He aquí un catálogo de viñetas dulces, amargas,
terribles o ingenuas, en las que Ana María Matute dibuja un universo de niños
distintos, de niños que habitan en los márgenes y que merecen, por eso mismo,
la atención de sus ojos de escritora. Con la palabra (con sus palabras), la
narradora barcelonesa nos acerca hasta
la chiquilla inaceptada a la que sí recibe con cariño la tierra de la
muerte (“La niña fea”); el chaval inocente y astuto que se hace amigo del
demonio para no ser perturbado por sus tentaciones (“El niño que era amigo del
demonio”); la pobre niña de la carbonería que, triste de verse siempre sucia,
se lava en la tina donde se refleja la bellísima y blanca luna, hasta que la
encuentran ahogada (“Polvo de carbón”); el niño al que un gato le arrebata los
ojos y que, abandonado por los hombres y sólo despertando la compasión de
ciertos animales (un oso, un perro), acaba por morir y sobre sus restos crecen
dos miosotis (“El negrito de los ojos azules”); el pobre niño pobre al que
apedrean otros más ricos (“El hijo de la lavandera”); un niño iluso que
confunden el reflejo de un árbol en una ventana con uno real y cree que los
dueños de la casa lo tienen en el salón (“El árbol”); el niño que nunca habla,
desatendido y solo en medio de su familia, que encuentra su destino triste al
son de las notas de un instrumento musical (“El niño que encontró un violín en
el granero”); un niño Jesús que, aburrido, decide acudir a la escuela de la
señorita Leocadia (“El otro niño”); la tristeza desolada del niño que, marginado
por todos, comprueba con horror que su padre ha matado al único ser que lo
miraba con ternura y afecto (“El corderito Pascual”)...
Pero también nos coloca ante los ojos a chicos
inquietantes, que dedican su ocio mudo a decapitar insectos y otros animalillos
que conservan en una caja (“El niño que no sabía jugar”) o que asesinan desde
la ingenuidad a su hermanito recién nacido (“El niño de los hornos”).
Por nostalgia personal le tengo un especial cariño
al apunte “Mar”, que leí conmovido en mi infancia: el niño que se va adentrando
en el agua para ver hasta dónde le llega. No me resisto a copiarlo: “—¡Voy a
ver hasta dónde me llega el mar! —Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡cosa
rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la
cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas
el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah,
sí, por fin, el mar era verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar,
verdaderamente, era alto y verde”.
Inolvidable Reina Matute.
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