En la novela que publicó justo antes que ésta (la famosísima
La hoguera de las vanidades, de 1987,
donde nos relató la angustiosa historia del agente de bolsa Sherman McCoy), el
virginiano Tom Wolfe aclaraba en una de sus páginas que “Charlie es el mote con
el que los negros insultan a los peores racistas blancos”. Y no deja de ser
curioso que nuestro autor haya elegido bautizar al protagonista de su siguiente
producción con el mismo nombre: Charlie E. Croker, un millonario de zafia
actitud, que pronuncia con desgarro sureño (se come la mitad de cada palabra) y
que esconde, bajo su paternalismo prepotente y fanfarrón, a un self made man sexagenario con evidentes
toques de racismo, sexismo y clasismo. Está, además, casado con una veinteañera
turbadoramente hermosa y obscenamente perturbada por el lujo que los
incontables millones de su marido le proporcionan. Y tiene unos amigos (como
Inman Armholster) que comparten con él sus dilapidadoras aficiones de rico y su
espantoso esnobismo social. Todo ello, encuadrado en la populosa ciudad de
Atlanta, gobernada por un alcalde negro (Wesley Dobbs Jordan), con más de dos
tercios de la población de la misma raza, y con una clase empresarial compuesta
en su totalidad por hombres blancos, entre los cuales Charlie Croker e Inman
Armholster brillan con especial luz, gracias a sus espectaculares imperios económicos.
¿Estamos ya situados ambientalmente, con este conjunto inicial de datos que les
acabo de suministrar en pocas líneas? Bien, pues ahora la novela nos propone su
vértigo mediante una detonación: el joven y prometedor deportista negro Fareek El cañón Fanon es acusado por la hija de
Inman Armholster de haberla violado. La aparente tranquilidad racial en la que
vive inmersa la ciudad de Atlanta desde hace décadas amenaza con
resquebrajarse, porque un asunto de tan gravísima envergadura no puede ser
abordado con tacto ni con sigilo, sobre todo teniendo en cuenta los modales
barriobajeros y achulados de Fareek (que se cree el ombligo del mundo) y el carácter
resolutivo de Inman Armholster (que parece dispuesto a cualquier cosa, con tal
de hundir al profanador de su única hija).
Tom Wolfe, tan maquiavélico y tan habilidoso como
siempre, utiliza estos elementos (y muchísimos más, que el limitado espacio de
esta reseña me hace omitir) para elaborar un espacio novelesco de primera
magnitud, donde los diálogos alcanzan cotas magistrales (yo creo que superiores
a las logradas en La hoguera de las
vanidades, que ya eran altas de por sí), donde cohabitan unos registros
idiomáticos muy diferentes (el trabajo del traductor, Juan Gabriel López Guix,
hay que tildarlo en este terreno de absolutamente encomiable) y donde no
existen personajes secundarios, porque a todos dedica Wolfe su atención
descriptiva y su parcela de profundización: el mediocre Raymond Peepgass, que
busca un pelotazo que dé tranquilidad y dinero a su vejez; Conrad Hensley, un
trabajador afectado por la reducción de plantilla en una empresa de Croker;
Roger White II, abogado encargado de defender a Fareek; Harry Zale, un yuppie
bancario que disfruta con su trabajo hasta límites inauditos; etc.
En un libro tan voluminoso como éste (más de
setecientas cincuenta páginas de apretada tipografía), gratifica constatar el
primoroso cuidado que ha puesto la editorial en su confección, del que sólo se
escapa un defecto: en la página 573 aparece un “hayamos” que debería ser “hallamos”.
Lo demás, para quitarse el sombrero.
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