miércoles, 23 de noviembre de 2016

Alma



El nombre y la fama literaria de Manuel Machado se han visto salpicados, con más frecuencia que justicia, por la comparación con su hermano Antonio. Y en ese ejercicio Manuel siempre ha resultado perjudicado: se ha señalado su menor rango filosófico, su menor profundidad, su menor influencia en otros vates. Las apreciaciones son, desde luego, razonables; pero incurren en la miopía de negar validez poética a un escritor por el hecho de que su hermano, su padre o su hijo alcanzasen mayores cotas de importancia. ¿Heinrich Mann frente a Thomas Mann? ¿Camilo José Cela frente a Jorge Cela Trulock? ¿Gonzalo Torrente Ballester frente a Gonzalo Torrente Malvido? Ninguno de los seis que acabo de traer a la memoria merece la etiqueta de mal escritor. Manuel Antonio Rafael de la Santísima Trinidad Machado Ruiz, ciertamente, tampoco.
En Alma (un volumen que fue publicado en 1902) advertimos que se mueve con la misma gracia y con la misma soltura en el arte menor y en el arte mayor. En el primer ámbito consigue maravillas alígeras como el poema Otoño, construido sobre versos sincopados y saltarines; y en el terreno de los versos más largos no se olvidan nunca, una vez leídos, textos como Castilla, donde ofrece un retrato impagable del Cid; o el no menos egregio poema Felipe IV, que debería figurar en muchos más libros de literatura para que nuestros estudiantes de Secundaria lo frecuentasen y admirasen.
A veces (absurdo e inútil sería negarlo), las tintas están un poco cargadas en el platillo declamatorio, lo que barniza el poema de cierta pomposidad. Ocurre, a mi juicio, en algunas líneas de Adelfos (“Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme, / lo que hago por vosotros hacer podéis por mí... / ¡Que la vida se tome la pena de matarme, / ya que yo no me tomo la pena de vivir!”). Pero, por lo general, sabe contenerse mucho mejor que otros contemporáneos suyos, más desatados o estruendosos.

Los poemas de Alma están, sí, salpicados por una cohetería de guitarras, estrellas fulgentes, amores que no son de este mundo, hetairas, almas de nardo y otras pirotecnias modernistas que hoy leemos con una leve sonrisa irónica. Pero hay que reconocerle a Manuel Machado que, con esos mimbres, consiguió trenzar unas vasijas poéticas más que notables.

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