Aunque lo
ignoremos (o finjamos ignorarlo, porque nos asusta o nos conviene), la mayor
parte de los seres humanos somos prisioneros del ayer. Unos barrotes invisibles
formados por nuestras equivocaciones, nuestras ignominias, nuestros
despropósitos o nuestras torpezas se yerguen alrededor de nuestra mente para
mantenernos encarcelados. Quizá durante años no seamos conscientes de ese
aherrojamiento y vivamos aparentemente libres, incluso dichosos, pero un simple
gesto, la repetición de un suceso que creíamos sepultado por el olvido puede
ser suficiente para gangrenar nuestra calma y desmoronarnos.
En la localidad de
Brighton, regentando una pequeña tienda de libros y grabados antiguos, vive un
español. A pesar de su apariencia tranquila y de sus costumbres flemáticas, se
trata de un antiguo capitán del ejército republicano, derrotado en la guerra
civil española de 1936. Su apellido es Darman y, desde hace décadas, realiza
trabajos inconfesables como ejecutor de traidores. Le llega la indicación de
quién debe ser eliminado y él, sin que su familia sospeche de sus actividades
sangrientas, toma aviones, se desplaza a las ciudades indicadas, localiza a su
víctima y realiza el encargo con la frialdad más espeluznante: lo mismo hunde
sus dedos en unos globos oculares que estrangula con sus manos o borra un
rostro de un balazo a quemarropa. Es el mejor en su terreno. O al menos lo ha
sido, porque ahora los años han depositado en él una pátina de descreimiento
que le hace dudar de la justicia o la rectitud de quienes cursan las órdenes.
Veinte años después de haber ido a Madrid para matar a un traidor llamado
Walter, recibe instrucciones para volver a la misma ciudad y encargarse de
Andrade, quien al parecer está haciendo que todos los miembros de la
organización clandestina caigan en manos de la policía franquista. Pero el
capitán Darman descubrirá en la capital de España que el pasado se agazapa en
los pliegues más insospechados del Destino. Si junto a Walter se encontraba
Rebeca Osorio, a la que Darman deseó desde el principio y junto a la que no
pudo quedarse porque la atrocidad de su crimen lo había convertido a sus ojos
en un engendro, ahora junto a Andrade se encuentra una chica sorprendentemente
igual a ella, que responde también al nombre de Rebeca Osorio. Esta simetría
perturbadora e inquietante empapará de inquietud muchas de las páginas de la
novela. Y por detrás del capitán Darman, persiguiéndolo o acechándolo como un
espectro, notará la caliginosa figura del comisario Ugarte, a quien nadie ha
visto nunca con nitidez (se esconde siempre entre las sombras) y al que se
identifica con el sobrenombre de Beltenebros, el Príncipe de las Tinieblas.
Una
novela cuya densidad emocional y cuyo rigor semántico son tan notables que ha
de ser leída con mucha lentitud, para no perderse ni uno solo de sus matices.
La experiencia literaria es inigualablemente enriquecedora.
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