Los soldados
persas se encuentran luchando contra Grecia a las órdenes del rey Jerjes. Su
madre, la reina (viuda de Darío), está teniendo sueños inquietantes sobre estas
luchas lejanas. Por fin, para disipar cualquier duda, un mensajero confirma la terrible
desgracia: los persas han sido derrotados sangrientamente en Salamina. El rey Jerjes
ha sobrevivido, pero los más aguerridos de sus lugartenientes han encontrado la
muerte, en una jornada aciaga para los intereses persas (“Nunca, entiéndelo bien, nunca en un solo día una
multitud tan numerosa de hombres ha perecido”). La reina, abrumada por el
dolor, se retira a su palacio.
El espíritu de Darío aparece entonces y se lamenta
por esta desgracia, aunque la achaca a la osadía de su hijo Jerjes, que se ha
labrado su propia desgracia (“Cuando uno mismo se afana en su perdición, los
dioses colaboran con él”).
Cuando el propio rey derrotado llega ante el coro
persa, todo son lamentaciones, ayes y vertido de lágrimas por su desgracia, en
un crescendo doloroso muy notable; y concluye la obra.
Decir que un texto que tiene 2500 años de
antigüedad aún puede leerse con emoción es un auténtico milagro. Esquilo lo
hace posible en estas páginas.
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