Aprovecho
un caluroso día de verano para instalarme delante del ventilador con un café y
abrir, una vez más (¿tercera?), el volumen de cuentos Alguien que anda por
ahí, de Julio Cortázar, uno de mis dioses literarios. Al borde de ingresar
en la jubilación, creo que está bien volver a los autores y libros que devoré
en mi época universitaria (Azorín, Umbral, Borges, Cortázar, Cela, Gerardo
Diego) para que queden incluidos en este blog que, ignoro durante cuánto
tiempo, me sobrevivirá. Ingresé en la religión cortazariana en 1988, al poco de
morir el argentino, y ya no la he abandonado nunca. Dudo, francamente, que lo
haga en el futuro. ¿Por qué me seduce y embriaga tanto este autor? No tengo ni
idea. Y me encanta que sea así: una pasión que pueda explicarse de modo
racional carece, según entiendo, de esplendor. Es curioso. A mí, que odio el
boxeo y el jazz… me fascina Cortázar. Qué cosas. Cada relato suyo es un
laberinto en el que ingreso lleno de expectación y que suele dejarme embobado
al concluir, con su caravana de frases truncas y su peculiar retórica, llena de
humor, sobreentendidos y guiños culturales.
En
este tomo, recupero la ternura melancólica que rodea al actor radiofónico Tito
y a su enamorada Luciana, que le manda sobres de color lila para suscitar su
atención (“Cambio de luces”); recupero la fascinante recreación de la aventura
erótica y tanática que emprenden Mauricio y Vera, tras veinte años de relación,
dirigiéndose a Nairobi (“Vientos alisios”); recupero la conmoción política que,
apenas camuflada por una pátina administrativa, nos habla sobre el mundo de los
desaparecidos en la dictadura (“Segunda vez”) o sobre las atrocidades
criminales que ensombrecieron durante años el mundo de América Latina
(“Apocalipsis de Solentiname”); recupero la sofocante atmósfera que pueden
provocar en el ánimo de un niño ciertas pesadillas nocturnas, que convierten a
su madre en un monstruo (“En nombre de Boby”); recupero una larga y tortuosa
historia de amor que se desarrolla en el CERN y que ahora se nos cuenta con tono
melancólico (“Las caras de la medalla”).
He
sonreído viendo qué frases subrayé durante mis lecturas anteriores y he añadido
una o dos más, consciente de que si vuelvo a la obra dentro de una década
añadiré nuevas, porque Cortázar no solamente brilla como un diamante, sino que
también es inagotable como un caleidoscopio.
Cómo no adorarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario