Hay dos sentimientos que, en literatura, son
difíciles de provocar: el miedo y la risa. De ahí que siempre me haya llamado
la atención que incluso los auténticos maestros en esas disciplinas sean
designados como autores menores por parte de editores, críticos y hasta
lectores cegatos. ¿Es menor el Stephen King que nos aterroriza con sus novelas?
¿Es menor el Eduardo Mendoza que nos provoca hilaridad con sus páginas? Una de
las primeras enseñanzas que intento deslizar en la mente de las personas que
acuden a mis talleres de escritura es que un texto es bueno cuando, deseando
conseguir X, consigue X. Da igual que sea en un género o en otro. Si el autor
consigue su propósito es que ha trabajado bien. Lo demás son tontunas joyceanas
de meapilas.
Para comprobar cómo está el panorama del terror
literario nacional me he leído el volumen Fantasmagoria,
compilado por Darío Vilas y editado por el sello Tombooktu, dependiente de
Nowtilus. La experiencia, desde luego, ha sido tan enriquecedora como
sorprendente, porque pulsaba tantas modalidades y tantas texturas que ha sido
una auténtica sorpresa ir devorando cuento tras cuento. Así, descubrí con José
Luis Cantos (El columpio) las
posibilidades terroríficas de un juego infantil y de una niña que ve cosas
vedadas para los demás; sentí de la mano de Ignacio Cid Hermoso un feroz
estremecimiento considerando la posibilidad de que un aparato de escucha para
bebés reproduzca voces de fallecidos (Caramelitos
de fresa); calibré los horrores infinitos que puede contener una estación
de metro en la que fallecieron algunas de las personas que la construían, allá
por el año 1966 (Francisco Miguel Espinosa nos lo cuenta en Chamberí); constaté gracias a Miguel
Aguerralde los inauditos terrores que se pueden esconder en una guitarra azul (El recipiente); Ivan Mourin erizó mi
nuca contándome un espeluznante Juego de
niños; Javier Trescuadras cambió para siempre mi forma de ver los parques
públicos, gracias a su magistral relato Ojos
de muñeca; y David Marugán (no
quisiera alargar hasta el extremo la enumeración) me recordó mis días de
servicio militar con su historia Sabe
nuestros nombres, igualmente impecable.
Muchas vertientes del pánico, sin duda. Muchas
técnicas narrativas. Muchas apuestas literarias diferentes en un volumen antológico
que merece la pena leer. Se lo recomiendo para las noches de verano, aunque les
sugiero que no lo lean en el patio: elijan mejor un sitio donde se sientan
seguros. Si existe.
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