Releo un libro más
de Jorge Luis Borges, que reposa muy cerca de mi mesa desde que hace unos años
me lo regaló la pintora Francisca Fe Montoya: El tamaño de mi esperanza (Seix Barral, Barcelona, 1994). Me ha
encandilado, una vez más, la brillantez (algo alambicada) de la dicción
borgiana; y la tormentosa arrogancia de sus adjetivos y verbos. Pero me ha
decepcionado la temática que justifica y alienta el volumen. Salvo algunos
apuntes dignos de recuerdo, hay fruslerías abominables (“Ejercicio de análisis”),
bobadas que fomentan el bostezo (“Examen de un soneto de Góngora”) o páginas
hechas de desinterés y nada (“Reverencia del árbol en la otra banda”). De
golpe, te asalta el esplendor en sus líneas, quién lo negará; pero yo creo que esencialmente es un libro prescindible.
Me he sonreído con alguna jactancia camuflada de humor (“Mientras yo viva, no
me faltará quien me alabe”, p.24) y con tres poemitas anónimos españoles que
Borges recoge, cuyos textos apunto aquí: “Se lamentaba un fraile/ de dormir
solo./ ¡Quién pudiera en la celda/ meterle un toro!”. “¡Quién tuviera la dicha/
de ver un fraile/ en la boca de un pozo/ y arrempujarle!”. “Veinte palillos/
tiene una silla./ ¿Quieres que te la rompa/ en las costillas?”. Un tomo que se
disfruta por algunos aromas que exhala, pero no, ay, por el guiso en sí.
“Esperanza, memoria
del futuro”. “Toda aventura es norma venidera; toda actuación tiende a
inevitarse en costumbre”. “Alegato para lo eterno son los versos de veras”.
“¿Qué es eso de perfección? Un redondel es forma perfecta y, al ratito de
mirarlo, ya nos aburre”. “La rima tiene un pecado original: su ambiente de
engaño”.
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