aleje de su familia roja y que empiece a ir a misa. Margarita huyó por temor a las represalias o el fusilamiento, porque era notoria su conducta izquierdista. ¿Será necesario seguir aportando detalles sobre la devastación que las corroe por dentro?

La ciudad a la que han vuelto es un prontuario de “cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, pese a todo, anhelan vivir”. Y ellas también desean vivir, reconstruirse, preparar un futuro para la niña que las acompaña. Por todos lados topan con el rechazo (incluso las personas que suponían amigos les exigen un imposible certificado de adhesión al Movimiento Nacional para darles un trabajo misérrimo), pero también aparece de forma esporádica alguna luz, como la encarnada en el honrado monárquico don Plácido Bonet, que auxilia todo lo que puede a las mujeres de la familia Vega (pese a tener ideas distintas a las suyas).

El estraperlo, los rencores, la miseria, las venganzas, la muerte, el hambre, los cascotes, el frío continuo, las chabolas levantadas con restos de casas bombardeadas o las miradas llenas de acrimonia son convocados por la brillante Ángeles Caso en esta novela, que me ha recordado desde el principio el movimiento de las olas, que avanzan hacia la arena, la besan y luego se retiran. Una y otra vez. Incansables. Con su rumor de agua y sal. Así, con ese ritmo lento y continuo, los lectores vamos recibiendo detalles sobre los protagonistas, hasta conformar un óleo lleno de angustias, esperanzas, decepciones y ternuras.

En los ojos de todos los derrotados puede observarse “un largo silencio que habrá de cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la esperanza”. Siempre ha sido así y conviene no olvidarlo.

sábado, 29 de marzo de 2025

Tristes armas

 


Harmonía y Rosa son dos criaturas que, desde sus primeros años, han sufrido golpes terribles a causa de la guerra civil española de 1936. Su padre era un maestro que, negándose a aceptar la sublevación de los militares desleales, toma las armas para combatir por la república; su madre trabaja como enfermera en un hospital de campaña. Ambas ocupaciones les impiden atender a sus hijas de la forma en que quisieran y, sabiendo que sus familiares son afectos a la causa fascista, prefieren dejarlas en un orfanato. Unos meses después, las verán partir hacia Rusia, donde (sin que ellas lo sospechen) habrán de permanecer muchísimo tiempo. Es la triste condición desgajada de los niños de la guerra.

Repartiendo su mirada en dos frentes narrativos, la gallega Marina Mayoral nos va relatando las vicisitudes de ambas ramas familiares: esos padres que se quedan, esas hijas que crecen en un mundo lejanísimo. En los dos lados florece el sufrimiento, pero también en los dos palpita la esperanza. “Si las cosas fuesen como deben ser, si siempre ganasen los buenos, este mundo sería un paraíso; y no lo es. Pero nuestra obligación es luchar para que no sea un infierno”, dice uno de los personajes en la página 51. Y creo que el ímpetu moral de esas palabras es el que mantiene el tono humano de la obra, donde vemos a unas niñas que, tras escribir una primera carta a su madre (una carta que la guerra, primero, y la censura, después, y la cicatería de sus familiares, por fin, paraliza antes de que llegue a su destino), se dedican a la valiente tarea de sobrevivir, con la ilusión del reencuentro.

Durante los años y décadas siguientes, cada uno de los personajes irá labrando su propio sendero: celebrarán matrimonios, tendrán hijos, se esforzarán por sus ideales, soñarán con volver a ver a los demás, se apoyarán con infinito amor. Y, al cabo, como las golondrinas, terminarán volviendo al pueblo de la infancia, donde el nieto del viejo cartero les reserva una sorpresa.

Una novela deliciosa, que no solamente gustará a los lectores jóvenes, sino que les permitirá conocer un período tan triste como inolvidable de la historia de España.

jueves, 27 de marzo de 2025

El tesoro de Gastón

 


Es cierto que las historias “edificantes” suelen correr el riesgo de resultar algo toscas, o predecibles, o gazmoñas. Pero también es cierto que, si están escritas con elegancia y desarrolladas con tino, el lector tiende a olvidar esa condición para centrarse en las bondades del relato. Así ocurre, creo, con El tesoro de Gastón, de la gallega Emilia Pardo Bazán. Su asunto, que ahora resumiré en unas pocas líneas, podría haberse convertido en otras manos en un pastel empalagoso: el joven y alocado Gastón de Landrey, después de unos años de vida desenfrenada (que incluye viajes, amores y dispendios en joyas y licor, entre otros dislates), consulta con su administrador y descubre que se encuentra el borde de la ruina: con un poco de suerte, podría salvarse una parte diminuta de su caudal. Pero antes de que la más espantosa desesperación anide en él, su anciana tía la Comendadora (que vive desde hace años en un convento) le entrega una vieja nota familiar donde se informa de la existencia de un tesoro oculto en una de sus propiedades. Como es lógico, y teniendo en cuenta que el chico nada tiene que perder, se aferra a esa posibilidad y parte hacia Galicia. Allí se encuentra con otro administrador fraudulento (Lourido), que lleva años expoliando sus bienes… pero también se encuentra con Antonia Rojas, una bella viuda que de inmediato atrae su atención.

Esa mezcla narrativa, donde los malvados villanos erosionan la riqueza del joven e ingenuo señorito, donde el amor se presenta en forma de mujer perfecta (tan guapa como humilde, tan devota como inteligente, tan cariñosa como recatada), donde las murmuraciones acechan todos los actos de los protagonistas y donde la luz de la esperanza proviene de un tesoro oculto, resulta tan peligrosa, tan resbaladiza, que solamente el buen hacer de doña Emilia puede hacerla viable.

No se trata de una de sus novelas mayores, obviamente, pero se lee con agrado.

martes, 25 de marzo de 2025

Los milagros de la vida

 


Todo en la vida, si lo miramos con una cierta capacidad de asombro, bordea los límites del milagro o se adentra decididamente en él: la respiración, el amor, la amistad, la luz, la música, el sonido del mar, abrir los ojos por la mañana y seguir viviendo. Casi ninguno de esos asombros tiene una conexión directa con la religión, a pesar de que tradicionalmente se haya querido vincular el sustantivo “milagro” con ese ámbito del pensamiento.

Un viejo pintor que vive a mitad del siglo XVI en la actual zona de Amberes (“un hombre al que la vida había enseñado que en el estrato más profundo no hay más que transparencia y tranquilidad, un hombre con experiencia, al que los muchos días y años habían vuelto sencillo”) recibe el encargo de pintar un cuadro de la Virgen María para ornar una iglesia; y en su búsqueda de la mejor modelo para el rostro de la madre de Dios descubre a la joven Esther, una judía a la que su abuelo salvó de un pogromo entregándola a un tabernero flamenco para que la criase. Extasiado por las líneas de su rostro, el anciano artista se propone convertir a la muchacha al cristianismo, mostrándole imágenes religiosas y narrándole algunas historias bíblicas; pero pronto se da cuenta de la renuencia de Esther, y se concentra en la tarea de pintarla. Lo hace mientras ella sostiene un bebé en sus brazos, al modo de una Madonna.

Unas semanas más tarde, los acontecimientos se precipitan: el clima político de la ciudad se enrarece e impregna de violencia, Esther tiene su menarquía y el pintor, concluida la obra, la entrega al comerciante que se la encargó, para que sea expuesta en la iglesia. El problema vendrá cuando la turba, enardecida contra España, comience con su labor devastadora e iconoclasta. ¿De qué forma podrá salvarse el cuadro recién pintado, por el que Esther siente embeleso?

Una pequeña obra maestra de Stefan Zweig, que leo en la traducción de Berta Vias Mahou (publicada por el sello Acantilado), donde se nos invita a reflexionar sobre todos esos milagros cercanos y a veces invisibles que, como indicaba al comienzo, constituyen la médula de la existencia y nos obligan a meditar en silencio sobre el sentido de cuanto nos rodea.

domingo, 23 de marzo de 2025

El niño con el pijama de rayas

 


No sabría calcular cuántas horas de mi vida le he dedicado a la lectura de libros o a la visualización de documentales sobre el mundo nazi: al principio, lo hice para conocer la realidad de aquel horror inhumano, inconcebible, paralizante, que supuso la irrupción de aquella nauseabunda ideología en la desprevenida Europa; después, para elaborar una novela que publiqué allá por 2011; siempre, para evitar el olvido (que, en el mejor de los casos, resulta una torpeza; y, en el peor, un rasgo de idiotez o de complicidad). Ahora, con la distancia adecuada (la obra supuso un bombazo editorial y prefiero leer ese tipo de libros años después), me acerco hasta las páginas de El niño con el pijama de rayas, de John Boyne, traducido por Gemma Rovira Ortega. Allí me encuentro con Bruno, hijo de un militar de alta graduación del ejército alemán, que conoce levemente al “Furias” (ha cenado una noche en su casa, con su acompañante Eva) y que termina yéndose a vivir con su familia a “Auchviz”, donde el padre ha sido destinado forzosamente en su nuevo puesto como comandante. El chiquillo tiene nueve años y encaja mal ese traslado, que lo separa de sus abuelos y de sus tres mejores amigos. Durante semanas, su estancia allí se le vuelve irritante y claustrofóbica, porque no entiende qué ocurre al otro lado de las alambradas, donde todo el mundo parece pasarse el día en pijama. Pero un día conoce a un niño, llamado Shmuel, con el que empieza a charlar y con el que inicia una amistad (secreta) cada vez más luminosa.

Una narración muy eficaz, donde la inocencia y la crudeza se unen para formar un tejido agridulce, cuyo final (por Dios santo, qué final) conmueve e inquieta. Allí donde las palabras se detienen se inicia el pensamiento, firme e inmaculado: nunca más.

sábado, 22 de marzo de 2025

Los santos inocentes


 

No sabría determinar con exactitud cuántas veces he leído Los santos inocentes. Desde luego, son más de seis (que fueron los años en que la leímos en voz alta en mis clases de bachillerato, comentándola). Pero acabo de descubrir, con un alto grado de estupor, que en ninguna de esas ocasiones se me ocurrió poner por escrito la reseña. Más raro que un yogur de cebolla.

También es verdad que, con el paso del tiempo, resulta prácticamente imposible separar lo que mi cerebro extrajo de la lectura y lo que extrajo de la película de Mario Camus, con las interpretaciones magistrales de Paco Rabal, Alfredo Landa, Terele Pávez, Juan Diego o Agustín González. Así que me voy a limitar a decir que la obra (o, siendo riguroso, la mezcla de las dos obras) impregnó mi alma y dejó una huella imperecedera en mi interior. Esa conformidad angustiosa de los personajes humildes; esa altanería estomagante y sádica de los “señoritos”, que se niegan a todo atisbo de humanidad; ese mundo campesino lleno de hambre, resignación y miedos atávicos… No hay forma de permanecer impasible ante las mezquindades de las que somos testigos. En ese sentido, Los santos inocentes es una de las novelas más conmovedoras que he leído en mi vida (huelga decir que utilizo el adjetivo “conmovedoras” con pleno conocimiento de su etimología): te convierte en espectador y en testigo, en ser espantado y en ser compasivo.

Por eso, la obra hay que leerla y releerla; y la película hay que verla y reverla. No dejar que aquellas verdades se olviden, no tolerar que aquella ciénaga se pueda repetir. Miguel Delibes no nos dejó un libro: nos dejó un mensaje.

jueves, 20 de marzo de 2025

Esta espera que lo envenena todo



Reconozco que últimamente atraen mucho mi atención aquellos libros de cuentos en los que, lejos de percibir propuestas independientes, advierto conexiones entre unas y otras. Y la explicación es muy sencilla: creo que unen de manera muy interesante las bondades del relato y las de la novela, erigiéndose en híbrido seductor que reproduce la médula esencial de la vida: estamos rodeados de todo tipo de historias, que se unen, confluyen o divergen de mil modos distintos. Cómo no admirar un anillo de oro sobre el que se engastan varias piedras preciosas.

Ocurre así en el último volumen de la barcelonesa Maite Núñez, que pone ante nuestros ojos una docena de narraciones con un denominador común: la espera, que muchas veces no es sino la antecámara del dolor. Madres que aguardan con angustia el diagnóstico (que no parece halagüeño) de su hijo; ancianas con alzheimer que exhalan su último suspiro en un geriátrico, sin ningún tipo de compañía familiar o amistosa; adolescentes que descubren la existencia de una posible amante de su padre; parejas que se erosionan ante la imposibilidad de concebir; hombres de mediana edad que buscan en una prostituta lo que su mujer (enferma de gravedad) ya no puede concederles; periodistas deportivos que salen a recorrer la ciudad buscando farolillos para la fiesta de cumpleaños de un hijo que, quizá, ya no cumpla ninguno más; ancianos que adquieren el día de san Valentín, y luego guardan en un cajón, una joya para la esposa que los abandonó hace años; albornoces que se quedan colgando, vacíos, en cuartos de baños donde el silencio araña; vendedores fraudulentos; mujeres que vacían su tristeza en los oídos de un amante desdeñoso… El abanico de soledades y desgarros que padecen estos personajes es tan amplio como conmovedor. Y leyendo sus historias resulta imposible no acongojarse, porque la autora las consigna de una forma magistral, logrando un difícil equilibrio entre tristeza y literatura.

Francisco Umbral tituló uno de sus libros, quizá lo recuerden, con el mismo rótulo que ya había usado anteriormente Paul Éluard: Capital del dolor. A partir de ahora, la capital del dolor es San Cayetano, por obra y gracia de Maite Núñez.

martes, 18 de marzo de 2025

El bozal

 


Quizá haya un cierto número de lectores que se acercarán a este libro porque en él se habla (lo pregona la contraportada) de perros. Y no es mentira, ciertamente. Hay perros aplastados en un derrumbamiento, perros que sufren una triste muerte accidental, perros abandonados, perros envenenados, perros que ladran y muerden, perros perdidos entre la niebla. Pero, en realidad, Marc Colell no está hablándonos aquí de perros, sino de algo más. De mucho más. Nos habla de la condición humana, de los laberintos y de las ciénagas que palpitan en nuestro interior, de las abundantes torpezas y de los raros esplendores de este bípedo sin plumas que desde hace unos milenios se pasea por el planeta. Por eso, estamos ante un libro tan especial, tan inteligente, tan lleno de magia, tan sólido.

Todas las historias, todos los relatos del tomo atraen, desde luego, con el magnetismo de su poder verbal, pero esconden casi siempre (y me parece que ahí reside su máximo valor) una interpretación simbólica, en la que se espera la participación de la persona que está leyendo, que ha de dar “otra vuelta de tuerca”, por decirlo al modo de Henry James o de Juan Carlos Onetti. Ilustremos con un solo ejemplo, que nos servirá para comprender la idea: la madre que no puede bajarse con tranquilidad de la cama, porque su pequeña perra Sarita le ladra, da vueltas amenazantes a su alrededor y, si pese a todo decide bajar las piernas, muerde sus tobillos con saña. Cuando el animal por fin muere, la dueña se apresura a adquirir uno de similares características. ¿Creen ustedes de verdad que estamos ante una sencilla historia de perrita agresiva o, por el contrario, perciben algo más? Hagan la prueba de leer la historia con otra clave: por ejemplo, como una metáfora del maltrato doméstico. No es la única opción, desde luego. Tampoco lo es en otros relatos, que igualmente se abren a profundidades tremendas, donde la palpitación del estómago te lleva a pensar que el habilidoso Marc Colell ha escondido en sus líneas (o ha dejado que se esconda) un modo otro de entender la historia, una interpretación paralela, complementaria o iluminadora.

Por eso, les ruego que realicen dos acciones; la primera, evidente, que lean cuanto antes El bozal; la segunda, que lo lean despacio. Muy despacio, a ser posible. Cuando nos enfrentamos a un libro inteligente las prisas son malas consejeras. Y esta obra es muy inteligente, se lo aseguro: lo descubrirán desde las primeras páginas. Ah, y un detalle más, que no quiero que se me olvide: considero que, al modo bíblico (Juan 2:10), el autor nos ha reservado el mejor vino para el final. Los relatos “Risa tonta” y “Al mar” son auténticamente antológicos.

domingo, 16 de marzo de 2025

Tríbada

 


Leí Tríbada por primera vez en 1987-1988, cuando me encontraba a mitad de mis estudios de Filología, y recuerdo que aquellas páginas me parecieron asombrosas. No por la historia en sí (aunque también), sino sobre todo por el lenguaje, por la sintaxis, por la escritura disidente y extravagante (dos adjetivos admirables, etimológicamente) del caravaqueño. Volví a abordarla en 1993, en la época en que me encontraba en Lorca cumpliendo mi servicio militar. Y ahora, en 2025, he retornado a su frecuentación de una forma calmada (diez páginas diarias), dedicándole dos meses de visita. Si en 2030 o en 2040 continúo vivo y me vuelvo a acercar al volumen, estoy seguro de que experimentaré una sensación idéntica a la actual: la obra será nueva. No la habré leído antes. Advertiré frases, esquinas, sombras, luces, sentidos que me resultaron invisibles en las anteriores visitas. Tríbada es un aleph, y un caleidoscopio, y un cosmos.

Los acontecimientos que en ella se narran son escuetos: una mujer llamada Damiana Palacios, “boticaria de cuarenta años”, que es amante de Daniel, ha descubierto que le atrae la idea de acercarse sexualmente a Lucía, “mujer de treinta y cinco años, modista o cortadora”. Esa inesperada apetencia sorprende y perturba a Daniel, quien queda tan desconcertado como dolido. Juana, antigua amada suya, le escribe cartas comentando los hechos y sus reacciones ante ellos. En síntesis, a eso queda reducido el “argumento” de la primera parte (La tríbada falsaria). La segunda entrega (La tríbada confusa) arranca tres años y cuatro meses después de iniciados los sucesos. Juana continúa escribiéndole a Daniel e incorporando documentos redactados sobre el asunto, entre otros, por José López Martí, Carmen Barberá o el propio Miguel Espinosa. En esta deliciosa continuación descubrimos la evolución de una Damiana “ya desesposada y desnuda de concubina” (carta 37), que se diluye hacia la podredumbre o la insignificancia, fétidamente desnortada. Ese derrumbe se antoja definitivo, hasta el punto de que anula cualquier posibilidad de expansión narrativa (“Podrá escribir aquel Miguel Espinosa, con mucho esfuerzo y cuidado, una segunda historia de la mujer, pero ya no escribirá otra tercera”, carta 53).

En esta segunda entrega (de una densidad inaudita, intelectual y léxicamente) las miradas se aglutinan y se anudan; convergen y diseccionan. Quienes saben del caso lo estudian desde todas las perspectivas posibles, en una especie de cónclave centrípeto, de Big Crunch psicológico o de Sanedrín implacable (y que conste que la elección de este último adjetivo no tiene nada de censoria, como se podría suponer, sino que aspira a ser puramente espinosiana: recordemos que en las páginas iniciales de Asklepios, el último griego, Miguel nos explicó la importancia que concedía a “enjuiciar desde principios y concluir implacablemente”). Todos conocen y aspiran a desentrañar, a entender, a saber. Cada pormenor concentra su atención, cada matiz es valorado con exhaustividad, cada detalle concita su interés y sus palabras. De tal forma que las decisiones, las ansias, las voliciones, los errores del ser humano son colocados en el cristal del microscopio, y de ellos se estudia el color, la forma, las mutaciones. No hay complacencia, sino pasmo. No hay desdén, sino anatomía. Se empieza con miradas humanas (sorpresa, furor, incluso violencia), las cuales luego devienen entomológicas y, por fin, concluyen teológicas.

Pero, sobre todo, el prodigio anida en el lenguaje y en la sintaxis, que despliegan su musculosa rareza intencionada, que no persigue la exhibición, sino el rigor del acero, la exactitud destilada y meditadísima. La única forma de entenderlo pasa por adentrarse en esta selva amazónica de inteligencia y palabras. Si lo hacen, nada volverá a ser lo mismo en sus corazones lectores.

viernes, 14 de marzo de 2025

La sirena varada

 


Ricardo es una persona especial. Tras alejarse de su familia, que le parece muy aburrida y previsible, ha decidido instalarse en una enorme casa, donde funda un hogar alocado, en el que la fantasía tiene que convertirse en la reina y en el que, incluso, hay un fantasma. Ni siquiera la visita del doctor Florín, buen amigo de la familia, lo lleva a abdicar de esa desquiciante situación… que se complicará con dos elementos. El primero, el aturdimiento en que vive el pobre fantasma (que en realidad es un señor llamado don Joaquín, harto de manifestarse de forma espectral y que sueña con cuidar su propio huerto); el segundo, la irrupción en escena de una chica muy hermosa y muy disparatada, que ha entrado en la casa después de trepar por la enredadera del muro: dice ser una sirena y afirma estar profundamente enamorada de Ricardo. Los problemas comenzarán a agrandarse cuando la realidad psiquiátrica de Sirena y su realidad íntima (todo apunta a que está embarazada) exploten en la cara de Ricardo, y ya no esté muy seguro de si quiere seguir viviendo con ella en un mundo de arcoíris o si prefiere que el doctor Florín la cure.

Con esta pieza dramática, Alejandro Casona nos invita a que reflexionemos sobre las cegueras voluntarias, sobre la búsqueda de la felicidad y sobre los misterios del corazón humano. Y, personalmente, creo que la pieza ha envejecido muy bien: se sigue leyendo con admiración.

miércoles, 12 de marzo de 2025

La luz de las estrellas muertas

 


Todos los seres humanos hemos sufrido, antes o después, pocas o muchas veces, la pérdida de alguien amado, de alguien que nos acompañó con su luz y que ahora, de forma abrupta, deja de estar. Puede ser un padre, una madre, un hijo, una pareja, incluso un animal fidelísimo. Y todos los seres humanos sabemos que, en esas situaciones desgarradoras, se impone un período de duelo, de lágrimas, de desorientación, de vacío. Massimo Recalcati, en su ensayo La luz de las estrellas muertas, que Carlos Gumpert traduce para el sello Anagrama, nos explica de un modo pausado, reflexivo y documentado (los nombres de Lacan, Freud, Jung o Heidegger afloran en un gran número de páginas de este libro) que ese desierto emocional es un tiempo imprescindible desde el punto de vista psíquico: puesto que no hay camino de vuelta, porque lo ido nunca retorna, es básico afrontar ese “trabajo del duelo” para distanciarse de la cronificación. Eso requiere memoria, como es lógico, pero también dolor psíquico, porque recordamos para atesorar (por un lado) y para olvidar (por el otro).

Todos los matices y posibilidades son analizados: la persona que niega la pérdida y se obstina en mantener una euforia estruendosa, como demostración de vigor y de insensibilidad; la persona que se instala en el pozo de la soledad y rechaza toda posible luz, porque lo considera una traición hacia el ser que ha quedado atrás; la persona que, mediante la idealización hiperbólica, anula ficticiamente las sombras de quien ha muerto… Recalcati, que en su consulta y en sus lecturas ha conocido un abrumador número de variantes, disecciona cada una de ellas para mostrarnos sus aciertos y sus yerros, sus bondades y sus peligros. Si usted padece en la actualidad el dolor de una pérdida así, seguramente descubrirá en estos análisis uno que se corresponde con su situación emocional; y es probable que le sirva para entender y aliviar los vientos fríos que soplan en su corazón.

“Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo”, nos recuerda el ensayista en la página 21. No creo que sea necesario añadir nada más.

martes, 11 de marzo de 2025

Un intervalo Un término

 


Atención, porque el reto que nos plantea Emilio J. Lafferranderie (y, de forma complementaria, su editor español de Liliputienses) es tremendo. En su tomo de poesía Un intervalo un término, que incluye sus trabajos Lugares prácticos (2004), Caracteres (2009), Líneas mediaciones (2015) y Modos parciales (2024), no encontrarán ustedes puntos. Tampoco encontrarán comas. Ni siquiera paréntesis. Todo el texto, formado por versos cortos, aireados, de apariencia liviana, forma un continuo, un río de palabras que establece su propia respiración y su propia velocidad. En ese ámbito, el lector es convocado (e interpelado) para que reciba el magma verbal y lo procese; para que se deje impregnar por el fluir de las diapositivas y deduzca su sintaxis; en suma, para que participe de forma activa en la recepción del texto.

No nos encontramos ante una poesía de apariencia difícil, pero sí (en mi opinión) de intelección difícil, porque su fragmentarismo, su bombardeo de fotones y su ambigüedad (recordemos a otro poeta sudamericano, el maravilloso Jorge Luis Borges, quien dictaminó hace años que la ambigüedad es una riqueza) contribuyen a la inseguridad de la lectura: cada mensaje, cada línea, cada sintagma deslizan en nuestro cerebro una gota de luz, pero se requiere mucha concentración para entender la vidriera.

Acérquense hasta sus páginas y participen de la fiesta: están ustedes invitados.

lunes, 10 de marzo de 2025

Diario apócrifo del rey emérito

 


Lo explica de forma muy gráfica Ángel Montiel en la introducción del libro: gracias a una anónima y hermosa mujer de Totana (que le debía un favor gordo) el periodista tuvo acceso al teléfono de Juan Carlos I y, después de un tira y afloja con él, logró que el antiguo monarca se comprometiera a irle enviando ideas y borradores para que, con esa falsilla, Bernar Freiría compusiera estas páginas que, por motivos diplomáticos, se harían circular como espurias, atribuyendo su autoría al escritor gallego. El resultado es este Diario apócrifo del rey emérito, que publica ahora M.A.R. Editor.

En su interior encontramos las opiniones del exrey (que sigue hablando de sí mismo como Rey, con mayúscula) sobre diferentes políticos a los que ha tratado (Felipe González, Adolfo Suárez, Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero); sobre algunas mujeres que han salpimentado su existencia (como Corinna Larsen); sobre su antiguo yerno Iñaki Urdangarin, al que sitúa en el origen de todos los problemas con la prensa, por su desafortunada actuación en el caso Noos, su divorcio de Cristina y sus paseos descerebrados con otra mujer antes de que la ruptura fuera oficial; o sobre el patético Jaime de Marichalar, “vestido como una mona de titiritero”. Pero también (que no lo pierda nadie de vista, creyendo que se encuentran ante una obra “jocosa”) está la seriedad con la que el exrey recuerda multitud de detalles sobre el entorno político que lo rodeó desde la niñez hasta la senectud: Franco y su astuta esposa, Arias Navarro, las delicadas relaciones con la cúpula militar, la legalización del Partido Comunista como parte del proceso que condujese a una democracia moderna, la actual reina de España (“La agria Letizia”), el presidente Aznar (“Aznar no es que se pusiera, es que era chulo”) o el comisario Villarejo (“Menuda lengua tiene el cabrón”). El resultado global es un libro ameno, profusamente documentado, lleno de detalles jugosos o inquietantes, que se lee con singular fluidez.

De todos modos, que nadie se deje engañar cuando lea la introducción de Ángel Montiel. Una noche de alcohol y confidencias me permitió sonsacarle que, bajo la broma, se estaba diciendo la verdad: el mérito de la obra es del emérito, que enviaba todos los días su pequeña hoja, en la que solamente era necesario maquillar un poco los errores ortográficos. La magnitud de la realidad es tan aparatosa que los lectores preferirán sin duda admitir la broma de Montiel. Pero algunos conocemos la verdad. La conocemos realmente.

domingo, 9 de marzo de 2025

Dulce amargor

 


Partiendo de un oxímoron muy significativo (en la línea del Seguro azar de Pedro Salinas), Francisco Javier Illán Vivas nos entrega en Dulce amargor un poemario muy personal e íntimo, donde, utilizando poemas breves y versos de arte menor (aunque también se atreve con un soneto sonriente y nada rígido, titulado “La cortina”), nos comunica la temperatura de su alma en relación con el paisaje, con el paso del tiempo y, sobre todo, con la pasión amorosa. Un poeta que ha alcanzado la plenitud para sentirse “vivo, maduro, entero”, que habita “en un mundo roto y desgarrado” y que explora “en el acantilado / de los recuerdos / perdidos” nos invita a reflexionar sobre el avance de los relojes, sobre la finitud o sobre los otoños pretéritos. Pero, fundamentalmente, nos dibuja la pasión que siente por su amada, a la que nos describe con extasiadas pupilas y con la sólida certidumbre de “que en el amor / hay otras vísceras / además del corazón” y que, al margen de los primores externos que esa figura femenina depara existen también otras perfecciones, que la convivencia ha hecho aflorar (“En el fondo de tu espejo / hay una vida / que vivirla quiero, / hay una risa / que reírla quiero, / hay un amor / que amarlo quiero”).

Podría seguirles hablando de estos versos, para que entendieran y aplaudieran el mensaje de Francisco Javier Illán Vivas, pero se me ocurre una idea mejor: les voy a transcribir un poema del libro. Solamente uno. Será bastante, ya verán. Su título, tan nerudiano, es “Tu risa”, y dice así:

“Leve, rápida,

como la niebla alborada,

como el aire en junio,

como despertar

entre besos nevados,

así es tu risa:

limpia,

blanca y viajera,

dulce,

alegre y liviana.

Son las doce de una noche

lluviosa, octubrada

sabadosmente

y mis labios

echan de menos

tu risa nacarada”.

 

¿A que se les ha despertado el interés por leer la obra? Pues la tienen, junto al resto de la poesía del autor, en el reciente volumen Poesía completa, editado por Ediciones Irreverentes.

viernes, 7 de marzo de 2025

Reversibles



Muchas veces, he contado que mi única ocupación constante y feliz desde muy joven ha sido la lectura. Lectura sin pautas, sin orden, sin propósito: el puro gusto de conocer novelas, cuentos, obras de teatro, poemas, ensayos; del pasado o del presente; de mi país o de otros. Es una aventura avariciosa e insaciable que me ha impregnado desde hace más de cuatro décadas y que no tiene visos de frenarse o de admitir clausura. Y en ese viaje he tenido la suerte de descubrir algunas voces que, escribiendo lejos de mí, han viajado hasta mis ojos por obra del azar y se han convertido en autores y autoras a quienes admiro y me enriquecen la vida: no será necesario añadir una cabalgata de nombres, porque resultaría incompleta. Pero en esa lista se encuentra, desde 2019, Victoria Pelayo Rapado, de la cual he tenido el placer de reseñar Malos días ( https://rubencastillo.blogspot.com/2019/07/malos-dias.html), Lo justo (https://rubencastillo.blogspot.com/2021/06/lo-justo.html) y Orden (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/04/orden.html). Ahora, con ilusión renovada, me sumerjo en las páginas de Reversibles (Castilla Ediciones), donde la escritora zamorana reúne ocho historias densas, inteligentes y magníficas, que abordan un abanico de temas absolutamente irresistibles.

¿Se imaginan a un exboxeador que, tras la ruina, vive en las calles y se convierte en observador y protector de una mujer desvalida, a la que libra de un destino aciago? ¿Se imaginan a un grupo de amigos ya maduros que dan en la macabra idea de sumarse al juego de apuntar en un papelito cuál creen que será el primero en morir? ¿Se imaginan a la mujer que, tras el divorcio del vecino, comienza a acariciar la idea, aventurera y quizá insensata, de abandonar a su propio marido? ¿Se imaginan a otra que, harta del mundillo hipócrita en que se mueve su pareja, decide romper todos los protocolos y ponerse el mundo por montera? ¿Y se imaginan cómo actúa la que, de forma tan salvaje como silenciosa, ha sido violada en el campo por un paseante con perro (la escena es durísima, ya les prevengo)? Toya Pelayo nos coloca ante todos esos abismos (y ante otros, que descubrirán ustedes si tienen la feliz idea de acercarse hasta este libro) para que reflexionemos en profundidad sobre la esencia del ser humano, sobre sus flaquezas, sus zozobras, sus mezquindades, sus glorias y sus miedos ocultos. Les aseguro que saldrán impresionados. Les aseguro que no saldrán indemnes. Den el paso y me cuentan.

miércoles, 5 de marzo de 2025

Honda memoria de mí

 


He leído poco, y de forma discontinua, a Carmen Conde. Pero sí que he saboreado algunos de los últimos trabajos de mi maestro, el catedrático Francisco Javier Díez de Revenga, sobre ella; y me han reactivado la curiosidad por su obra. Me refiero sobre todo a los volúmenes Carmen Conde, desde su Edén (https://rubencastillo.blogspot.com/2020/11/carmen-conde-desde-su-eden.html) y Carmen Conde en la luz de sus palabras (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/02/carmen-conde-en-la-luz-de-sus-palabras.html). Ahora, como es lógico, retorno a la fuente original que generó los mismos: las páginas de la escritora cartagenera. Y me encuentro con este tomo, muy recomendado por Díez de Revenga: la edición del poemario Honda memoria de mí, que elaboró el valenciano Fran Garcerá para el sello Lastura.

Como muy bien indica el estudioso en su introducción, estas intensas páginas poéticas se compusieron originalmente en enero de 1942, mientras la futura académica se hospedaba en el segundo piso de la casa de Vicente Aleixandre, alquilado por Cayetano Alcázar y su esposa Amanda Junquera. Y disponemos aquí de una edición en la que quedan incorporadas las anotaciones que la propia Carmen fue añadiendo al texto. ¿Se puede soñar un privilegio más alto?

Lleno de chispazos estremecedores (“Recuerdo que morir ha sido / marejadas de veces. / Tiene que haber en mi sangre, / de agonía racimos”), este testimonio lírico nos muestra a una Carmen Conde que, en unos días difíciles de su vida (y de la vida toda del país), se aferra a la luz interior, a la esperanza enérgica de la supervivencia (“¡No siento sino bandadas / de vida en mi cuerpo!”), y nos entrega una poesía impregnada de un decir reflexivo, incluso filosófico, donde los conceptos requieren la máxima atención lectora: hay que volar muy alto para dar a la caza alcance.

No hay aquí ritmos fáciles, adjetivaciones vistosas o rimas deudoras de la eufonía: el discurso se construye sobre un decir seco, recortado, hondo, apolíneo, que nos propone un viaje lleno de austeridad, porque nos habla (creo que don Miguel de Unamuno aplaudiría la idea) de un mensaje demasiado importante como para ser convertido en música.

Para leer despacio. Para pensar.

lunes, 3 de marzo de 2025

Estancos del Chiado

 


(Recupero para mi blog, con mucha alegría, esta vieja reseña de 2009)

 

Hace muchos años me invitaron a participar en una mesa redonda cuyo tema era “El estado actual de la literatura española”. Como es lógico, me negué lo más cortésmente que pude. ¿Quién soy yo (quién es nadie) para pontificar sobre un tema tan genérico, tan amplio, tan proteico? Ahora, tras leer el volumen de relatos Estancos del Chiado, de Fernando Clemot, se me antoja que podría haber iniciado mi charla con la frase: «Yo soy de Murcia, y en Murcia llueve muy poco». Y podría haber seguido luego con aquella letra de Raimon: «En mi país la lluvia no sabe llover». Obviamente, esto hay que explicarlo... Quiero decir que, a pesar de la tremenda cantidad de agua que nos cae a diario en las mesas de novedades de las librerías, no podemos congratularnos de que gocemos de una tremenda calidad de agua. Son Legión, como el demonio de la Biblia, los autores que expelen, perpetran o esclafan un buen número de páginas, para disgusto de ecologistas y solaz de programadores televisivos. Por eso, cuando se tiene la suerte de abrir un volumen como Estancos del Chiado, uno se da cuenta, por contraste, de lo que es la buena literatura: prosa de orfebrería, argumento bien pautado, ritmo musical y léxico de un enamorado de su idioma. El barcelonés Fernando Clemot ha ido destilando, cuento a cuento, una galaxia de brillos poderosos, donde ha sabido introducir a personajes célebres, libremente adaptados a su obra (El príncipe del Vómero); donde ha jugado con paisajes portugueses, llenos de saudade y luces de niebla (Estancos del Chiado); donde ha deslizado recuerdos quizá autobiográficos (El verano del cortapichas); donde reconstruye, pieza a pieza, un horror que desmenuzó el pasado y condiciona la actualidad del doctor Serravalle (Levante); o donde nos presenta la lánguida imagen de un antiguo donjuán, al que los años han vapuleado con saña inesperada (Terrazas de otoño). No resulta extraño que, con la prodigiosa habilidad que Fernando Clemot demuestra en estas páginas, los premios más notables se le hayan rendido sin contemplaciones: Kutxa, Barcarola, Villa de Benasque... Estancos del Chiado, que publica con acierto y con elegancia Paralelo Sur Ediciones, es uno de los volúmenes más hermosamente literarios que he tenido la oportunidad de leer en los últimos tiempos.

sábado, 1 de marzo de 2025

Tokio blues (Norwegian Wood)


 

He escuchado mucho sobre Haruki Murakami (declaraciones, opiniones sobre la idoneidad o inconveniencia de concederle el premio Nobel de Literatura, etc), pero reconozco haber leído muy poco de su obra. La razón no hay que buscarla en otro sitio que en el azar y en el misterio: hay autores que me provocan enorme interés y autores que, por la misma inexistente razón objetiva, no me atraen (o no lo hacen de forma inmediata). Haruki Murakami siempre se ha encontrado en la segunda zona. Por lo que sea (insisto: soy incapaz de explicar objetivamente la causa), he ido demorando y demorando cualquier aproximación a sus libros, salvo un leve conato en el año 2013, que no me animó a seguir explorando (tengo que ser sincero) más obras suyas inmediatamente (https://rubencastillo.blogspot.com/2013/04/despues-del-terremoto.html).

Y ahora, por un impulso igual de inexplicable, he dedicado unos días a leerme las páginas de su novela Tokio blues (Norwegian Wood), que me ha parecido fascinante. Me han impresionado todos sus personajes (Toru Watanabe, Naoko, Midori, Reiko, incluso los laterales Nagasawa o Kizuki); me ha dejado absorto con el lirismo tenue de sus diálogos; me ha convencido con la forma en que ha ido desarrollando la historia (analepsis y prolepsis muy bien conducidas); y tanto sus secuencias reflexivas como las sexuales son, en mi opinión, para quitarse el sombrero. Es decir, que la considero una espléndida novela. (Además, como admirador absoluto de los Beatles, qué voy a decir de un libro que los incluye).

Una curiosidad: si se acercan hasta la página 328 verán que allí la vida es comparada con una caja de galletas, en la que nunca sabes lo que te va a tocar (quizá recuerden esa frase de la película “Forrest Gump”, que se estrenó siete años después de la publicación de la novela).

El modo en que Murakami nos conduce por los pasillos mentales de algunos de sus protagonistas es prodigioso y, aunque no compartas sus formas de pensar o de afrontar los problemas, porque se apartan de tus propias concepciones sobre la vida, los entiendes: eres capaz de comprender los dolores, las lágrimas, las traiciones, las peleas, las borracheras, los suicidios. Solamente un excelente pintor y un excelente director de orquesta puede conseguir que florezcan esos colores, esos sonidos, en el corazón de los lectores. Murakami, ahora comienzo a darme cuenta, es ambas cosas: un gran pintor y un gran director de orquesta. Quizá me aproxime pronto a otra de sus obras: no me extrañaría.

viernes, 28 de febrero de 2025

El comando Gorki

 


En 1923, una fuerte explosión conmocionó una zona aislada de Siberia, pero los escasos testigos de aquella catástrofe desaparecieron convenientemente después de que el presidente Stalin decidiera encargarse del asunto. Diecisiete años después, un extraño colegio que lleva el nombre de Gorki y que acoge a una veintena de alumnos superdotados (quienes están siendo educados para convertirse en la élite de la ciencia soviética), amanece a 33 grados bajo cero en una situación inquietante: todos los adultos responsables del mismo (conserjes, profesores) han desaparecido de forma misteriosa. Y los chicos tienen que tomar el control.

De esa manera tan seductora comienza El comando Gorki, la novela que Edebé publicó a Fernando Lalana en 2016. En ella volvemos a encontrarnos con la eficaz escritura del autor zaragozano, que en esta ocasión nos traslada a ambientes de oscuridad y nieve perpetuas (no se pierdan el modo en que describe los paisajes), donde las sorpresas se van acumulando constantemente: un colegio donde se ha producido una explosión que ha destrozado los cristales y ha hecho desaparecer a los ocupantes; una sección del ejército que ha recibido instrucciones para personarse allí y poner orden en la situación, bajo las órdenes del coronel Lev Selgon; la entrada en Leningrado, pese al cerco al que la tiene sometida el ejército nazi (ayudado por la División Azul franquista); y, sobre todo, un misterio que los chicos descubren en el sótano acorazado del colegio y del que, perdonen, no les puedo decir nada, porque afecta a la médula de la historia.

Consejo uno: no se pierdan la descripción de cómo los chicos logran sobrevivir en Leningrado (y la presencia del francotirador Víktor Korda). Asombra la precisión y la plasticidad con las que Lalana nos invita a pasearnos por la ciudad, llena de escombros, cadáveres y supervivientes al borde de la inanición.

Consejo dos: no se pierdan la persecución aérea de los capítulos finales, llena de adrenalina y disparos certeros: se sentirán como si la estuvieran contemplando en la butaca de un cine.

Consejo tres: no se pierdan esta novela.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Arde ya la yedra

 


Hace ya varios años (juraría que fue a mediados de 2011), mi entrañable amigo Pepe Colomer me preguntó si había leído algún libro de Gonzalo Hidalgo Bayal y, contrito, tuve que reconocerle que no. Su consejo fue contundente: no lo dejes para más tarde. Y yo, como siempre he confiado en su buen juicio lector, me apresté a hacerle caso y me sumergí en las páginas de Conversación (https://rubencastillo.blogspot.com/2011/11/conversacion.html). En efecto, qué poderoso estilista descubrí en aquellas páginas. Luego abordé su pequeño libro de relatos Un artista del billar (https://rubencastillo.blogspot.com/2015/05/un-artista-del-billar.html), su delicioso Campo de amapolas blancas (https://rubencastillo.blogspot.com/2015/06/campo-de-amapolas-blancas.html), su rotunda Hervaciana (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/01/hervaciana.html) y, por fin, La escapada (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/12/la-escapada.html). En ese momento, opté por detenerme, tomar un respiro y aplazar mis siguientes lecturas del cacereño, para no agotarlas demasiado deprisa.

Hoy, volviendo con entusiasmo a la carga, me deleito con Arde ya la yedra, que desde el título nos sugiere los juegos palindrómicos que, en efecto, cruzan e impregnan la obra. ¿Y por qué lo hacen? Ah, pues porque un joven de veinticuatro años (que acaba de ser abandonado por la chica de sus sueños y que tiene como horizonte cultural las novelas del oeste que consigue en los quioscos) da en la peregrina idea, tan risible como inquebrantable, de escribir una novela durante un mes y presentarla a un premio que acaba de ser convocado. Lo de menos es que nos vaya explicando cómo la compone, o que resulte finalista, o que Hidalgo Bayal aproveche su asistencia al acto cultural para destripar la hipocresía y los trapicheos de ayuntamientos, jurados y responsables políticos: lo crucial es que todo ese festín nos es servido con una prosa excepcional, rotunda, elegante hasta el mármol, rica hasta el asombro, donde la persona que está leyendo, si aguza un poco los sentidos, podrá detectar guiños inequívocos que nos conducen hasta Garcilaso, la Biblia, Salinger, Rubén Darío, Homero, Descartes, Wittgenstein, Kant, María Moliner, Stendhal, Cervantes, Fernando de Rojas, don Juan Manuel, Horacio, Clarín, Cortázar, Aristóteles, Delibes, Moratín, Miguel Hernández o Gabriel García Márquez (por citar unos pocos); donde aborda un impresionante ejercicio de análisis del alma humana (la envidia, el amor, la ingenuidad, la ira, los celos, la decepción, la melancolía); y donde continuamente nos asaltan juegos de palabras como el que rescato de la página 239, en la que nos dice que los no premiados en el certamen quedarán “condenados a galeras”, mientras que el ganador quedará “condenado a galeradas”.

Libro ingenioso, maduro y sonriente, que podría ser etiquetado como novela-degustación (en el sentido de que contiene todos los primores de la prosa hidalgobayaliana, condensados en trescientas páginas), Arde ya la yedra es una obra que, como pedía Baudelaire, se me antoja, por vocabulario, por sintaxis y por técnica compositiva, sublime sin interrupción.

Un auténtico maestro.