Que
Luis Alberto de Cuenca es un poeta de reconocido prestigio nacional e
internacional es cosa sabida. Que fue director de la Biblioteca Nacional y
Secretario de Estado de Cultura, también. Que ha sido galardonado con el Premio
de la Crítica y con el Premio Nacional de Traducción, también. No obstante, es
menos famosa su faceta como letrista de la Orquesta Mondragón, que lo llevó a
escribir canciones como “Caperucita feroz” o “Garras humanas”, para que las
popularizase el inefable Javier Gurruchaga.
Ahora,
la siempre sorprendente editorial Rey Lear nos ofrece una selección de poemas
de este mago de las palabras, consensuada por Jesús Egido y Miguel Ángel Martín
e ilustrada simpáticamente por este último. Y en ella descubrimos de la mano de
Luis Alberto de Cuenca cómo los reyes antiguos se enamoraban de una forma fatal
de sus hijas más adorables (“Amour fou”); cómo el desengaño puede mezclarse con
el humor y convertirse en dos endecasílabos irónicos (“¡Qué mal mientes, amor!
Si no te gusto / dímelo. Pensaré en un buen suicidio”); cómo las mujeres con
problemas conyugales pueden ser aconsejadas con sarcasmo y con gracia (“La
malcasada”); cómo el desayuno puede ser la comida más sensual y más placentera
del día; cómo las hijas de los reyes y los monstruos pueden protagonizar
historias menos truculentas que las comúnmente pregonadas por los libros más
atroces de nuestra infancia (“La princesa y el dragón”); o cómo las fábulas
pueden ser leídas de un modo distinto, según los ojos de la persona que se
acerque a ellas (“La sirenita”).
En
estos poemas breves, heterogéneos, calientes, activos, amargos, dulces,
irónicos y vivaces, el dandy Luis Alberto de Cuenca introduce alusiones a Jaime
Gil de Biedma, Juan Manuel de Prada, Pessoa, Borges o Coleridge; pero no se
arredra a la hora de mezclarlos con Indiana Jones, el rock and roll, Lon
Chaney, su Ford Fiesta rojo, el Joker, Mae West, Flash Gordon o las burbujas
del champán, en una mixtura deliberadamente pop que tiene mucho de juego
libérrimo y algo de las enumeraciones caóticas de Leo Spitzer.
De tal
manera que la poesía, por fin, se convierte en una ceremonia donde las palabras
juegan a lanzarse por toboganes (como quería el gran Julio Cortázar) y se dan
la mano para bailar al corro, mientras los lectores disfrutan con sus luces,
sus colores, sus gritos de felicidad, sus espontáneos giros y vaivenes. Si sólo
nos ha sido dada una vida, la poesía sí que puede ser (lamento contradecir al
espléndido Gabriel Celaya) sin pecado un adorno. Antologías tan hermosas como
ésta que nos propone la editorial Rey Lear sirven para reconciliarse con el
gozo de leer.
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