Dice el gallego Camilo José Cela en uno
de sus libros que cuando Dios quiere que un hombre pierda el rumbo y camine a
la deriva le regala confianza. Y la cita no puede ser más oportuna si hablamos
de Adolf Hitler, aquel desquiciado que, aupado por la confianza loca e
irresponsable de millones de alemanes (aunque escueza reconocerlo, es evidente
que los genocidas necesitan anuencias y auxilios en su entorno), llenó Europa
de sangre y terror.
Lo que mucha
gente no sabe es que el austríaco Adolf Hitler fue, durante varios años, objeto
de una curiosa experiencia psicológico-documental: se tomaban de forma
taquigráfica todas las conversaciones informales que mantenía con sus allegados
y luego, bajo la supervisión personal de su secretario Martin Bormann, esos
folios (que llegaron a superar el millar) se depositaban en un lugar seguro con
el fin de que los avatares de la guerra no los mancillaran. Son las que ahora
se conocen como «Bormann-Vermerke», que acaba de editar en España la editorial
Crítica gracias al esfuerzo conjunto de cuatro traductores: Alfredo Nieto,
Alberto Vilá, Renato Lavergne y Alberto Clavería. En este mastodóntico volumen
podemos ver cómo Hitler no deja títere con cabeza: de los suizos opina que «en
el mejor de los casos podremos utilizarlos como hoteleros»; de los rusos afirma
que «más vale no enseñarles a leer»; de los norteamericanos marmoliza que «no
hay nada más tonto» que ellos; a los españoles nos juzga «una banda de
andrajosos»; y así sucesivamente. Nada le parece admirable en pueblo alguno,
salvo en el alemán. Y cuando encuentra algo que le parece digno de ser reseñado
en un personaje ajeno a la tradición germánica, no tarda en asimilarlo, a
despecho de cualquier rigor histórico («Jesucristo era ario», afirma en la
página 115).
El historiador
Hugh Trevor-Hoper, en la página XXVII del prefacio con el que se abre el tomo,
lo resume a la perfección: «Inglaterra, América, India, el arte, la música, la
arquitectura, la astronomía, la medicina, san Pablo, los faraones, los
macabeos, Juliano el Apóstata, el rey Faruk, el vegetarianismo de los vikingos,
el sistema de Ptolomeo, la edad de hielo, el shintoísmo, los perros
prehistóricos, la sopa espartana; no había materia sobre la que, aunque
ignorante, Hitler no estuviera dispuesto a dogmatizar». Es cierto. Y no sólo
sobre esos temas: también lo hace sobre la inutilidad de las mujeres en
política (página 200), sobre la beatería de la mujer de Franco (página 552) y
sobre mil asuntos más, tan variopintos como curiosos. Los lectores de este
copioso volumen podrán comprobarlo cuando se acerquen a sus páginas.En resumen,
estamos ante un cúmulo de rencores, disparates y soflamas que revelan de forma
cristalina el cieno mental de este desequilibrado que controló la vida y la
muerte de millones de personas. Para no perdérselo.
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