Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), escritor
que comenzó a ser conocido con la publicación de El lenguaje de las fuentes (Nacional de Narrativa en el año 1994),
que siguió sorprendiendo a los lectores con Marea
oculta (por la que le dieron el premio Miguel Delibes), que estuvo a punto
de pifiarla para siempre con aquella tontería llamada Ña y Bel, y que alcanzó mediana consagración al obtener el premio
Nadal de 1999 con Las historias de Marta
y Fernando, nos muestra en La
soñadora (Areté) un relato melancólico donde se nos relatan viejas
historias de amor (sentimiento que es hermosamente descrito por el novelista
como “la conquista de la lentitud” en la página 185), ambientadas en el pueblo
castellano de Medina de Rioseco.
Todo comienza cuando el arquitecto Juan Hervás
regresa al pueblo de su infancia e inicia un sorprendente diálogo con el
fantasma de Aurora, su novia primera. Juntos, van rescatando del olvido la
historia de Adela, un viejo episodio lleno de pasiones, erotismo y búsqueda de
lo absoluto, que les contó en su infancia doña Manolita y que terminó de forma
trágica (“Todas las mujeres están obsesionadas con entregarse a una gran pasión.
Viven esperando ese momento sin saber que, cuando llegue, las destruirá”,
p.59).
Poco a poco, el lector irá descubriendo las
conexiones entre esta aciaga pasión y la historia de Juan y Aurora, a base de
acercamientos parciales, convergentes o complementarios. Y también descubrimos,
con lentitud sacra, que la historia de Adela y Monzó, como la historia de los
narradores, es en realidad una misteriosa pirámide cuyo secreto (que yo aquí no
desvelaré) se hunde en la arena siempre imprevisible de la memoria.
Una novela seductora y llena de nieblas de la que,
bien es verdad, Gustavo Martín Garzo podría haber extirpado muchos laísmos
chirriantes (“Creo que la molestó mi sinceridad”, p.165; “¿Qué nombre la puso?”,
p.245; etc) y alguna que otra preposición colocada con el discutible sistema
del esturreo. Por lo demás, bien.
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