domingo, 18 de enero de 2009

En el café de la juventud perdida



En literatura los excesos son, aparte de enojosos, innecesarios. El francés Marcel Proust, que no compartía esa opinión, infligió a los lectores varios miles de páginas para contarles que iba en busca del tiempo perdido, y se enzarzó en charlas prolijas, descripciones interminables de salones y rostros, y magdalenas húmedas que le traían aromas de otras épocas. Ahora, otro escritor francés, llamado Patrick Modiano, ha sabido capturar, condensar y bruñir el mismo mensaje, con no menor belleza, en un breve texto novelístico de 130 páginas que, con el rótulo de En el café de la juventud perdida, acaba de publicar en España el sello Anagrama, gracias a la traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
En él seguiremos el rastro de la enigmática Louki (cuyo auténtico nombre es Jacqueline Delanque), una mujer que anda buscándose por las calles y los cafés de París, perdida en un maremoto de contradicciones, silencios y orfandades, en el que chapotea con la esperanza de hallar finalmente un camino («No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión», página 84). El café de Le Condé es su primer refugio, y en él se encuentra con bohemios que, como ella, derivan como náufragos: beben, fuman, se embarcan en proyectos disparatados y pelean contra la grisura. Como dijo Julio Cortázar en una de sus obras más conocidas: se saben a salvo del absurdo porque se lanzan directamente contra él. Así, la panoplia de personajes adquiere tintes disparatados o cercanos al delirio: un estudiante de la Escuela Superior de Minas; un detective privado que anda buscando a Jacqueline por encargo de su marido (Jean-Pierre Choureau); un espiritista llamado Guy de Vere, que pronuncia frases tan profundas y tan sabias como la que aparece en la página 122: «Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella»; etc. Auténticos vagabundos del espíritu, que no saben encontrar su senda y que empapan de alcohol los calendarios, mientras llegan (o no llegan) las respuestas a sus preguntas. Con un estilo de elegante sencillez, Patrick Modiano consigue capturar el ambiente de una época (los años 60), en la que muchos braceaban contra la inercia del sinsentido. Y va dejando que todas esas voces, tan plurales, tan variadas, tomen la palabra de forma sucesiva: hablará el estudiante (que entiende la bohemia del café Le Condé como «un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida», página 26); hablará el detective contratado por el marido de Jacqueline, quien acaba seducido por la imagen de la muchacha; hablará Roland, que vive con ella un tiempo de fulgurantes búsquedas... Muchas gargantas y muchos corazones, que Modiano sabe ir ensamblando con orquestal pericia para dejar, entre las breves páginas de este volumen, el aroma del desasosiego.

1 comentario:

Javier Cercas Rueda dijo...

A mi me ha gustado que sea breve, que esté bien contada, el juego de narradores y deambular literariamente por el París de los 60 (auténtica co-protagonista del libro), ahora bien, la historia es bastante rarita en fondo y forma y puede desconcertar a lectores convencionales que busquen tramás más precisas y menos fragmentarias. Es un libro amargo.