El año 2012 ha sido, literariamente, el
año de Charles Dickens, porque se han cumplido dos siglos desde su nacimiento
en Portsmouth (Inglaterra). En colegios, institutos, ateneos, universidades,
periódicos, radios, televisiones y hasta páginas de Internet se le han rendido
merecidos homenajes. La editorial Juventud se ha sumado a esa corriente con la
magnífica edición de los Documentos
póstumos del Club Pickwick, cuya traducción corresponde a Juan de Paso. La
obra se publicó en forma de entregas (veinte en total, entre los años 1836 y
1837) y pronto adquirió una fama inusitada entre los lectores, que alzaron a
Charles Dickens a la categoría de novelista de éxito en su país.
En esta abrumadora y densa producción
nos encontramos con toda una larga serie de personajes pintorescos (tipos que
hablan con frases que parecen casi telegramas, estirados mayordomos británicos,
soeces campesinos que beben más de la cuenta o damas rematadamente sordas),
pero por encima de todos predomina el que da nombre a la obra: Samuel Pickwick,
un tipo no demasiado alto, calvo, con gafas redondas, «ardiente admirador del
ejército» (p.59) y auténtica «encarnación de la bondad» (p.79), que es el guía espiritual
de un grupo de caballeros que adoptan la decisión de viajar por el país en
busca de experiencias, tipos chocantes, costumbres de las que dejar constancia
escrita, acontecimientos memorables y situaciones pintorescas. Estos simpáticos
excursionistas son Tracy Tupman, Nathaniel Winkle y Augustus Snodgrass. Y ya
desde la primera aventura descubrimos que la seriedad y el humor van a caminar
de la mano durante toda la novela: a causa de una ofensa cometida por Tupman,
el señor Winkle tendrá que enfrentarse a un duelo a pistola que, por suerte
para él, queda desbaratado antes de celebrarse (cap.II). Y cuando aún no nos
hemos repuesto de la adrenalina que desprende ese episodio asistimos a un
delirante desfile militar, en el que los miembros del selecto club son molidos
a golpes por no saber apartarse a tiempo (cap.IV).
Ese humor que destila la obra se puede
observar en comparaciones («Se encontraba tan a disgusto como un delfín en una
garita de centinela», p.88; «Saltó de la cama el señor Dowler como una pelota»,
p.523); en críticas zumbonas a la heráldica (menciona una fonda «que tenía por
enseña un animal muy común en arte pero escaso en lo natural: un león azul»,
p.106); en burlas hacia el bucolismo descriptivo (alude a un jardín con
madreselvas y nos dice que es «uno de esos rincones que forma el hombre para
satisfacción de las arañas», p.115); en frases inglesas tradicionales, que el
autor recoge y copia con gracejo oportuno (San Weller le dice a la señora
Cluppins: «Siento mucho molestarla, como dijo el ladrón a la vieja cuando la
echaba al fuego», p.374); o en secuencias donde dispara con bala contra el
mundo de cierta prensa (no olvidemos que Dickens publicó durante toda su vida
en periódicos: sabía de lo que estaba hablando). Como ejemplo de esto último
podemos leer una escena impagable hacia el final de la obra. Unos artículos
admiradísimos que han aparecido en La
Gaceta de Eatanswill, y cuyo tema era la metafísica china, son explicados
así por el señor Pott: «(El periodista) sacó las ideas, por mi indicación, de
la Enciclopedia Británica. Para
metafísica leyó en la letra M, y para China en la C, y después combinó la
información» (p.703).
Que la obra también es un documento
sociológico de primer orden, no me cabe duda. Que presenta algunos análisis prodigiosos
de la conducta humana que aún nos dejan perplejos y admirados, seguro que sí.
Que su retrato paisajístico es admirable y nos permite hacernos una idea exacta
de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, probablemente. Pero conviene
subrayar que, ante todo, nos hallamos ante un prodigio de gracia, de
lenguaje, de ritmo narrativo, de diálogos fluidos y de palabras elegidas con
acertadísima inteligencia. El sensiblero Charles Dickens pudo cometer excesos
lacrimógenos y repetitivos en otras novelas (y lo hizo), pero Documentos póstumos del Club Pickwick es
un soplo de aire fresco que nos permite reírnos, pensar y disfrutar de una
prosa de excepción. Si no han leído nada suyo este año, aprovechen este volumen
para leerlo durante la Navidad.
1 comentario:
Prodigios de gracia solo eran posibles hace siglos
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