Escribir, lo sabemos de sobra, es una
tarea interminable y de trazado muy extraño. Hay quienes emprenden el camino a
edad tempranísima (estoy pensando en poetas como Arthur Rimbaud o en
dramaturgos como Alfred Jarry) y otros que prefieren ante todo la calma y
postergan su nacimiento literario hasta límites más que llamativos (como los
narradores Alberto Méndez o Gonzalo Hidalgo Bayal, que han aguardado casi hasta
la senectud para firmar con serenidad sus páginas y darlas a la imprenta). A la
postre quizá no importe demasiado la fecha que ostenta el DNI del escritor, y
sólo haya que medir una trayectoria literaria por el resultado último. El gran
Ramón Gómez de la Serna, hoy olvidado con injusticia, escribió una vez (en su
hermoso volumen Cartas a las golondrinas)
que la impaciencia no es sino dolor de alma. Tal vez no le faltase razón.
Durante varios años, he tenido la
inmensa suerte de convivir en un taller de escritura que se celebra en Molina
de Segura (Murcia) con todas las personas que pueblan este libro (y con algunas
más, que poblarán venideros volúmenes) y he observado cómo un entusiasmo
envidiable les unía y les impulsaba. Escribían con tenacidad durante la semana,
robándole minutos a otros quehaceres vitales; leían durante la sesión de puesta
en común, con la voz más bien temblorosa; intercambiaban opiniones con sus
compañeros, siempre respetuosos y moderados; se cruzaban comentarios llenos de
tino; rectificaban todo aquello que consideraban oportuno y mantenían lo que su
corazón les etiquetaba como inalterable. Y así han ido construyendo un equipaje
de palabras e historias que ahora ofrecen resumido en este volumen. Algunos de
ellos han ganado certámenes literarios; otros casi se estrenan con esta
publicación. Pero todos están unidos por el mismo fervor, limpio e
inquebrantable, que a la postre les sirve como combustible. Saben que en el
mundillo literario proliferan los premios amañados, los intereses comerciales,
los apellidos del autor, la potencia del agente que lo representa y otras
cortapisas que, a buen seguro, resultarán del todo inútiles para detener su
vuelo. Y lo sé con certeza porque tengo el privilegio de conocerlos, de haber
cultivado su amistad y de haber leído y escuchado lo que tienen en el alma y en
el corazón a través de sus palabras, desgranadas semana tras semana alrededor
de la enorme mesa en la que nos reunimos, con chocolates y con refrescos, con
bollos y con pasteles, con bizcochos y con ilusiones. Traían sus folios
apretados contra el pecho o metidos en la carpeta, como hijos tibios que
quisieran proteger de las inclemencias del tiempo; y luego los sacaban a la luz
con infinita dulzura, con el pudor de quien no está seguro de poder leerlos sin
quebranto.
Cada uno de ellos viene de un mundo
distinto (de la banca, del comercio, de la sanidad, de la administración
pública, de la enseñanza), pero cuando uno tras otro aclaraban la voz en
aquella acogedora sala de El Retén y entregaban al aire el regalo fastuoso de
sus palabras, ya no eran diferentes. Se habían transformado como por arte de
magia. Eran la Literatura haciéndose luz, inicio, sentimiento. En unos, esa luz
se manifestaba en frases largas, lujuriosas de tirabuzones; en otros, el camino
elegido era la diamantina concreción de la metáfora. Unos preferían ser más
directos en sus narraciones; otros, más sinuosos o tangenciales.
Sus nombres son Adelaida Romero Rodríguez, Anto Gambín, Carmen Granero, Carmina Martínez Maricó, Conchi Andrés Ortega, Jose Moreno, Mª José Cutillas, Meri Martínez, José Gómez Larrosa y Victoriano García Guillén. Aquí están, reunidas, algunas de sus
historias. Ustedes pueden gozar ahora del privilegio hermosísimo que yo ya no
tengo: leerlas por primera vez. Les aseguro que es un auténtico lujo del que
deberían disfrutar, como yo lo hice en su día. La escritora murciana Concha
Martínez Miralles denunciaba en su obra Libertad
condicionada que “lo peor es la prisa: siempre hay mucha”. No dejen que esa
celeridad les estropee el placer. Gocen de cada línea, de cada párrafo, de cada
historia contenida en este libro. Comprobarán que hay aquí mucha belleza
aguardándoles.
2 comentarios:
Muchas gracias por estas palabras y por las que escribiste en nuestro particular "Pórtico de la gloria". Ha sido un placer aprender junto a un gran maestro cómo tu. Espero que se repita. Un beso, Adela.
Y otros que empezaron a edad temprana, desaparecieron como escritores toda una vida y reaparecieron, a veces con una fuerza inusitada, en la ancianidad. Estoy pensando en Henry Röth y, en menor medida, en Felipe Alfau. Sí, algunas trayectorias vitales y literarias son un buen alimento para la paciencia, y a veces, todo un clavo ardiendo. Qué buenos recuerdos de tardes de taller, joder...
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