Me ocurre
con Roberto Bolaño una cosa muy particular: he escuchado en Youtube varias
entrevistas suyas (largas, densas, profundas), me encanta lo que dice y la
forma en que lo dice, me parece un personaje muy interesante… y luego no me
terminan de maravillar sus libros. Advierto en ellos su condición de gran
escritor, qué duda cabe, pero hay algo… químico,
diría, que me impide entusiasmarme con él, y lo lamento, porque estoy
convencido de que la incapacidad es sobre todo mía. Me gustaría que me gustara
más. (Con César Aira también me ocurre).
En Nocturno de Chile lo vuelvo a intentar
con todo el cariño y me encuentro con el sacerdote Sebastián Urrutia Lacroix,
con orígenes vascos y franceses, quien habla en la noche (se encuentra devorado
por la fiebre) y nos dibuja el panorama de las últimas décadas de su país: nos
habla de González Lamarca (feroz crítico literario conocido por su seudónimo de
Farewell), de Pablo Neruda (al que pudo conocer en algunas fiestas), de Ernst
Jünger (que se interesa por un curioso pintor guatemalteco), de su trabajo en
la Universidad Católica, de su pertenencia al Opus Dei, de la etapa depresiva
en que acudieron a visitarlo los misteriosos señores Odeim y Oido (quienes le
ofrecieron un suculento trabajo viajero por Europa, que le permite hablarnos de
catedrales y de palomas), de la victoria electoral de Salvador Allende, del
bombardeo de La Moneda, de cómo impartió unas sorprendentes clases de marxismo
a varios generales insurrectos (entre ellos, Augusto Pinochet)…
En este
retrato coral nos encontramos con la prosa de un chileno (Bolaño) que ha
aprendido a diagnosticar el estado de su país a través de miradas externas e
internas, que se van cruzando, complementando o desmintiendo, y que son
sazonadas con las especias del humor, de la amargura, de la melancolía y de la
desesperanza.
Insisto:
insistiré con Bolaño.