“Yo
no soy un lector de Franz Kafka, yo soy su enamorado”. Es la primera frase de
este libro. Es la frase con la que, también, se abre el texto de contraportada.
Eso significa muchas cosas, pero sobre todo una: que no estamos a punto de leer
una obra de ensayo, ni una reflexión intelectual, sino una declaración de amor.
Parece una bobada y desde luego no lo es, porque establece las normas esenciales
del volumen: que no es discutible, que no es razonable. Si un amigo te habla
con éxtasis de su amada no cabe señalarle después, ni siquiera con una sonrisa,
que sus labios son inferiores a los de Angelina Jolie, que su pecho desmerece
frente al de Mónica Bellucci o que sus ojos no admiten comparación con los de
Elisabeth Taylor. Sus palabras de enamorado invalidan cualquier discrepancia y
suspenden toda tu capacidad crítica. Lo tomas o lo dejas. Fin del asunto.
Manuel
Vilas nos propone una confesión idéntica, que se vertebra sobre su amor
hiperbólico por el checo Franz Kafka, al que define como “dueño de la
literatura universal”, como “singularidad cósmica”, como “droga”, como creador
de la única obra literaria que no sufre la oxidación del tiempo y, por
supuesto, como el mejor escritor de la historia. Se permite además ciertas
miradas condescendientes hacia quienes no compartan su éxtasis (“A mí me
deprimen los lectores de Kafka que solo han leído La metamorfosis”) e
incluso formula algunas profecías no menos arrebatadas (“La universalidad de
Kafka solo acaba de comenzar. Tiene cien años. Será una universalidad más
poderosa que la de Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Flaubert o
Tolstói”).
No
hay que irritarse con estas aseveraciones, derivadas (insisto) del amor. Vilas
es muy dueño de esmaltarlas en un libro y, limándoles algunos excesos, tampoco
habría demasiados problemas para admitirlas como verdades, porque somos
ciertamente muchos quienes hemos leído al atribulado escritor checo con fervor
y sentimos “el consuelo de que Franz Kafka estuvo aquí, en la vida, y escribió”.
Comparto también con Manuel Vilas la simpatía que experimenta por Max Brod, y
coincido en las dimensiones de la gratitud que todos los kafkianos deberíamos
tributarle (“Sin él, todos esos expertos no tendrían nada de qué ocuparse,
estarían en el paro […]. Los lectores de Kafka somos todos descendientes de Max
Brod. Descendientes de una fe, de una perseverancia, de una fuerte convulsión
personal, de una admiración que va más allá de la admiración”).
Libro visceral, luminoso, dionisíaco y fértil, donde se nos ofrecen reflexiones de gran calado (“El mundo ofrece anestesia. Hay muchas: el sexo y el amor, por ejemplo. El alcohol. La familia. El café. El deporte. La vida es ir probando la anestesia que más te convenga. Franz Kafka encontró una que le aliviaba: escribir”) y donde, sobre todo, titila una continua invitación para que volvamos a las páginas del checo y busquemos en ellas otro ángulo, otro pliegue, que no advertimos en las lecturas anteriores. Hagámoslo.
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