lunes, 15 de diciembre de 2008

Hola, mi amor, yo soy el Lobo



Que Luis Alberto de Cuenca es un poeta de reconocido prestigio nacional e internacional es cosa sabida. Que fue director de la Biblioteca Nacional y Secretario de Estado de Cultura, también. Que ha sido galardonado con el Premio de la Crítica y con el Premio Nacional de Traducción, también. No obstante, es menos famosa su faceta como letrista de la Orquesta Mondragón, que lo llevó a escribir canciones como “Caperucita feroz” o “Garras humanas”, para que las popularizase el inefable Javier Gurruchaga.
Ahora, la siempre sorprendente editorial Rey Lear nos ofrece una selección de poemas de este mago de las palabras, consensuada por Jesús Egido y Miguel Ángel Martín e ilustrada simpáticamente por este último. Y en ella descubrimos de la mano de Luis Alberto de Cuenca cómo los reyes antiguos se enamoraban de una forma fatal de sus hijas más adorables (“Amour fou”); cómo el desengaño puede mezclarse con el humor y convertirse en dos endecasílabos irónicos (“¡Qué mal mientes, amor! Si no te gusto / dímelo. Pensaré en un buen suicidio”); cómo las mujeres con problemas conyugales pueden ser aconsejadas con sarcasmo y con gracia (“La malcasada”); cómo el desayuno puede ser la comida más sensual y más placentera del día; cómo las hijas de los reyes y los monstruos pueden protagonizar historias menos truculentas que las comúnmente pregonadas por los libros más atroces de nuestra infancia (“La princesa y el dragón”); o cómo las fábulas pueden ser leídas de un modo distinto, según los ojos de la persona que se acerque a ellas (“La sirenita”).
En estos poemas breves, heterogéneos, calientes, activos, amargos, dulces, irónicos y vivaces, el dandy Luis Alberto de Cuenca introduce alusiones a Jaime Gil de Biedma, Juan Manuel de Prada, Pessoa, Borges o Coleridge; pero no se arredra a la hora de mezclarlos con Indiana Jones, el rock and roll, Lon Chaney, su Ford Fiesta rojo, el Joker, Mae West, Flash Gordon o las burbujas del champán, en una mixtura deliberadamente pop que tiene mucho de juego libérrimo y algo de las enumeraciones caóticas de Leo Spitzer.
De tal manera que la poesía, por fin, se convierte en una ceremonia donde las palabras juegan a lanzarse por toboganes (como quería el gran Julio Cortázar) y se dan la mano para bailar al corro, mientras los lectores disfrutan con sus luces, sus colores, sus gritos de felicidad, sus espontáneos giros y vaivenes. Si sólo nos ha sido dada una vida, la poesía sí que puede ser (lamento contradecir al espléndido Gabriel Celaya) sin pecado un adorno. Antologías tan hermosas como ésta que nos propone la editorial Rey Lear sirven para reconciliarse con el gozo de leer.

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