Hombre culto, hipersensible, espíritu atormentado,
desmenuzador implacable de su entorno, cirujano de su alma, observador
solitario... Fernando Pessoa (que nació en 1888 y murió en 1935) es uno de los
escritores por los que más respeto, admiración y constancia demuestro en los
últimos veinte años, volviendo a sus libros de manera periódica y comprando los
que aparecen como novedad. El sello Gadir nos presenta aquí, en la traducción
de Juan José Álvarez Galán, los raros Diarios
del escritor portugués, donde Pessoa anota todo tipo de detalles sobre su
salud, sus composiciones literarias, sus lecturas, sus amigos, sus viajes o sus
charlas de café. ¿Irregular? Sin duda alguna. ¿Irrelevante? En muchas de sus
páginas, claro que sí. Pero se trata de un volumen que se publica para el
deleite de quienes nos declaramos pessoanos de pura cepa: gentes que sentimos
interés hasta por lo que Fernando comió aquella vez que estuvo celebrando el
cumpleaños de una tía suya. Pura mitomanía, que reconozco sin pudor.
Me entero de que en marzo de 1906 estaba pensando
en operarse de fimosis (p.20); que en mayo de ese mismo año estaba leyendo a
Ramón de Campoamor, el olvidadísimo vate asturiano (p.24); que durante el
verano de 1907 lamentó en páginas tristísimas su condición de persona sin
auténticos amigos (“Soy tímido, no me gusta dar a conocer mis preocupaciones.
Un amigo íntimo es uno de mis ideales, algo con lo que sueño despierto, y sin
embargo, algo que nunca tendré”, p.34); que era capaz de colocarse en el lado
de los sufridores, por más que el raciocinio le pidiese que fuese duro con
ellos (“Nunca olvidarás, cuando ataques la religión en nombre de la verdad, que
la religión difícilmente puede ser sustituida, y que los desgraciados hombres
sollozan en la oscuridad”, p.36); que pedía a gritos que fuese respetada su
condición de isla (“Déjenme llorar”, p.47); que incluso los libros le parecían
en ocasiones un modo de sometimiento y de vulneración de la libertad personal
(“He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he de
soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?”, p.88); que se siente cercado por
un aura de incomprensión que jamás logrará disipar (“Me asedia un vacío
absoluto de fraternidad y de afecto. Incluso los que están cerca de mí no lo
están, estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y de conocidos que no me
conocen”, p.91); que le satisface más mantenerse a una cierta distancia de la
auténtica existencia (“Siempre procuré ser un espectador de la vida sin
involucrarme en ella”, p.95); que en ocasiones le acecha la más dura de las
miserias (“En casa, sin cenar porque no tengo dinero”, p.109); que desconfía de
la sinceridad de sus semejantes (“El público no quiere la verdad, sino la
mentira que más le guste”, p.127); que los políticos le provocan una sana
desconfianza (“Las sociedades están dirigidas por agitadores de sentimientos,
no por agitadores de ideas”, p.130); o que, en fin, es consciente de que entre
los demás y él media un abismo de proporciones insalvables (“No hablamos, yo y
los que son mis compatriotas, un lenguaje común. Callo. Hablar sería no ser
comprendido. Prefiero la incomprensión por el silencio”, p.141).
Leer a Fernando Pessoa es, al menos para mí, una
sana forma de mantener la inteligencia despierta, el lenguaje aquilatado y la
sensibilidad afilada.
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