Hay
libros que se recorren y se olvidan. Son la mayoría y, desde luego, no lo digo
con desprecio o burla. Me he pasado la vida leyéndolos y les tributo una enorme
gratitud. No pertenezco (nunca lo he hecho) a la cofradía de quienes postulan
que solamente hay que leer los libros egregios o sancionados por el aplauso de
las generaciones. En modo alguno. Qué esnobismo. Leo con infinito agrado a
muchos de mis contemporáneos y a todo tipo de escritores de siglos pretéritos,
sin importarme el idioma en que codificaron sus obras, su ideología política o
sus opiniones sexuales. Llevo medio siglo leyendo y cruzo los dedos anhelando
que aún me queden un par de décadas de seguir con esa misma inquietud vital.
Pero
sé que también hay libros que se recorren y se quedan en la memoria. Y que esa
memoria (contra lo que pudiera pensarse) no es firme, sino que va variando
conforme volvemos a ellos y les descubrimos nuevos perfiles, nuevas aristas,
nuevos esplendores: ese adjetivo que se nos pasó hace años, esa frase que quizá
no supimos entender del todo (por juventud o por excesiva velocidad lectora),
ese personaje por el que de pronto experimentamos mayor ternura o hacia el que
nos volcamos con más admiración. No se trata de que tú elijas qué libros van a
gozar de esa vida poliédrica dentro de tu corazón: es, probablemente, al
contrario. Quizá cada libro elige a quién impregnar, a quién invadir, a quién
retener.
Para
Antonio Muñoz Molina, una de esas obras es Don Quijote de la Mancha; y
en este reciente libro, que se titula El verano de Cervantes y que ha
aparecido en el sello Seix Barral, explica los pormenores de su amor: primero,
contándonos de qué manera descubrió la novela en su infancia; luego, glosando los
detalles que ha ido descubriendo en cada nueva visita, en épocas y países
distintos; al fin, explorando la influencia que la obra cervantina ejerció
sobre escritores de todo tipo (Faulkner, Mann, Twain, Joyce). En ese juego
polifónico, Antonio Muñoz Molina nos conduce por un camino que ocupa 444
páginas, lleno de brillantez y de magia, en el que descubrimos con fascinación
que, a pesar de que hayamos leído la obra de Cervantes, la mirada afiladísima
del ubetense nos invita a descubrir multitud de detalles que se nos escaparon y
que, mirados con sus pupilas, nos revelan importantes detalles estilísticos.
Aportaré un único ejemplo, que se encuentra en la página 187: “En las más de
mil páginas de Don Quijote siempre es verano y llueve una sola vez”. Yo,
que he leído dos veces la obra (y creo que no de forma desatenta), jamás había
reparado en esos detalles.
En la brillantez estilística de Muñoz Molina, en su fascinante poder de seducción y en el embobamiento que su lectura me depara no será preciso que me detenga, porque son sabidos. A ningún escritor, vivo o muerto, admiro más que a él.
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