Pensemos
en una mujer. Una mujer cualquiera. Puede ser usted, si es mujer. O incluso
usted, si es hombre. Da lo mismo. Esa persona (acudamos al término genérico)
tiene que ingresar a su madre en un centro asistencial donde cuiden de ella,
porque su enfermedad de Alzheimer ha alcanzado un nivel duro, inasumible. Y esa
persona, sabiendo racionalmente que ha hecho lo correcto, pero a la vez
sintiéndose culpable, va escribiendo lo que siente durante ese amargo proceso. “Me
puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi
madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se
apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de
estar loca de una vez!”. Seguro que usted, hombre o mujer, siente la
aspereza de ese grito en su garganta. Su madre, gracias a la cual llegó a la
vida, se encuentra ahora en una zona atroz, “muerta y viva a la vez”. Eso,
inevitablemente, conduce a los momentos de crisis (“Me da miedo que se muera. A
veces pienso incluso en traérmela otra vez a casa”), aunque la persona que
habla tenga claro que para dibujar la crónica de este proceso debe elegir con
cuidado las palabras, para que las lágrimas no dificulten la comunicación con
quienes escuchamos (“Evitar, al escribir, dejarme llevar por la emoción”).
La
francesa Annie Ernaux traga saliva y tiene la entereza descarnada de dejarnos
ver lo que escribió en esos cuadernos, en esas hojas sueltas que durante varios
años fue recopilando. Y digo bien: “entereza descarnada”. Porque no todo es
aquí amor, dulzura y buenos recuerdos, sino también acíbar, traumas, reproches,
olor a pis y mierda imposible de contener. No hay maquillaje. No hay violines. No
hay luces brillantes. Hay sinceridad, porque no se trata de una invención
novelesca sino de una experiencia auténtica y, por tanto, desgarradora. La
escritora francesa, enfrentada al desvalimiento degradado de su madre, siente
que debe mantener el control, para no ingresar en la inutilidad o en la locura
(“Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre”). Pero, aun
así, resulta inevitable que las dudas la corroan en algunos momentos de este
libro (“No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”), porque
la figura de la madre termina por convertirse en un espejo oscuro, en el que la
autora vislumbra destellos de lo que ella misma podría vivir dentro de unos
años (“Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación
de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado”).
En cuanto al título,
permítanme que no les desvele su origen ni su explicación. Les dejo que ustedes
descubran su enigma leyendo esta obra turbadora, dolida y muy, muy triste.