La
paciencia, en el mundo de la literatura, constituye una virtud no siempre lo
bastante aplaudida. Por regla general, la tentación de la prisa suele obnubilar
a los creadores, que se dejan embaucar por los brillos de la inmediatez. En el
caso de Cada Lunes de Aguas, en cuyas páginas finales se indica que estamos
ante el primer libro publicado por el autor (nacido en 1973), el aplauso debe
adquirir rango mayúsculo, porque Juan Montiel demuestra que la vanidad o la
urgencia no han logrado distraerlo, y que se ha aplicado a la confección de un
volumen sólido, reflexivo y maduro, en el que la creación de atmósferas y el
primor del vocabulario se aúnan para convertir la lectura en una experiencia
única.
Relatos
que huelen y saben a tierra y sudor, en una línea casi rulfiana (“Ardides de
Caín”); electricidades de inquietante erotismo (“Jarandina”); retratos
terribles sobre un mundo donde la mujer queda rebajada a una bochornosa
condición casi animal (“El costado blanco de mi amor”); amores imposibles,
surgidos en una época aciaga (“Amical”); vidas que se van deslizando pendiente
abajo y que nos remiten a unas Alpujarras que esconden crímenes (“Todas las
tardes había fiesta”); o Nocheviejas que derivan hacia el horror, por culpa de
un juego macabro (“Sintra [343]”). En todos los ámbitos (la descripción
paisajística, el trazado de argumentos envolventes, la pintura psicológica, los
finales mágicos), el talento de Juan Montiel despliega su musculatura.
Pocas
veces el premio Ignacio Aldecoa de cuentos habrá sido concedido con tanta
justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario