Asombrado por la cantidad de sandeces que la historia de las religiones nos
ha deparado, termino el Manual de
herejías, de H. Masson, traducido por José Mª León (Rialp, Madrid, 1989).
En realidad, todas las sutilezas de orden teológico que se comentan y
diseccionan en el volumen me parecen (siempre me han parecido) pavadas. ¿Quién
puede saber la verdad, en relación con Dios (si es que existe)?
Me han hecho
gracia, eso sí, algunas de las propuestas, por lo chocante o disparatado de su
fundamento. Los abecedarianos (siglo XVI) consideran inútiles todos los saberes
humanos, y creen que incluso el conocimiento del alfabeto es despreciable y
superfluo. Los acuarianos (siglo II) creen que el vino es nefasto para el
hombre, y por eso utilizan agua en la ceremonia de la eucaristía. Los
amsdorfianos (siglo XVI) creían que las buenas obras no sólo eran inútiles para
el ser humano sino, incluso, perniciosas para la salvación de su alma. Los
andronicianos (siglo II) creían que la mitad superior del cuerpo de las mujeres
era obra de Dios, y la inferior obra del demonio. Los mennonitas (siglo XVI)
consideraban como algo inicuo que se sirviese al Estado como funcionario. Los
valesianos (primeros siglos de la
Iglesia ) creían que la castración (rito que practicaban)
ponía al hombre a resguardo de sus propias inclinaciones perversas. Los Viejos
Creyentes (llamados también Cisma Raskol) prohibían el tabaco —lo llamaban “la
hierba del diablo”— y rehusaban afeitarse, para no alterar la imagen que Dios
les había concedido.
¿Será necesario seguir? Un libro curioso, ameno y descacharrante sobre el
nivel de estupidez que es capaz de alcanzar el ser humano cuando se empecina en
convertir una tontería en designio divino. Si olvidamos los millones de
crímenes que se cometieron en nombre de estas ideas queda hasta gracioso.
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