domingo, 30 de julio de 2017

La acústica de los iglús



Si el secreto de la literatura se encontraba en el material léxico, en las palabras y en su elegancia o rareza, Luis de Góngora sería el escritor más importante de la Historia. Si ese secreto se encontrara en la floritura retorcida de la sintaxis o en su parquedad telegramática, ese trono estaría ocupado por Ramón Pérez de Ayala y Azorín. Pero la realidad, que se obstina en ser tan transparente como compleja, no ha otorgado a ninguno de los tres la corona de lo excelso. Por el contrario, ha situado en la cúspide a creadores mestizos, a artesanos febriles e intuitivos, a volcanes verbales que han sabido encontrar un misterioso equilibrio entre todos los vectores literarios y que los han conjugado con un don etéreo, inasible y mágico: la mirada. Yo acabo de descubrir a otra espléndida narradora que exhibe una mirada única: Almudena Sánchez.
Había escuchado y leído auténticas maravillas sobre La acústica de los iglús (Caballo de Troya), pero como buen discípulo de Dídimo soy de los que prefieren meter el dedo y comprobar las cosas por sí solos, así que he dejado que llegue el verano, que se serene el vendaval de elogios y que sus páginas llegasen a mí de un modo silencioso. Lo hicieron y, nada más abrir el volumen, me encontré en su tercera página con esta comparación: “Pálida como un azucarero roto”. Sonreí ante el hallazgo y continué. Dos páginas más tarde me encontré con esta metáfora: “El tiempo perdido […] era una manzana que yo iba mordiendo lentamente, hasta llegar el hueso”. Cerré el tomo con admiración, me preparé un café, cogí un cuaderno de notas y un bolígrafo, y me dispuse a pasar el día con las palabras y las frases de Almudena, pletóricas de un hermoso conceptismo lírico, evocadoras, nuevas.
Durante las siguientes horas corroboré que los buenos libros son aquellos que te invitan (incluso que te obligan) a participar en su viaje, y que ese viaje puede realizarse a bordo de diferentes vehículos: los zapatos que se utilizan para pasear por el zoo, la vieja furgoneta con la que se huye de las arenas movedizas, la nave espacial que nos permite alejarnos de un vacío para adentrarnos en otro, el barco donde viaja la actriz Luna Spring, los dedos que se mueven sobre las teclas de un piano o sobre el sexo de una adolescente… Viajes que la mallorquina Almudena Sánchez dibuja con acuarelas tenues hasta conseguir espacios narrativos donde las notaciones, las palabras, las miradas y la selección de secuencias cobran un sentido autónomo y edifican su poder irrebatible. Si aplicas la lógica convencional te quedas en la periferia, no accedes a su núcleo. Pero si aceptas la mano que la autora te tiende para subir y dejas que la barca se mueva en la corriente contigo a bordo, te sumarás a su juego delicado, intenso, y gozarás de una experiencia única.

Me apunto el nombre de Almudena Sánchez, como en su día me apunté los de Alessandro Baricco o Miguel Sánchez Robles. Creadores de atmósferas. Autores que queman, acarician, empujan y elevan. Miradas que consiguen el difícil éxito de que sus propuestas no sean otro ladrillo en el muro sino piedra angular. Así que sólo me queda suplicar una cosa a lectores y críticos: que nadie la presione, que nadie la desnorte, que nadie la atosigue. Dejadla que elabore en paz sus siguientes libros y que los entregue al público cuando ella lo considere oportuno. Ni un minuto antes. Se lo ha ganado.

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