Si el
secreto de la literatura se encontraba en el material léxico, en las palabras y
en su elegancia o rareza, Luis de Góngora sería el escritor más importante de
la Historia. Si ese secreto se encontrara en la floritura retorcida de la
sintaxis o en su parquedad telegramática, ese trono estaría ocupado por Ramón
Pérez de Ayala y Azorín. Pero la realidad, que se obstina en ser tan
transparente como compleja, no ha otorgado a ninguno de los tres la corona de
lo excelso. Por el contrario, ha situado en la cúspide a creadores mestizos, a
artesanos febriles e intuitivos, a volcanes verbales que han sabido encontrar
un misterioso equilibrio entre todos los vectores literarios y que los han
conjugado con un don etéreo, inasible y mágico: la mirada. Yo acabo de
descubrir a otra espléndida narradora que exhibe una mirada única: Almudena
Sánchez.
Había escuchado
y leído auténticas maravillas sobre La
acústica de los iglús (Caballo de Troya), pero como buen discípulo de
Dídimo soy de los que prefieren meter el dedo y comprobar las cosas por sí solos,
así que he dejado que llegue el verano, que se serene el vendaval de elogios y
que sus páginas llegasen a mí de un modo silencioso. Lo hicieron y, nada más
abrir el volumen, me encontré en su tercera página con esta comparación:
“Pálida como un azucarero roto”. Sonreí ante el hallazgo y continué. Dos
páginas más tarde me encontré con esta metáfora: “El tiempo perdido […] era una
manzana que yo iba mordiendo lentamente, hasta llegar el hueso”. Cerré el tomo
con admiración, me preparé un café, cogí un cuaderno de notas y un bolígrafo, y
me dispuse a pasar el día con las palabras y las frases de Almudena, pletóricas
de un hermoso conceptismo lírico, evocadoras, nuevas.
Durante
las siguientes horas corroboré que los buenos libros son aquellos que te
invitan (incluso que te obligan) a participar en su viaje, y que ese viaje
puede realizarse a bordo de diferentes vehículos: los zapatos que se utilizan
para pasear por el zoo, la vieja furgoneta con la que se huye de las arenas
movedizas, la nave espacial que nos permite alejarnos de un vacío para
adentrarnos en otro, el barco donde viaja la actriz Luna Spring, los dedos que
se mueven sobre las teclas de un piano o sobre el sexo de una adolescente…
Viajes que la mallorquina Almudena Sánchez dibuja con acuarelas tenues hasta
conseguir espacios narrativos donde las notaciones, las palabras, las miradas y
la selección de secuencias cobran un sentido autónomo y edifican su poder irrebatible.
Si aplicas la lógica convencional te quedas en la periferia, no accedes a su
núcleo. Pero si aceptas la mano que la autora te tiende para subir y dejas que
la barca se mueva en la corriente contigo a bordo, te sumarás a su juego
delicado, intenso, y gozarás de una experiencia única.
Me apunto
el nombre de Almudena Sánchez, como en su día me apunté los de Alessandro
Baricco o Miguel Sánchez Robles. Creadores de atmósferas. Autores que queman,
acarician, empujan y elevan. Miradas que consiguen el difícil éxito de que sus
propuestas no sean otro ladrillo en el muro sino piedra angular. Así que sólo
me queda suplicar una cosa a lectores y críticos: que nadie la presione, que nadie la desnorte, que
nadie la atosigue. Dejadla que elabore en paz sus siguientes libros y que los
entregue al público cuando ella lo considere oportuno. Ni un minuto antes. Se lo ha ganado.
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