Un jurado presidido por José
Jorquera, y que contaba con miembros como Salvador Jiménez o Juan Bravo,
concedió en octubre de 1983 el premio Ateneo de Albacete a la novela La isla de las ratas, que fue publicada
al año siguiente en la Editora Regional
de Murcia, con portada de Mariano Ballester y varios dibujos de Manuel Frutos
Llamazares; y ahora, felizmente, el texto vuelve a estar en las manos de los
lectores gracias al editor Diego Marín.
Santiago Delgado, utilizando la
primera persona narrativa, nos entrega aquí una historia ágil, excelentemente
ambientada, donde según propia confesión incluyó elementos autobiográficos, y
donde retorna a los paisajes y vivencias de la infancia, sabedor de que “quien
olvida lo pasado se olvida a sí mismo”, como se lee en Tirante el Blanco; o tal vez dándole la razón a Alemán Sainz, quien
en su día nos dejó explicado que “hay cosas que parecen olvidadas cuando
estamos lejos del lugar donde ocurrieron, pero al regresar a él nos damos
cuenta de que podemos recordarlas hasta con los menores detalles” (Regreso al futuro). Santiago se asoma al
brocal de un pozo (un pozo que es su propio ayer) y mira dentro: recuerda
anécdotas, aventuras, rostros, formas de hablar, pequeñas vergüenzas,
complejos, rebeldías, soles de mayo, descubrimientos y felicidades. Y elabora
con ese arduo caudal anímico una novela deliciosa donde el humor y la tragedia
se trenzan y se contagian.
Cuando el lector termina de
recorrer la historia se da cuenta de que ha tenido ante los ojos un relato
donde la ternura y la crueldad caminan al unísono; donde las mieles se combinan
con los acíbares; y donde se demuestra por la vía narrativa que no siempre es
cierto aquello que escribió una vez Juan Manuel de Prada acerca de que “los
adultos se dedican a negar y traicionar al niño que fueron” (Animales de compañía). Hay adultos que,
como Santiago Delgado, desmienten con fervor ese dictamen y tratan de mantener
firmes en la memoria los territorios de la infancia. Lo hacen, desde luego,
para entenderse mejor a sí mismos (sólo se entiende quien se recuerda), pero
también para reflejar una época, unas costumbres, un lenguaje, un modo de estar
en el mundo, que otros coetáneos suyos compartirían sin apenas vacilaciones.
Quien alcanza a condensar,
en una novela de apenas cien páginas, el sentir de toda una generación de
murcianos no ha escrito tan sólo una obra literaria: ha ingresado en la
eternidad de los constructores de metáforas.
2 comentarios:
Un abrazo, Ruben. Vaya cosas bonitas que dices de mi escritura. Nos vemos.
Si es que lo cuentas de tal manera que decir que no es imposible, es que así no se puede, pues nada, apuntado queda ¡constructor de metáforas! ¿cómo voy a negarme?
Besos
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