Nunca me ha gustado, mientras
desarrollo mi trabajo como crítico de libros, elaborar predicciones. Es decir,
aventurar si este novelista o aquella poeta van a conseguir llegar a la cima
del éxito, vender libros como churros o merecer el respeto de los estudiosos
del futuro. Sí he realizado elogios hiperbólicos cuando he creído que la obra
leída los merecía; y he desplegado hachazos cuando pensaba lo contrario. Pero
predicciones, lo que se dice predicciones, muy pocas. Dos o tres, a lo sumo.
Dije que un jovencísimo Juan Manuel de Prada terminaría por ganar los premios
más afamados de España (una afirmación que se hizo verdad cuando le dieron el
Planeta o el Primavera) y dije que el caravaqueño Luis Leante conseguiría
publicar en una editorial del estilo de Alfaguara (no pude ser más preciso, ni
más atinado). Y hace unos años realicé mi tercera predicción, que parece que
también comienza a cumplirse y que tiene como protagonista al escritor Félix G.
Modroño.
Primero me leí su novela La sangre de los crucificados y la
saludé con una merecida salva de fusilería, pregonando sus virtudes. Repetí
lectura y elogio con su posterior Muerte
dulce. Y ahora me llega a las manos La
ciudad de los ojos grises, otro texto bien pautado, muy intrigante,
deliciosamente escrito y que refrenda mis opiniones anteriores: estamos ante
uno de los escritores más enérgicos, solventes y cuajados del panorama
nacional. Y, para demostrarlo, el novelista se aleja de los esquemas anteriores
(había publicado dos novelas de ambientación barroca y que estaban
protagonizadas por Fernando de Zúñiga, un detective del siglo de oro) y se
adentra en un registro nuevo: una historia situada entre Bilbao y París, entre
fines del siglo XIX y 1940, y cuyo desarrollo es magnético: Alfredo Gastiasoro
es un profesor de arquitectura que trabaja en la capital francesa pero que
terminará por volver al País Vasco durante unos días para aclarar los
pormenores de la muerte de Izarbe Campbell, una antigua novia suya que se
terminó casando con su hermano Javier. En ese retorno a la patria chica
redescubrirá los paisajes de su infancia y su juventud (hay retratos bellísimos
de Bilbao y sus alrededores), volverá a verse con los amigos más íntimos (sobre
todo con Fernando Zumalde, que ahora trabaja como policía) y comprenderá que
aunque sigue amando el lugar donde nació su sitio está ya en París, porque las
dos personas que realmente le unían a la ciudad (su madre e Izarbe) ya no están
ahí para justificar el regreso.
Pero hay más atractivos en esta
narración, como la introducción ocasional de personajes famosos, que se cruzan
con el destino de sus protagonistas: es el caso del tenor Julián Gayarre, que
estaba cantando en una iglesia de Bilbao el día en que Alfredo e Izarbe se
conocieron (capítulo 3); la mención del futbolista Pichichi, del que se nos
informa que era sobrino del escritor Miguel de Unamuno (capítulo 10); el
encuentro que tiene Alfredo Gastiasoro con María de Maeztu, la intelectual feminista
(capítulo 31); ese soldado imberbe que sale a cantar espontáneamente en un café
parisino donde están cenando Alfredo e Izarbe, y que no es otro que un
jovencísimo Maurice Chevalier (capítulo 42); o las frecuentes apariciones de
una mujer hermosa, sensual y peligrosísima, que acabaremos identificando con la
espía Mata-Hari... Y de anécdotas tampoco anda flojo el volumen, porque nos
permitirá enterarnos de dónde procede el vocablo futbolístico alirón (página 198) o quién fue la
persona que inventó el elixir Licor del Polo (página 230).
En suma, que nos encontramos ante un
volumen de enorme interés y que nos depara constantes sorpresas durante sus
casi cuatrocientas páginas. El vizcaíno Félix G. Modroño ha demostrado que no
necesita moverse siempre en el mundo barroco para esculpir una novela memorable,
y que tampoco circunscribe sus habilidades a la prosa detectivesca: en La ciudad de los ojos grises se expande
hacia territorios melancólicos, dibuja a los personajes con mayor abundancia de
trazos psicológicos, se sumerge en las agridulces aguas subterráneas del amor y
trae su pluma hasta los acontecimientos iniciales del siglo XX. Todo un cambio
de registro, del que Félix G. Modroño sale airoso y fortalecido. Tenemos
novelista para rato, créanme.
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