Releo este mes de mayo un libro que, en su día, me
conmocionó. Siempre he sido un lector fervoroso de Ernesto Sábato así que desde
que anunció que se hallaba enfrascado en un volumen último de su escritura me propuse
estar muy pendiente de su publicación. Y fue Seix Barral el sello que
finalmente le dio una forma rectangular y lo puso en mis manos. Corrían las
primeras semanas de 1999 cuando cayó en mis manos y rápidamente lo reseñé en La
Verdad, donde entonces escribía. Me emocionó (y lo dije por escrito) la insistencia
que ponía don Ernesto en hablar de una “especie de testamento” (p.11),
redactado “cuando el final se aproxima” (p.94) y que tiene “la gravedad de las
palabras finales de la vida” (p.187). Era verdad que el argentino ya tenía
almacenados 87 inviernos en sus espaldas, y que en cualquier momento (luego
aguantó casi hasta cumplir un siglo, falleciendo en la primavera de 2011) las páginas
culturales de los diarios se ocuparían de él con motivo de su muerte; pero la
obra entregaba mucho más, sin duda. Era un nuevo milagro de literatura y un
escalofrío de lucidez analítica, ingredientes ambos que no sorprendían a
quienes ya habíamos leído novelas como El
túnel o ensayos como Uno y el
universo.
Ernesto Sábato, con tristeza infinita, con desazón
amarguísima, con el acíbar inundándole la lengua y el bolígrafo, levantaba acta
de un mundo que se pudría y se descomponía, un mundo frustrante y sórdido, un
mundo en el que ya no hay (como siempre ha habido) gentes ricas y gentes
pobres, sino sultanes de Brunei y niños que mueren de hambre con interminable
lentitud. Por eso quizá este libro resultaba tan conmovedor, y tan
desasosegante, y tan brutal. Blas de Otero lo descubrió y dijo hace ya muchos
años: “Esto es ser hombre: horror a manos llenas”. Y el venerable autor
argentino lo ratificaba en estas memorias melancólicas y desgarradas, diciendo
que “vivimos un tiempo de inmoralidad” (p.108). De ahí que su repaso por los
temas que nutrían la prensa y la televisión (drogas, ecologismo, energía
nuclear, falta de solidaridad entre los pueblos...) fuese tan desolador, aunque
él se empeñase en decir que había luz al final de ese túnel largo y monstruoso
en el que se ha convertido nuestra vida moderna. (Lean con especial atención el
capítulo “Pacto entre derrotados”, que cierra el tomo, para entender los
motivos que nutren la esperanza del autor).
Pero hay otros elementos en este volumen que no
deben ser preteridos por su apariencia anecdótica, como cuando Sábato confiesa
que “El túnel fue rechazado por todas
las editoriales del país” (p.87); o cuando aclara cómo trabó contacto con un
muchacho al que se mitificaría después con el nombre de Che Guevara. En fin.
Docenas de informaciones (unas sabidas, otras no) que nos ayudan a conocer más
profundamente al que, tras las muertes de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar,
era el último patriarca de las letras argentinas.
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