Pues resulta que de repente llega el jurado del
XVIII premio de novela Ateneo Joven de Sevilla, compuesto por gentes como Luis
del Val o Fernando Marías, y nos dice que Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) es el
ganador. Y el libro correspondiente, que se titula Ajedrez para un detective novato, ya está editado por el sello
Algaida y se encuentra en las mesas de novedades. Es un tomo más bien
contundente (casi cuatrocientas páginas) y que se presenta al público con una
llamativa portada de estética cómic, en la que figuran un pulpo, una mujer, una
piedra de ajedrez y una pistola. Casi nada.
¿Y qué conclusiones se pueden extraer de su
lectura? Pues en principio cuatro, aunque seguramente podrían añadirse muchas
más.
La primera, que Juan Soto no ha querido construir
en estas páginas una historia unívoca o marmórea, con un argumento potente y
que avance a paso firme, sino que ha preferido decantarse por la adición de
teselas narrativas que, uniéndose entre sí con hilvanes habilidosos, al modo
cervantino, construyen la imagen de conjunto y cohesionan el libro. El tema
(los diferentes casos que tiene que resolver el protagonista de la narración,
cuyo nombre no descubrimos hasta la página 338) se lo permitía desde luego
holgadamente.
La segunda, que su sentido del humor es tan
iconoclasta como evidente, y le ha permitido introducir en la historia secuencias
tan delirantes como un discurso sobre los beneficios y virtudes de una buena
defecación (que pronuncia el alocado Patricio Cueto y que se expande por las páginas
que van de la 164 a la 169); un lírico excurso sobre las peras, esclafado ante
una pobre oyente que se queda estupefacta (página 240); y otras secuencias
memorables, que no quiero desvelar para que sean ustedes quienes las valoren y que
provocan las delicias del lector más exigente, a quien inducen a las carcajadas.
La tercera, que Soto Ivars demuestra una gran
plasticidad a la hora de adornar con recursos literarios esta fabulación. Hay
metáforas notables, hipérboles de buen cuño y adjetivaciones meritorias, pero
sobre todo llaman la atención algunas comparaciones literarias, a las que dota
de sorpresa y brío. Sirvan de reducido ejemplo una muestra axilar («Las calles
se pusieron oscuras y peligrosas como los sobacos de Mike Tyson»), otra
científica («Esos sabuesos vocacionales y calamitosos se multiplicaban como
bacterias en el pañuelo de un tísico») y otra donde se aúnan zoología y
retranca («Tenía los ojos abiertos en la oscuridad como un búho recién
divorciado»).
Y la cuarta conclusión es evidente: Juan Soto Ivars
tiene madera. Vistas las páginas finales de la novela se descubre que quizá le
haya faltado cierta garra en la resolución del enigma (el lector es consciente
de la identidad del asesino diez o doce páginas antes que el propio detective,
que se supone dotado de cierta perspicacia y profesionalidad), pero no se le
puede poner ninguna pega al resto: lenguaje incisivo, eficacia en el desarrollo
de la trama, solvencia a la hora de introducir referencias culturales en el texto,
manejo del humor y del sexo, ritmo adecuado para cada secuencia... Y es que una
novela que empieza como ésta («Las mujeres de las que me he enamorado tenían
algo en común: el sentido del humor. Todas se reían de mí») necesariamente
tenía que resultar interesante.
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