El asombroso universo de los
microrrelatos tiene, al menos, dos virtudes innegables y bien definidas: de un
lado, sirven para detectar con un alto índice de fiabilidad a los narradores de
mérito, que evitan en ellos el chiste, la boutade, la ocurrencia o el eructo;
del otro, permiten distinguir a aquellos críticos que, alejados de las
etiquetas convencionales, se aproximan al género con una mirada abierta y
receptiva, desprovista de prejuicios. En ocasiones (Ángel Olgoso, Manuel
Moyano, Miguel Ángel Zapata, Jesús Esnaola, Fernando León de Aranoa), la
calidad de los textos es tan notoria que sólo un exceso de miopía puede
justificar su preterición o su desdén.
El malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel,
novelista y cuentista de probada excelencia (ha recibido premios, ha sido
reseñado en los medios más prestigiosos, ha merecido buenas traducciones y está
editado en una decena de países), lanza ahora El libro de los pequeños milagros, un volumen delicioso «que
contiene las pormenorizadas y muy veraces micronarraciones de los grandes
hechos sobrenaturales y extraordinarios de este mundo» (p.5). En él, divididas
en tres secciones (Urbi, Orbe, Extramundi) y un asombroso epílogo (“Índice para
la confección de un bestiario”), se nos traslada un centenar de viñetas
narrativas, en las cuales descubrimos una proliferación vertiginosa de
personajes anómalos: mendigos que disfrazan sus lacras para no parecer
histriones; francotiradores ubicuos que se erigen en metáfora de los tiempos
que corren; madres de gemelos que, justo a la hora de dormir, susurran cierta
frase al oído de uno de ellos; niños que depositan su fervor y su ternura sobre
un muñeco de nieve, gólem gélido; y hombres que, tras perpetrar una acción
execrable, realizan un descubrimiento atroz, que asalta sus ojos y su ánimo.
Con la complicada sutileza que ha de
guiar siempre la escritura de este tipo de textos, Juan Jacinto Muñoz Rengel va
eligiendo temas, tallando argumentos, seleccionando vocablos y puliendo el
resultado final hasta que lo deja sin aristas ni imperfecciones, inmaculado,
esférico. Conforme los lectores avanzamos por las páginas del tomo comprobamos
esa sostenida maestría, que se traduce en inquietantes juegos de cajas chinas
(como el que vertebra el relato “Reproducción a escala”), retratos de un
período de la vida o del espíritu (el magnífico texto titulado “15”),
actualizaciones ingeniosas o mordaces de viejas historias (“Hamelín”),
refutaciones sorprendentes del antropomorfismo divino (“Tres días”),
contundentes parodias de la pedantería literaria (“Persistencias”),
horripilancias que estremecen el ánimo del lector (“En mitad de la noche”) y
hasta imágenes de zoología moderna, deliciosamente simpáticas o terribles
(“Biobuitre”).
Leí hace años una monografía sobre
Miguel Hernández (cuyo título no puedo anotar, porque de él y de su autor no
guardo memoria), en la que se afirmaba que al poeta de Orihuela le producía
fascinación, como a otros muchos vates, la arquitectura férrea del soneto,
porque lo obligaba a la disciplina y a la contención. Y que un poeta sin ningún
tipo de cauces que lo moderen —continuaba el estudioso— deviene torrente
desbocado y sólo ocasionalmente bello. La aseveración era, desde luego,
injusta: Lope de Vega («Potro es gallardo, pero va sin freno») y Pablo Neruda
constituyen dos ejemplos palmarios. Algo similar, salvando lógicamente las
distancias, podría afirmarse de los autores de microrrelatos: el género que han
decidido elegir les impone una dictadura espacial muy estricta, muy marcada. Y
sólo quienes sean capaces de producir belleza y exquisitez en ese reducido
marco alcanzarán el rango de literatura perdurable. Juan Jacinto Muñoz Rengel
demuestra en este volumen condiciones objetivas más que suficientes para ser
recibido con honores en ese selecto club.
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