jueves, 27 de diciembre de 2012

Todo un hombre



En la novela que publicó justo antes que ésta (la famosísima La hoguera de las vanidades, de 1987, donde nos relató la angustiosa historia del agente de bolsa Sherman McCoy), el virginiano Tom Wolfe aclaraba en una de sus páginas que “Charlie es el mote con el que los negros insultan a los peores racistas blancos”. Y no deja de ser curioso que nuestro autor haya elegido bautizar al protagonista de su siguiente producción con el mismo nombre: Charlie E. Croker, un millonario de zafia actitud, que pronuncia con desgarro sureño (se come la mitad de cada palabra) y que esconde, bajo su paternalismo prepotente y fanfarrón, a un self made man sexagenario con evidentes toques de racismo, sexismo y clasismo. Está, además, casado con una veinteañera turbadoramente hermosa y obscenamente perturbada por el lujo que los incontables millones de su marido le proporcionan. Y tiene unos amigos (como Inman Armholster) que comparten con él sus dilapidadoras aficiones de rico y su espantoso esnobismo social. Todo ello, encuadrado en la populosa ciudad de Atlanta, gobernada por un alcalde negro (Wesley Dobbs Jordan), con más de dos tercios de la población de la misma raza, y con una clase empresarial compuesta en su totalidad por hombres blancos, entre los cuales Charlie Croker e Inman Armholster brillan con especial luz, gracias a sus espectaculares imperios económicos. ¿Estamos ya situados ambientalmente, con este conjunto inicial de datos que les acabo de suministrar en pocas líneas? Bien, pues ahora la novela nos propone su vértigo mediante una detonación: el joven y prometedor deportista negro Fareek El cañón Fanon es acusado por la hija de Inman Armholster de haberla violado. La aparente tranquilidad racial en la que vive inmersa la ciudad de Atlanta desde hace décadas amenaza con resquebrajarse, porque un asunto de tan gravísima envergadura no puede ser abordado con tacto ni con sigilo, sobre todo teniendo en cuenta los modales barriobajeros y achulados de Fareek (que se cree el ombligo del mundo) y el carácter resolutivo de Inman Armholster (que parece dispuesto a cualquier cosa, con tal de hundir al profanador de su única hija).
Tom Wolfe, tan maquiavélico y tan habilidoso como siempre, utiliza estos elementos (y muchísimos más, que el limitado espacio de esta reseña me hace omitir) para elaborar un espacio novelesco de primera magnitud, donde los diálogos alcanzan cotas magistrales (yo creo que superiores a las logradas en La hoguera de las vanidades, que ya eran altas de por sí), donde cohabitan unos registros idiomáticos muy diferentes (el trabajo del traductor, Juan Gabriel López Guix, hay que tildarlo en este terreno de absolutamente encomiable) y donde no existen personajes secundarios, porque a todos dedica Wolfe su atención descriptiva y su parcela de profundización: el mediocre Raymond Peepgass, que busca un pelotazo que dé tranquilidad y dinero a su vejez; Conrad Hensley, un trabajador afectado por la reducción de plantilla en una empresa de Croker; Roger White II, abogado encargado de defender a Fareek; Harry Zale, un yuppie bancario que disfruta con su trabajo hasta límites inauditos; etc.
En un libro tan voluminoso como éste (más de setecientas cincuenta páginas de apretada tipografía), gratifica constatar el primoroso cuidado que ha puesto la editorial en su confección, del que sólo se escapa un defecto: en la página 573 aparece un “hayamos” que debería ser “hallamos”. Lo demás, para quitarse el sombrero.

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