Un poeta se nutre (muchas veces se ha dicho, y casi
siempre con razón) de las cálidas brasas de su infancia, de todas aquellas
experiencias y personas que conoció en su niñez, y que lo empaparon de símbolos
y de figuras. Lo que ocurre es que quien se dedica a rastrear esos remotos estadios
de la memoria y a mostrarnos el resultado de esa espeleología espiritual no
suele ser alguien de la familia, alguien que conviviese con el poeta desde el
principio, sino un erudito que, con voluntad y a veces incluso con acierto,
indaga las claves desde fuera.
Del genial Federico García Lorca teníamos la suerte
de contar con algunos documentos realmente importantes (estoy pensando en el
libro Federico y su mundo, de su
hermano Francisco) y ahora, gracias a la labor tenaz y esforzada de su hermana
Isabel, podemos disfrutar desde hace una década del volumen Recuerdos míos, que recibió el XV Premio
Comillas y que, en edición de Ana Gurruchaga y con prólogo de Claudio Guillén,
podemos encontrar en el catálogo de la editorial Tusquets.
Nos enteramos de infinidad de detalles de la
Granada natal del poeta, de su casa y sus sirvientes, de los juegos que
inventaba junto a su hermana Concha, de ese cuarto que tenía con el techo
pintado de color violeta (p.55), de su rechazo tajante de la popularidad
(p.88), de que le gustaba jugar a decir misa (p.48) o de que “tenía ratos de
gran seriedad, como si estuviera ausente” (p.30). Pero también nos sirve este
volumen para conocer mejor a la hermana pequeña de Federico, profesora de
literatura en los Estados Unidos, lacerada ya para siempre por la terrible
muerte de su hermano. Y aprendemos detalles que van desde lo pintoresco (como
que la primera maestra que tuvo fue una tía abuela de Luis García Montero) hasta
lo desgarrador (afirma en la página 234 que Luis Cernuda era el ser humano más
falto de cariño que había conocido en su vida).
Pero, por encima de todo, está el esfuerzo de
quien, negándose al olvido, rememora (a veces con un cierto caos: “No puedo
tener un orden al recordar porque soy esencia de inquietud”, p.51) la memoria
viva de su hermano. Una memoria, eso sí, empapada por la tristeza: “Yo no
recuerdo la voz de Federico”, dice en la página 96. Se me figura la más
desgarradora de las frases del libro y, con ella retumbando, les invito a leer
la obra. Se emocionarán.
2 comentarios:
Lo que tenía que hacer en vida no lo hizo, como recordaba Edgar Neville: largarse cuando pudo.
Este libro me lo regaló una amiga hace unos meses y lo tengo en el montón de los libros dormidos, esperando a ser despertados, y tú has hecho de despertador, desde luego, porque lo paso ahora mismo al montón de los libros en espera. Antes tendré que leer tu novela, por supuesto.
Publicar un comentario