domingo, 16 de septiembre de 2012

Documentos póstumos del club Pickwick




El año 2012 ha sido, literariamente, el año de Charles Dickens, porque se han cumplido dos siglos desde su nacimiento en Portsmouth (Inglaterra). En colegios, institutos, ateneos, universidades, periódicos, radios, televisiones y hasta páginas de Internet se le han rendido merecidos homenajes. La editorial Juventud se ha sumado a esa corriente con la magnífica edición de los Documentos póstumos del Club Pickwick, cuya traducción corresponde a Juan de Paso. La obra se publicó en forma de entregas (veinte en total, entre los años 1836 y 1837) y pronto adquirió una fama inusitada entre los lectores, que alzaron a Charles Dickens a la categoría de novelista de éxito en su país.
En esta abrumadora y densa producción nos encontramos con toda una larga serie de personajes pintorescos (tipos que hablan con frases que parecen casi telegramas, estirados mayordomos británicos, soeces campesinos que beben más de la cuenta o damas rematadamente sordas), pero por encima de todos predomina el que da nombre a la obra: Samuel Pickwick, un tipo no demasiado alto, calvo, con gafas redondas, «ardiente admirador del ejército» (p.59) y auténtica «encarnación de la bondad» (p.79), que es el guía espiritual de un grupo de caballeros que adoptan la decisión de viajar por el país en busca de experiencias, tipos chocantes, costumbres de las que dejar constancia escrita, acontecimientos memorables y situaciones pintorescas. Estos simpáticos excursionistas son Tracy Tupman, Nathaniel Winkle y Augustus Snodgrass. Y ya desde la primera aventura descubrimos que la seriedad y el humor van a caminar de la mano durante toda la novela: a causa de una ofensa cometida por Tupman, el señor Winkle tendrá que enfrentarse a un duelo a pistola que, por suerte para él, queda desbaratado antes de celebrarse (cap.II). Y cuando aún no nos hemos repuesto de la adrenalina que desprende ese episodio asistimos a un delirante desfile militar, en el que los miembros del selecto club son molidos a golpes por no saber apartarse a tiempo (cap.IV).
Ese humor que destila la obra se puede observar en comparaciones («Se encontraba tan a disgusto como un delfín en una garita de centinela», p.88; «Saltó de la cama el señor Dowler como una pelota», p.523); en críticas zumbonas a la heráldica (menciona una fonda «que tenía por enseña un animal muy común en arte pero escaso en lo natural: un león azul», p.106); en burlas hacia el bucolismo descriptivo (alude a un jardín con madreselvas y nos dice que es «uno de esos rincones que forma el hombre para satisfacción de las arañas», p.115); en frases inglesas tradicionales, que el autor recoge y copia con gracejo oportuno (San Weller le dice a la señora Cluppins: «Siento mucho molestarla, como dijo el ladrón a la vieja cuando la echaba al fuego», p.374); o en secuencias donde dispara con bala contra el mundo de cierta prensa (no olvidemos que Dickens publicó durante toda su vida en periódicos: sabía de lo que estaba hablando). Como ejemplo de esto último podemos leer una escena impagable hacia el final de la obra. Unos artículos admiradísimos que han aparecido en La Gaceta de Eatanswill, y cuyo tema era la metafísica china, son explicados así por el señor Pott: «(El periodista) sacó las ideas, por mi indicación, de la Enciclopedia Británica. Para metafísica leyó en la letra M, y para China en la C, y después combinó la información» (p.703).
Que la obra también es un documento sociológico de primer orden, no me cabe duda. Que presenta algunos análisis prodigiosos de la conducta humana que aún nos dejan perplejos y admirados, seguro que sí. Que su retrato paisajístico es admirable y nos permite hacernos una idea exacta de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, probablemente. Pero conviene subrayar que, ante todo, nos hallamos ante un prodigio de gracia, de lenguaje, de ritmo narrativo, de diálogos fluidos y de palabras elegidas con acertadísima inteligencia. El sensiblero Charles Dickens pudo cometer excesos lacrimógenos y repetitivos en otras novelas (y lo hizo), pero Documentos póstumos del Club Pickwick es un soplo de aire fresco que nos permite reírnos, pensar y disfrutar de una prosa de excepción. Si no han leído nada suyo este año, aprovechen este volumen para leerlo durante la Navidad.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Prodigios de gracia solo eran posibles hace siglos