Rozar la gloria y luego ser desposeído de ella.
Habitar el paraíso y terminar en el infierno. Un viaje atroz que, no obstante,
ha de ser apurado hasta las heces por Ismael Baruch, un niño judío que viene al
mundo a orillas del Mar Negro en una familia paupérrima en la que nacen y
mueren hijos de forma constante (hasta catorce). El chico, desde su más tierna
infancia, ha de cuidar de sí mismo; y eso se traduce en cómo ayuda a los
mercaderes de su barrio y cómo bebe con ellos en las tabernas. La miseria, la mugre
y el alcohol se mezclan en la vida de este chico de diez años, que conoce el
lado más abyecto de la sociedad.
Pero su existencia da un vuelco: uno de aquellos
hombres sufre la muerte de su compañera (una fulana a la que maltrataba pero a
la que decía querer) y, para aliviar su dolor, le pide al niño que cante. Él
improvisa versos y tonos; y lo hace con tan prodigiosa belleza que desde
entonces todos buscan su voz y su consuelo.
Un día lo escucha cantar un poeta maldito llamado
Romano Nord y se lleva al chico a la casa de su amada, una viuda bellísima y
desdeñosa con la que mantiene una relación irregular. La dama, deslumbrada,
acogerá al muchacho en su palacio después de firmar una especie de “contrato de
cesión” con la familia. Pero dos complicaciones irán tomando forma en este
cuadro anómalo: de un lado, Ismael, que se enamora paulatinamente de la
princesa; del otro, el paso del tiempo, que transformará al dulce niño poeta en
un adolescente despojado de talento...
Con este relato lírico, denso y hermosamente
escrito, Irène Némirovsky nos ofrece una inmersión turbadora en el alma humana
y en muchos de sus pasillos: el candor, el desdén, la volubilidad, el desgarro,
la ternura, la desesperación... Sin duda, un libro memorable.
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