miércoles, 19 de febrero de 2014

El libro de los pequeños milagros



El asombroso universo de los microrrelatos tiene, al menos, dos virtudes innegables y bien definidas: de un lado, sirven para detectar con un alto índice de fiabilidad a los narradores de mérito, que evitan en ellos el chiste, la boutade, la ocurrencia o el eructo; del otro, permiten distinguir a aquellos críticos que, alejados de las etiquetas convencionales, se aproximan al género con una mirada abierta y receptiva, desprovista de prejuicios. En ocasiones (Ángel Olgoso, Manuel Moyano, Miguel Ángel Zapata, Jesús Esnaola, Fernando León de Aranoa), la calidad de los textos es tan notoria que sólo un exceso de miopía puede justificar su preterición o su desdén.
El malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel, novelista y cuentista de probada excelencia (ha recibido premios, ha sido reseñado en los medios más prestigiosos, ha merecido buenas traducciones y está editado en una decena de países), lanza ahora El libro de los pequeños milagros, un volumen delicioso «que contiene las pormenorizadas y muy veraces micronarraciones de los grandes hechos sobrenaturales y extraordinarios de este mundo» (p.5). En él, divididas en tres secciones (Urbi, Orbe, Extramundi) y un asombroso epílogo (“Índice para la confección de un bestiario”), se nos traslada un centenar de viñetas narrativas, en las cuales descubrimos una proliferación vertiginosa de personajes anómalos: mendigos que disfrazan sus lacras para no parecer histriones; francotiradores ubicuos que se erigen en metáfora de los tiempos que corren; madres de gemelos que, justo a la hora de dormir, susurran cierta frase al oído de uno de ellos; niños que depositan su fervor y su ternura sobre un muñeco de nieve, gólem gélido; y hombres que, tras perpetrar una acción execrable, realizan un descubrimiento atroz, que asalta sus ojos y su ánimo.
Con la complicada sutileza que ha de guiar siempre la escritura de este tipo de textos, Juan Jacinto Muñoz Rengel va eligiendo temas, tallando argumentos, seleccionando vocablos y puliendo el resultado final hasta que lo deja sin aristas ni imperfecciones, inmaculado, esférico. Conforme los lectores avanzamos por las páginas del tomo comprobamos esa sostenida maestría, que se traduce en inquietantes juegos de cajas chinas (como el que vertebra el relato “Reproducción a escala”), retratos de un período de la vida o del espíritu (el magnífico texto titulado “15”), actualizaciones ingeniosas o mordaces de viejas historias (“Hamelín”), refutaciones sorprendentes del antropomorfismo divino (“Tres días”), contundentes parodias de la pedantería literaria (“Persistencias”), horripilancias que estremecen el ánimo del lector (“En mitad de la noche”) y hasta imágenes de zoología moderna, deliciosamente simpáticas o terribles (“Biobuitre”).

Leí hace años una monografía sobre Miguel Hernández (cuyo título no puedo anotar, porque de él y de su autor no guardo memoria), en la que se afirmaba que al poeta de Orihuela le producía fascinación, como a otros muchos vates, la arquitectura férrea del soneto, porque lo obligaba a la disciplina y a la contención. Y que un poeta sin ningún tipo de cauces que lo moderen —continuaba el estudioso— deviene torrente desbocado y sólo ocasionalmente bello. La aseveración era, desde luego, injusta: Lope de Vega («Potro es gallardo, pero va sin freno») y Pablo Neruda constituyen dos ejemplos palmarios. Algo similar, salvando lógicamente las distancias, podría afirmarse de los autores de microrrelatos: el género que han decidido elegir les impone una dictadura espacial muy estricta, muy marcada. Y sólo quienes sean capaces de producir belleza y exquisitez en ese reducido marco alcanzarán el rango de literatura perdurable. Juan Jacinto Muñoz Rengel demuestra en este volumen condiciones objetivas más que suficientes para ser recibido con honores en ese selecto club.

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