El nombre y la fama literaria de Manuel Machado se
han visto salpicados, con más frecuencia que justicia, por la comparación con
su hermano Antonio. Y en ese ejercicio Manuel siempre ha resultado perjudicado:
se ha señalado su menor rango filosófico, su menor profundidad, su menor
influencia en otros vates. Las apreciaciones son, desde luego, razonables; pero
incurren en la miopía de negar validez poética a un escritor por el hecho de
que su hermano, su padre o su hijo alcanzasen mayores cotas de importancia.
¿Heinrich Mann frente a Thomas Mann? ¿Camilo José Cela frente a Jorge Cela
Trulock? ¿Gonzalo Torrente Ballester frente a Gonzalo Torrente Malvido? Ninguno
de los seis que acabo de traer a la memoria merece la etiqueta de mal escritor.
Manuel Antonio Rafael de la Santísima Trinidad Machado Ruiz, ciertamente,
tampoco.
En Alma
(un volumen que fue publicado en 1902) advertimos que se mueve con la misma
gracia y con la misma soltura en el arte menor y en el arte mayor. En el primer
ámbito consigue maravillas alígeras como el poema Otoño, construido sobre versos sincopados y saltarines; y en el
terreno de los versos más largos no se olvidan nunca, una vez leídos, textos
como Castilla, donde ofrece un
retrato impagable del Cid; o el no menos egregio poema Felipe IV, que debería figurar en muchos más libros de literatura
para que nuestros estudiantes de Secundaria lo frecuentasen y admirasen.
A veces (absurdo e inútil sería negarlo), las
tintas están un poco cargadas en el platillo declamatorio, lo que barniza el poema
de cierta pomposidad. Ocurre, a mi juicio, en algunas líneas de Adelfos (“Nada os pido. Ni os amo, ni os
odio. Con dejarme, / lo que hago por vosotros hacer podéis por mí... / ¡Que la
vida se tome la pena de matarme, / ya que yo no me tomo la pena de vivir!”).
Pero, por lo general, sabe contenerse mucho mejor que otros contemporáneos
suyos, más desatados o estruendosos.
Los poemas de Alma
están, sí, salpicados por una cohetería de guitarras, estrellas fulgentes,
amores que no son de este mundo, hetairas, almas de nardo y otras pirotecnias
modernistas que hoy leemos con una leve sonrisa irónica. Pero hay que
reconocerle a Manuel Machado que, con esos mimbres, consiguió trenzar unas
vasijas poéticas más que notables.
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