Estamos en el año 1967, cerca del río Mekeo (situado
en Papúa-Nueva Guinea), y acompañamos al antropólogo japonés Shigeru Igataki y
sus hombres en una incursión científica que tiene como objetivo desvelar las
costumbres de los hamulai, un pueblo alejado de la civilización y que sobrevive
en condiciones casi animales, quizá incluso canibalescas. Después de unas
jornadas agotadoras, en las que tienen que matar serpientes venenosas, hacerse
entender por los nativos más refractarios a la comunicación (les ayuda un
misionero catalán al que encuentran por aquella zona, el padre Ernest Cuballó) y
vencer la hostilidad del medio, alcanzan su meta y se instalan entre los
hamulai con la pretensión de estudiarlos. Hasta aquí, como es fácil constatar, parece
que estuviéramos leyendo una crónica publicada en el National Geographic o el
diario de algún aventurero decimonónico; pero un desagradable acontecimiento
quiebra la tranquilidad del grupo: la bella Izumi Fukada, después de comerse un
pescado casi crudo, comienza a experimentar un doloroso trance, en el que su
vientre se hincha y la sitúa al borde de la muerte. Por fortuna, una indígena machaca
unas flores amarillas y ofrece esa pasta (mezclada con su propia saliva) a la
enferma, quien de inmediato recobra la salud.
Este es el arranque de El imperio de Yegorov, la última entrega literaria de Manuel
Moyano. Como se puede observar, ésta muestra desde el principio una acción
enigmática, que pronto se irá trufando con más detalles jugosos: el matrimonio
entre Shigeru Igataki e Izumi Fukada; la sorprendente belleza de la mujer, que
la edad no mengua por muchos años que pasen; un pingüe negocio relacionado con
una sustancia llamada elatrina; personajes del mundo del cine y la canción que
comienzan a adquirir una longevidad sospechosa (y que tienen, de forma unánime,
un extraño color amarillento en los ojos); vagabundos, senadores,
investigadores privados y periodistas de investigación que empiezan a morir en
extrañas circunstancias; un misterioso potentado ruso que aparece en la zona
final de la narración y que no muestra escrúpulos de ningún tipo (chantajea,
mutila, extorsiona, mata)... Es muy evidente que Manuel Moyano ha distribuido
por esta historia un elevado número de imanes narrativos y psicológicos, con
los que intentar atar y retener la atención de los lectores.
Después de tantos años conociendo al cuentista y
ensayista Manuel Moyano (Córdoba, 1963) y siguiendo su limpia trayectoria
literaria resulta que el narrador andaluz me sorprende con esta obra y me deja
sin palabras, porque es llamativo que en este volumen Moyano rompa de forma tan
radical con sus códigos. En primer lugar, nos entrega una novela (no muy
extensa, pero novela al fin y al cabo), género en el que apenas se ha prodigado.
En segundo lugar, la acción presentada se expande hacia el futuro (mediados del
siglo XXI), lo que la convierte también en un texto anómalo en su trayectoria.
En tercer lugar, el narrador ha preferido potenciar esta vez muy notoriamente los
aspectos argumentales y arquitectónicos por encima de los estilísticos. Tres significativas
rupturas. En todo caso, el experimento ha tenido que ser satisfactorio para el
escritor: la obra, guiada por una mano eficaz, ha quedado finalista en el
premio Herralde, convocado por la editorial Anagrama. Un impacto publicitario
que determinará el futuro narrativo de Manuel Moyano. Seguiremos con ojo atento
sus siguientes pasos. Como siempre.
1 comentario:
Tienes toda la razón. Una novela apasionante que no permite al lector separarse de ella hasta llegar a descubrir la razón del "Imperio de Yegorov". El INDICE ONOMÁSTICO final es la guinda que culmina la sabrosa tarta.
Publicar un comentario