viernes, 1 de febrero de 2019

El gato encerrado




“Esta vez va en serio”. Con esas cinco palabras resumió el leonés Andrés Trapiello ante un amigo el proyecto en el que había decidido embarcarse, a punto de entrar en la última década del siglo XX. Se trataba de Salón de pasos perdidos, un vasto diario que iría confeccionando con todo aquello que los libros, la actualidad, el pasado, los amigos, los paisajes, la familia y la vida en general le fuera ofreciendo jornada tras jornada. Y le aseguró también que no tendría reparo en publicarlo “si alguien me lo pide”. Por fortuna para los lectores, aquellas páginas le fueron pedidas y ya son veintiuno los volúmenes que de las mismas han visto la luz en formato de libro.
En el primer tomo, que tituló El gato encerrado y que apareció en 1990, Trapiello nos fue dando ya algunas de las claves que iban a nutrir sus posteriores entregas: desde paseos por el Rastro hasta reflexiones sobre diversos artistas, desde los paisajes que rodean su casa de Trujillo hasta las ideas que le surgen frente a la chimenea encendida o el sonido de la carcoma en las vigas; desde su bibliofilia hasta la adquisición azarosa de flores o metrónomos; y, para que nada falte, incluso juicios sobre la propia labor diarística (nos explica, con fórmula ingeniosa, que “los diarios son a la literatura lo que el yogur a la dieta: un privilegio de las naciones bien alimentadas”).
Si nos ceñimos, por acotar un único territorio, al mundo de la literatura, descubriremos en Andrés Trapiello a un observador realista (“Si Cervantes viviera, el primer premio Cervantes se lo hubiera llevado Lope de Vega. Sin dudarlo”), a un estoico inteligente (“El desdén por la gloria es la forma suprema de la soberbia, y por tanto la mayor estupidez en la que puede caer un escritor. La gloria es como la muerte: no debemos ni esperarla ni temerla”), a un cronista irónico (el resumen que elabora, hacia la mitad del libro, sobre su participación en una mesa redonda es antológico) y, sobre todo, a un cirujano intelectual que no duda a la hora de emitir juicios tajantes sobre personajes célebres (a Wharhol, por citar un único ejemplo, lo tilda sin ambages de “mamarracho” en su nota necrológica).
Y no me resisto a copiar íntegra una de las secuencias, situada en el tercio final del volumen, llena de un sereno lirismo: “Algún día, cuando hayan pasado los años y crecido mis hijos; cuando de nuevo esta casa recobre su silencio y los libros llenen todas sus paredes sin que nos digan nada; cuando no quedemos en el mundo más que tú y yo, entonces recordaremos con nostalgia este día hecho de casi nada. Este día que olvidaremos sin duda mañana mismo, porque no fue en absoluto extraordinario, sino parecido a un día como otro. Pero lleno de una dorada luz, de unos niños pequeños que gritan e interrumpen, de la ilusión de meter nuevos libros en casa, de las tareas corrientes como prepararles los baños o leerles un cuento. Lleno de ti y de mí, que nos pensamos aún llenos de tanta vida”.
Algunas frases que he subrayado en el libro: “Hay que fiarse poco de esos que te dicen las cosas por tu bien”. “Todo el mundo tiene de vez en cuando la estúpida ilusión de ser comprendido”. “Basta conocer algo este mundo para darse cuenta de que a nadie le interesa la verdad”. “El otoño tan antiguo que hay en un trozo de carne de membrillo”. “La verdad se tiene en usufructo: se disfruta de ella un tiempo, a veces toda la vida, y se pasa a otro”.

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